Fidel Castro recorría a zancadas la suite presidencial del ostentoso hotel Shamrock Hilton de Houston, disparando sucios insultos en el rapidísimo español cubano que la mayoría de los latinoamericanos sólo hubiera entendido a medias. Estaba exhausto después de una gira relámpago por el noreste de los Estados Unidos y furioso con su hermano menor, Raúl, el blanco nada amedrentado de su ira.
Fidel acababa de llegar a Texas después de una parada en Montreal, y Raúl había llegado el mismo día en un vuelo de Cubana desde La Habana. Ambos viajaron con séquitos de consejeros y guardaespaldas, muchos de los cuales, al igual que los hermanos, todavía lucían los arrugados uniformes de faena de las fuerzas guerrilleras. Los Castro eran fuertes sobrevivientes de las violentas conspiraciones que habían empezado en julio de 1953 y culminado, después de una insurgencia de dos años, con el derrocamiento del dictador Fulgencio Batista. [...]
Pero en esos primeros momentos de su gobierno habían estado en desacuerdo sobre algunos temas básicos. Tenían diferentes visiones y prioridades, por lo menos en cuanto al futuro de corto plazo de Cuba. Parecían tener lealtades y afinidades contradictorias. Raúl tenía más prisa, era ideológicamente más cerrado a la banda, y menos prudente que Fidel. Tal vez, lo más nefasto para la sociedad de los dos hermanos era que su confianza mutua parecía estar en crisis. Houston resultó ser un sitio a medio camino entre Canadá y Cuba donde pudieron encontrarse y resolver todas las cosas. Un testigo recuerda que durante horas se insultaron en el hotel sin que, fuera de las groserías, se pudiera entender nada más de lo que decían. [...]
El viaje de Fidel a los Estados Unidos no era oficial. Había sido invitado a hablar ante una reunión de editores de periódicos en el Club Nacional de Prensa en el centro de Washington, y había aceptado aunque el presidente Eisenhower hubiera decidido irse a jugar golf en Georgia, y no hacer caso de él. Para entonces, las relaciones ya eran tensas. El digno presidente de sesenta y ocho años, héroe de la invasión de Normandía que había dejado su uniforme años antes, rechazaba la idea de sentarse a discutir con un desaseado líder de treinta años de uniforme caqui, que criticaba insistentemente a los Estados Unidos en sus discursos nacionalistas.
Si Eisenhower no quería atenderlo, pensó Castro, se dirigiría directamentre al pueblo estadounidense para explicarse a sí mismo y explicar la revolución. Después de halagar a la élite de los medios de Washington, prolongó su estadía y viajó hacia el Norte por la costa este. Fue en tren a Princeton, donde fue ovacionado por una gran masa de estudiantes. Al día siguiente viajó a Nueva York, donde maliciosamente les dijo a los periodistas que Cuba debía tener su propia liga de béisbol profesional. Pronunció un discurso ante una multitud curiosa y emocionada de treinta y cinco mil personas en la concha acústica de Central Park. Después, en Boston, cautivó a un público de diez mil jóvenes en Harvard. Los periódicos y los reporteros de los servicios noticiosos siguieron cada uno de sus pasos. Fue entrevistado en programas de televisión populares. La estrategia de Fidel de ganarse la opinión pública estadounidense estaba teniendo más éxito del que jamás hubiera imaginado. Chapuceando el inglés con un acento encantador, en su gira por los Estados Unidos parecía tan popular como lo era en Cuba. [...] Fidel culpaba a su hermano de sabotearlo, al provocar tensiones con los Estados Unidos, precisamente en el momento en que él estaba tratando de aplacarlas. Con su principal aliado, el Che Guevara, Raúl estaba promoviendo grupos revolucionarios con la esperanza de derrocar a algunos gobiernos latinoamericanos. Una de estas incursiones acababa de desembarcar en la costa oriental de Panamá, y se supo que todos los invasores, menos uno, eran cubanos. La primera de centenares de esta clase de intervenciones del régimen cubano en apoyo de las causas revolucionarias en países del Tercer Mundo provocó amplias críticas en los Estados Unidos y en Panamá, y puso en alerta a las fuerzas militares estadounidenses en la Zona del Canal. Puesto a la defensiva por el asunto de Panamá, Fidel tuvo que negar repetidamente, ante las insistentes preguntas de los periodistas, que su gobierno estuviera implicado. [...]
