Los agoreros pronosticaban lo peor: invasiones, ocupación, exterminios en masa. El saldo final no fue mucho más alentador, es cierto. Se estiman 160 bajas palestinos, cinco israelíes y casi dos mil heridos, aunque hablar de números para dimensionar un hecho trágico es desnaturalizar la muerte. Lo cierto es que Israel y Palestina acaban de poner pausa a otro capítulo más de una lucha milenaria que se remonta a la época de los filisteos y el Reino de Judá. Una guerra que duró ocho días, miles de misiles y la promesa de convivir en paz en una tierra que desborda historia y leyendas. Amores y odios. Pasiones. Y conspiraciones, como las que empujan a Israel y a Palestina a combatirse en nombre propio o en el de los intereses que persiguen quienes los estimulan a cruzarse en una cacería que enfrenta intereses geopolíticos de una zona de tensiones eternas.
Como en otras oportunidades, todo comienza sin comienzos. Una ráfaga de acusaciones cruzadas que luego se convierte en una ráfaga de misiles entreverados entre excusas enrostradas, como la vieja diáspora del huevo y la gallina. Israel culpa al grupo fundamentalista Hamas de haber convertido el sur del país en el polvorín de sus bombardeos desaforados, mientras que Palestina acusa a su vecino de asfixiar sus intentos por alcanzar el tan anhelado reconocimiento como Estado por parte de la comunidad internacional. Los méritos militares ofrecen resultados dispares pero lo mismo despiertan el llamado a la paz que, por fin, sonó a la puerta en la noche del miércoles, cuando Hillary Clinton y Mohamed Morsi anunciaron desde El Cairo para el mundo la voluntad de ambos bandos por bajar las armas y buscar un acercamiento que, despojada la borrachera de los festejos, seguirá sabiéndose lejano.
Benjamín Netanyahu, que en dos meses deberá validar en las urnas sus aspiraciones reeleccionistas, sigue teniendo a mano los 70 mil reservistas convocados para una potencial intervención terrestre en Gaza. “Sé que hay ciudadanos que esperan una acción militar más severa y puede que la necesitemos”, dijo el mandatario israelí, en una de sus primeras declaraciones tras el principio de acuerdo. Por su parte, Jaled Mescal, líder de Hamas, supeditó el éxito de la tregua siempre que se hayan “conseguido todas nuestras demandas”. En el toma y daca, Palestina le exige a Israel que levante el bloqueo que éste le ha impuesto a los pasos fronterizos, y de la prosperidad de éste y otros reclamos dependerá el éxito de esta tregua que, en principio, fue planteada por 24 horas como compás de fuego para entablar negociaciones más profundas que le auguren sobrevida a un pacto insinuado menos por convicciones propias que por presiones ajenas.
Israel accede a sentarse en la mesa por expreso pedido de Estados Unidos, aliado militar fundamental frente al peligro que suponen Irán y su enloquecida industria nuclear. Cuando Hillary Clinton decidió abandonar la gira asiática que realizaba junto a Barack Obama para involucrarse en el conflicto de Medio Oriente, no lo hizo para sumarse una cucarda como campeona de la paz mundial (algo que ridículamente consiguió su jefe con un Nobel que legitima las matanzas por él lideradas en la región), sino para forzar la intervención de Mohamed Morsi, uno de los principales aliados de Hamas en el mapa político mundial.
El presidente de Egipto padece la dura herencia de Hosni Mubarak y sus treinta años de descalabros en nombre del poder, interrumpidos tras las sangrientas protestas del año pasado. En el lento camino de la reconstrucción nacional, Morsi se mueve con pies de plomo entre sus vecinos musulmanes y la simpatía de las potencias occidentales, de quienes necesita para superar las pesadas cargas del pasado y poner al día a un país que poco guarda del pasado esplendoroso que nos narran los libros de historia. Aunque aceptaron el pedido de Estados Unidos, los israelíes nunca vieron con buenos ojos la mediación de quién, creen, facilita a través de túneles subterráneos el acceso de armas y misiles iraníes con los que Palestina ataca al otro margen de Gaza.
En simultáneo, la guerra civil en Siria encuentra en Medio Oriente otro foco de conflicto irresuelto, con un frente chiita formado por Irán, Irak, el grupo extremista Hezbolá y el apoyo de Rusia y China, y otro sunita con Arabia Saudita, Qatar, Turquía y el mundo occidental. Una contienda con ribetes absurdos (su presidente, Bashar al Assad, gobierna desde Qatar) que obliga a israelíes y palestinos a postergar sus diferendos para no cargar una región en la que la abundancia desarmónica de petróleos, armas y misiles la convirtió en la plomada del frágil equilibrio mundial.
Para Israel y Palestina, los tiempos comienzan a moverse como la arena del desierto: cada cuál para su lado, según sea de donde sople el viento. Nadie le garantiza a Netanyahu el éxito en las elecciones tan solo por sostener un conflicto bélico con un enemigo beligerante, y el antecedente más cercano lo ofrece Ehud Ólmert, quién diluyó ante aquel la posibilidad de ser reelecto pese a haber iniciado meses antes de los comicios una fuerte ofensiva en Gaza. El premier israelí apuesta a una lenta negociación que le permita llegar a las urnas con cierta calma, sin la necesidad de tener que demostrarle a su población cuán capacitado está para defender la seguridad nacional. A Palestina, por el contrario, los minutos corren a contrareloj, ya que el próximo jueves realizará el pedido formal a la ONU para que sea reconocido como “Estado no miembro”, la misma categoría que tienen el Vaticano y Taiwán.
Por lo pronto, son 24 horas sin bombas, cohetes, muertes ni estampidas. Lo cual no es poco para quienes acostumbran a morar en la noche de las guerras eternas.
(*) Especial para Perfil.com