Raúl había llamado la atención de la Unión Soviética por primera vez a principios de 1953, cuando viajó a Viena para participar en un festival internacional de juventudes comunistas, y luego había visitado tres capitales comunistas de Europa Oriental. Para 1959 tal vez no había mejor juez de los principios comunistas de Raúl que Nikita Kruschev, a quien le había causado una buena impresión. Kruschev escribiría en sus memorias que Raúl era un “buen comunista” que se las había arreglado para mantener sus convicciones ocultas a Fidel. Desde entonces, documentos de los archivos del Kremlin, antes secretos, han confirmado que los líderes soviéticos creían que durante unos cuantos años Fidel había sido engañado sobre las verdaderas creencias de su hermano.
Se preguntaban si el abiertamente veleidoso Fidel era capaz de la disciplina que se requería de un comunista, una aptitud que creían era una de las cualidades más notables de Raúl. Con la intención de proteger a su aliado más poderoso en el nuevo régimen cubano, Moscú trató de esconder la cada vez más cercana relación con Raúl, incluso de su propio hermano. Sin embargo, la realidad era que los soviéticos comprendían mal en ese entonces la complicadísima relación entre los hermanos Castro, y ciertamente no tenían ni idea de cómo calificar a Fidel.
Fue durante la gira de relaciones públicas de Fidel en los Estados Unidos cuando Raúl inició contactos clandestinos de Cuba con la Unión Soviética. Irónicamente, su solicitud de cooperación para ayudar a consolidar las pequeñas y desorganizadas fuerzas armadas que comandaba fue aprobada por el Kremlin en el mismo momento en que Fidel se reunía secretamente con un influyente funcionario de la CIA en Washington. Raúl puede haber sabido de la reunión de tres horas y de que Fidel había acordado establecer intercambios regulares de inteligencia con la Agencia con el fin de vigilar a los comunistas cubanos. Se dice que les aseguró a los altos funcionarios de la Agencia que no era comunista y que podían contar con él para restringir las actividades comunistas en Cuba.
En La Habana, Raúl estaba cada vez más alarmado ante la posibilidad de que las convicciones revolucionarias de su hermano se estuvieran viendo comprometidas. Fidel había pronunciado discursos en los que prometió mantener buenas relaciones con Estados Unidos y tener elecciones en Cuba para que la democracia floreciera después de muchos años de dictadura. Había condenado la incursión contra el gobierno de Panamá y prometido que Cuba no apoyaría intervenciones de esa clase. Pero Raúl temía que su hermano no sólo le estaba contando al público estadounidense exactamente lo que quería oír, sino que tal vez estaba empezando a creer en lo que decía. [...]
Como joven analista de la CIA, pensé que Castro habia estado sinceramente interesado en mejorar las relaciones y que el gobierno de Eisenhower había dejado que se perdiera una buena oportunidad. Después, al saber más sobre Fidel y percibir patrones de falsedad en su comportamiento, llegué a la conclusión de que su principal intención había sido manipular la opinión pública estadounidense. En realidad, Raúl no tenía nada de qué preocuparse.
Pero él pensaba que Fidel había estado fuera de Cuba demasiado tiempo. Lo instó a volver a tiempo para anunciar nuevos programas revolucionarios en una concentración masiva en La Habana el primero de mayo, que se convertiría en uno de los más importantes días feriados de la revolución. Fidel había perdido contacto con algunos desarrollos en la isla; las tensiones y las rivalidades políticas iban en aumento. Se estaban posponiendo importantes decisiones. Había dudas acerca de quién estaba realmente al mando, e incluso sobre si Fidel –el bisoño primer ministro que no había sido puesto a prueba– era más un aficionado que un líder con un propósito claro. [...]
El Shamrock Hilton era el mejor hotel de Houston [...]. De 18 pisos, con más de mil habitaciones y una enorme piscina en la que según algunos se podía esquiar, era una magnífica caricatura de la muy particular exageración texana. McCarthy había hecho pintar y decorar las habitaciones y los espacios públicos en no menos de sesenta y tres matices de verde. Un huésped recordó que las llaves de los lavamanos tenían forma de piña. [...]
El hotel era el sitio perfectamente apropiado para el enfrentamiento de los hermanos Castro. [...] Con su comitiva ocuparon cincuenta y seis habitaciones del Shamrock, y tan pronto como Fidel y Raúl se reunieron en la amplia suite 18-C, explotaron las tensiones que se venían acumulando desde varias semanas atrás. Se gritaron improperios hasta el caluroso amanecer de mediados de la primavera texana. Ernesto Betancourt, que formaba parte de la comitiva, no podía escuchar bien lo que decían desde una habitación cercana, pero me dijo que recordaba claramente que los hermanos se incitaban repetidamente con el insulto vulgar de “hijo de puta”, lo que equivalía a ultrajar desvergonzadamente a su propia madre. Fueron pocos los que, con el escándalo, pudieron dormir en las habitaciones vecinas. Estaban consternados y fascinados por este enfrentamiento fraternal que amenazaba hacer trizas la unidad del recién formado régimen de Castro.
A la mañana siguiente los hermanos se presentaron en público. Fidel estaba de nuevo relajado y sereno. A la pregunta de los periodistas locales de si se habían “peleado”, Raúl respondió que eso era “absurdo”. Y Fidel dijo: “¡Nunca! ¿Cómo va a ser posible eso, siendo yo primer ministro y él comandante de las fuerzas armadas? Nosotros casi nunca discrepamos”. [...]
Trabajando arduamente en esa sombra desde el encuentro de Houston, Raúl ha permitido que lo perciban como un subalterno insignificante, un factótum aburrido que saluda ceremoniosamente a Fidel y obedece sus órdenes. Raúl desde el principio ha sido ridiculizado porque físicamente no tiene comparación con su corpulento hermano. El historiador Hugh Thomas lo describió como “misterioso, físicamente casi como un niño”. Fidel le lleva una cabeza completa en estatura y sólo logró dejarse una barba rala en la guerrilla, mientras los demás barbudos cuidaban las espesas y luengas barbas negras que durante mucho tiempo fueron el sello característico de los revolucionarios. De Raúl se han burlado y lo han tergiversado en muchas otras formas, y la mayoría de los observadores extranjeros lo han subestimado. El resultado es que casi nada importante se ha escrito sobre él. Se ha publicado por lo menos una docena de biografías de Fidel, pero de Raúl no se ha hecho ni el más ligero esbozo biográfico.
Pero la verdad es que si se comprendiera el fondo de la relación entre los dos hermanos –el funcionamiento interno de la Revolución Cubana a través de toda su historia– se volverían transparentes. Cada uno de los hermanos demuestra cualidades propias de liderazgo, personalidad y rasgos de carácter que se complementan con los del otro. Encajan perfectamente, como los muros de piedra construidos por la civilización inca del Perú hace cientos de años. Las rocas fueron talladas con tal finura y precisión que, al colocarlas una sobre otra, no necesitaban argamasa u otra clase de relleno. Las uniones prácticamente no se ven. Juntos, los Castro, como esos muros incas, han permanecido sólidos e imponentes por más de cuatro décadas y media. Han estado en el poder más que todos los líderes modernos del mundo, salvo uno o dos, y más que todos, excepto uno, en toda la historia del hemisferio occidental desde el principio de la Colonia.
Es muy improbable que Fidel hubiera mantenido el poder durante tanto tiempo sin el firme control de las fuerzas armadas por parte de Raúl. En el curso de las cuatro o cinco décadas, ¿en qué otro país latinoamericano no se ha sabido de algún general o coronel que haya conspirado contra el presidente? ¿En qué otra parte han permanecido las tropas en sus barracas sin agitarse políticamente? Raúl ha garantizado la estabilidad política de Cuba.
Pero Fidel a menudo ha dado muestras de resentimiento contra el único hombre verdaderamente esencial de su régimen. Cuando estaban juntos en el monte, en los primeros días de la guerra de guerrillas, Fidel se enojó un día por unos supuestos errores tácticos cometidos por Raúl. Un testigo recuerda que Fidel le gritó a Raúl: “Hijo de puta, si no fuera por mí estarías trabajando en una bodega en Birán”.
Fidel acababa de llegar a Texas después de una parada en Montreal, y Raúl había llegado el mismo día en un vuelo de Cubana desde La Habana. Ambos viajaron con séquitos de consejeros y guardaespaldas, muchos de los cuales, al igual que los hermanos, todavía lucían los arrugados uniformes de faena de las fuerzas guerrilleras. Los Castro eran fuertes sobrevivientes de las violentas conspiraciones que habían empezado en julio de 1953 y culminado, después de una insurgencia de dos años, con el derrocamiento del dictador Fulgencio Batista. [...]
Pero en esos primeros momentos de su gobierno habían estado en desacuerdo sobre algunos temas básicos. Tenían diferentes visiones y prioridades, por lo menos en cuanto al futuro de corto plazo de Cuba. Parecían tener lealtades y afinidades contradictorias. Raúl tenía más prisa, era ideológicamente más cerrado a la banda, y menos prudente que Fidel. Tal vez, lo más nefasto para la sociedad de los dos hermanos era que su confianza mutua parecía estar en crisis. Houston resultó ser un sitio a medio camino entre Canadá y Cuba donde pudieron encontrarse y resolver todas las cosas. Un testigo recuerda que durante horas se insultaron en el hotel sin que, fuera de las groserías, se pudiera entender nada más de lo que decían. [...]
El viaje de Fidel a los Estados Unidos no era oficial. Había sido invitado a hablar ante una reunión de editores de periódicos en el Club Nacional de Prensa en el centro de Washington, y había aceptado aunque el presidente Eisenhower hubiera decidido irse a jugar golf en Georgia, y no hacer caso de él. Para entonces, las relaciones ya eran tensas. El digno presidente de sesenta y ocho años, héroe de la invasión de Normandía que había dejado su uniforme años antes, rechazaba la idea de sentarse a discutir con un desaseado líder de treinta años de uniforme caqui, que criticaba insistentemente a los Estados Unidos en sus discursos nacionalistas.
Si Eisenhower no quería atenderlo, pensó Castro, se dirigiría directamentre al pueblo estadounidense para explicarse a sí mismo y explicar la revolución. Después de halagar a la élite de los medios de Washington, prolongó su estadía y viajó hacia el Norte por la costa este. Fue en tren a Princeton, donde fue ovacionado por una gran masa de estudiantes. Al día siguiente viajó a Nueva York, donde maliciosamente les dijo a los periodistas que Cuba debía tener su propia liga de béisbol profesional. Pronunció un discurso ante una multitud curiosa y emocionada de treinta y cinco mil personas en la concha acústica de Central Park. Después, en Boston, cautivó a un público de diez mil jóvenes en Harvard. Los periódicos y los reporteros de los servicios noticiosos siguieron cada uno de sus pasos. Fue entrevistado en programas de televisión populares. La estrategia de Fidel de ganarse la opinión pública estadounidense estaba teniendo más éxito del que jamás hubiera imaginado. Chapuceando el inglés con un acento encantador, en su gira por los Estados Unidos parecía tan popular como lo era en Cuba. [...] Fidel culpaba a su hermano de sabotearlo, al provocar tensiones con los Estados Unidos, precisamente en el momento en que él estaba tratando de aplacarlas. Con su principal aliado, el Che Guevara, Raúl estaba promoviendo grupos revolucionarios con la esperanza de derrocar a algunos gobiernos latinoamericanos. Una de estas incursiones acababa de desembarcar en la costa oriental de Panamá, y se supo que todos los invasores, menos uno, eran cubanos. La primera de centenares de esta clase de intervenciones del régimen cubano en apoyo de las causas revolucionarias en países del Tercer Mundo provocó amplias críticas en los Estados Unidos y en Panamá, y puso en alerta a las fuerzas militares estadounidenses en la Zona del Canal. Puesto a la defensiva por el asunto de Panamá, Fidel tuvo que negar repetidamente, ante las insistentes preguntas de los periodistas, que su gobierno estuviera implicado. [...]
Raúl había llamado la atención de la Unión Soviética por primera vez a principios de 1953, cuando viajó a Viena para participar en un festival internacional de juventudes comunistas, y luego había visitado tres capitales comunistas de Europa Oriental. Para 1959 tal vez no había mejor juez de los principios comunistas de Raúl que Nikita Kruschev, a quien le había causado una buena impresión. Kruschev escribiría en sus memorias que Raúl era un “buen comunista” que se las había arreglado para mantener sus convicciones ocultas a Fidel. Desde entonces, documentos de los archivos del Kremlin, antes secretos, han confirmado que los líderes soviéticos creían que durante unos cuantos años Fidel había sido engañado sobre las verdaderas creencias de su hermano.
Se preguntaban si el abiertamente veleidoso Fidel era capaz de la disciplina que se requería de un comunista, una aptitud que creían era una de las cualidades más notables de Raúl. Con la intención de proteger a su aliado más poderoso en el nuevo régimen cubano, Moscú trató de esconder la cada vez más cercana relación con Raúl, incluso de su propio hermano. Sin embargo, la realidad era que los soviéticos comprendían mal en ese entonces la complicadísima relación entre los hermanos Castro, y ciertamente no tenían ni idea de cómo calificar a Fidel.
Fue durante la gira de relaciones públicas de Fidel en los Estados Unidos cuando Raúl inició contactos clandestinos de Cuba con la Unión Soviética. Irónicamente, su solicitud de cooperación para ayudar a consolidar las pequeñas y desorganizadas fuerzas armadas que comandaba fue aprobada por el Kremlin en el mismo momento en que Fidel se reunía secretamente con un influyente funcionario de la CIA en Washington. Raúl puede haber sabido de la reunión de tres horas y de que Fidel había acordado establecer intercambios regulares de inteligencia con la Agencia con el fin de vigilar a los comunistas cubanos. Se dice que les aseguró a los altos funcionarios de la Agencia que no era comunista y que podían contar con él para restringir las actividades comunistas en Cuba.
En La Habana, Raúl estaba cada vez más alarmado ante la posibilidad de que las convicciones revolucionarias de su hermano se estuvieran viendo comprometidas. Fidel había pronunciado discursos en los que prometió mantener buenas relaciones con Estados Unidos y tener elecciones en Cuba para que la democracia floreciera después de muchos años de dictadura. Había condenado la incursión contra el gobierno de Panamá y prometido que Cuba no apoyaría intervenciones de esa clase. Pero Raúl temía que su hermano no sólo le estaba contando al público estadounidense exactamente lo que quería oír, sino que tal vez estaba empezando a creer en lo que decía. [...]
Como joven analista de la CIA, pensé que Castro habia estado sinceramente interesado en mejorar las relaciones y que el gobierno de Eisenhower había dejado que se perdiera una buena oportunidad. Después, al saber más sobre Fidel y percibir patrones de falsedad en su comportamiento, llegué a la conclusión de que su principal intención había sido manipular la opinión pública estadounidense. En realidad, Raúl no tenía nada de qué preocuparse.
Pero él pensaba que Fidel había estado fuera de Cuba demasiado tiempo. Lo instó a volver a tiempo para anunciar nuevos programas revolucionarios en una concentración masiva en La Habana el primero de mayo, que se convertiría en uno de los más importantes días feriados de la revolución. Fidel había perdido contacto con algunos desarrollos en la isla; las tensiones y las rivalidades políticas iban en aumento. Se estaban posponiendo importantes decisiones. Había dudas acerca de quién estaba realmente al mando, e incluso sobre si Fidel –el bisoño primer ministro que no había sido puesto a prueba– era más un aficionado que un líder con un propósito claro. [...]
El Shamrock Hilton era el mejor hotel de Houston [...]. De 18 pisos, con más de mil habitaciones y una enorme piscina en la que según algunos se podía esquiar, era una magnífica caricatura de la muy particular exageración texana. McCarthy había hecho pintar y decorar las habitaciones y los espacios públicos en no menos de sesenta y tres matices de verde. Un huésped recordó que las llaves de los lavamanos tenían forma de piña. [...]
El hotel era el sitio perfectamente apropiado para el enfrentamiento de los hermanos Castro. [...] Con su comitiva ocuparon cincuenta y seis habitaciones del Shamrock, y tan pronto como Fidel y Raúl se reunieron en la amplia suite 18-C, explotaron las tensiones que se venían acumulando desde varias semanas atrás. Se gritaron improperios hasta el caluroso amanecer de mediados de la primavera texana. Ernesto Betancourt, que formaba parte de la comitiva, no podía escuchar bien lo que decían desde una habitación cercana, pero me dijo que recordaba claramente que los hermanos se incitaban repetidamente con el insulto vulgar de “hijo de puta”, lo que equivalía a ultrajar desvergonzadamente a su propia madre. Fueron pocos los que, con el escándalo, pudieron dormir en las habitaciones vecinas. Estaban consternados y fascinados por este enfrentamiento fraternal que amenazaba hacer trizas la unidad del recién formado régimen de Castro.
A la mañana siguiente los hermanos se presentaron en público. Fidel estaba de nuevo relajado y sereno. A la pregunta de los periodistas locales de si se habían “peleado”, Raúl respondió que eso era “absurdo”. Y Fidel dijo: “¡Nunca! ¿Cómo va a ser posible eso, siendo yo primer ministro y él comandante de las fuerzas armadas? Nosotros casi nunca discrepamos”. [...]
Trabajando arduamente en esa sombra desde el encuentro de Houston, Raúl ha permitido que lo perciban como un subalterno insignificante, un factótum aburrido que saluda ceremoniosamente a Fidel y obedece sus órdenes. Raúl desde el principio ha sido ridiculizado porque físicamente no tiene comparación con su corpulento hermano. El historiador Hugh Thomas lo describió como “misterioso, físicamente casi como un niño”. Fidel le lleva una cabeza completa en estatura y sólo logró dejarse una barba rala en la guerrilla, mientras los demás barbudos cuidaban las espesas y luengas barbas negras que durante mucho tiempo fueron el sello característico de los revolucionarios. De Raúl se han burlado y lo han tergiversado en muchas otras formas, y la mayoría de los observadores extranjeros lo han subestimado. El resultado es que casi nada importante se ha escrito sobre él. Se ha publicado por lo menos una docena de biografías de Fidel, pero de Raúl no se ha hecho ni el más ligero esbozo biográfico.
Pero la verdad es que si se comprendiera el fondo de la relación entre los dos hermanos –el funcionamiento interno de la Revolución Cubana a través de toda su historia– se volverían transparentes. Cada uno de los hermanos demuestra cualidades propias de liderazgo, personalidad y rasgos de carácter que se complementan con los del otro. Encajan perfectamente, como los muros de piedra construidos por la civilización inca del Perú hace cientos de años. Las rocas fueron talladas con tal finura y precisión que, al colocarlas una sobre otra, no necesitaban argamasa u otra clase de relleno. Las uniones prácticamente no se ven. Juntos, los Castro, como esos muros incas, han permanecido sólidos e imponentes por más de cuatro décadas y media. Han estado en el poder más que todos los líderes modernos del mundo, salvo uno o dos, y más que todos, excepto uno, en toda la historia del hemisferio occidental desde el principio de la Colonia.
Es muy improbable que Fidel hubiera mantenido el poder durante tanto tiempo sin el firme control de las fuerzas armadas por parte de Raúl. En el curso de las cuatro o cinco décadas, ¿en qué otro país latinoamericano no se ha sabido de algún general o coronel que haya conspirado contra el presidente? ¿En qué otra parte han permanecido las tropas en sus barracas sin agitarse políticamente? Raúl ha garantizado la estabilidad política de Cuba.
Pero Fidel a menudo ha dado muestras de resentimiento contra el único hombre verdaderamente esencial de su régimen. Cuando estaban juntos en el monte, en los primeros días de la guerra de guerrillas, Fidel se enojó un día por unos supuestos errores tácticos cometidos por Raúl. Un testigo recuerda que Fidel le gritó a Raúl: “Hijo de puta, si no fuera por mí estarías trabajando en una bodega en Birán”.