Hace algunos meses un periodista francés me preguntó, para una nota que realizaba sobre el primer año de Javier Milei y su gobierno, si las reflexiones de Borges sobre la desconfianza “natural” de los argentinos hacia el Estado podían servir para explicar y aun justificar el peculiar momento político que atravesamos. Mi primera reacción, un despavorido “¡de ninguna manera!” tenía menos que ver con la pregunta en sí que con la comprensible aversión de ver a Borges siendo utilizado para justificar los actos y las ideas del actual gobierno. La segunda fue la prevención de no avivar giles: a ver si todavía no se dieron cuenta y termino dándoles la idea. Pero como parece que algunos han podido hacerlo sin mi ayuda –uno de los hagiógrafos de Javier Milei ha aventurado que su modelo “es el mismo que tenía Borges en la cabeza” y en un reciente posteo Alberto Benegas Lynch (h), el “prócer del liberalismo” (las comillas son de cita, no de reticencia, es el título que le otorga cada vez que puede el actual Presidente) recuerda un encuentro en la Eseade, de la cual era rector, donde Borges habría respondido afirmativamente a la pregunta: “¿Usted patrocina la abolición de los aparatos estatales?” y respondido al subsiguiente: “¿Y qué hacemos mientras tanto?” con un lacónico: “mientras, joderse”. Estando así las cosas, me veo en la obligación de hacer algunas precisiones y rectificaciones.
La sociedad ideal que imaginan los libertarios es el reverso de la que sonó el anarquismo
A Borges, no hay ninguna duda, al igual que a su padre, le gustaba definirse como anarquista, agregando el calificativo de “pacífico” para distinguirse de los que realizaban atentados violentos; también le cabía el apelativo de “individualista”, para diferenciarlo de los que durante tantas décadas lideraron en nuestro país y en buena parte del mundo las luchas obreras que a Borges no le iban ni le venían. Y es verdad que más de una vez propuso como ideal “un mínimo de gobierno”, aunque en esto sus posturas más se acercaban a las del liberalismo clásico que al anarquismo. La confluencia y también confusión de liberalismo y anarquismo es de larga data, y se basa en la desconfianza y hasta hostilidad de ambos hacia el Estado: pero los primeros procuran que el Estado no se meta con el libre funcionamiento del mercado ni con las desigualdades e injusticias sociales que puedan resultar de éste, y los segundos quieren abolirlo para construir una sociedad sin clases ni jerarquías y –ésta es su mayor apuesta– sin estructuras de poder. La sociedad ideal que imaginan nuestros “libertarios” y “anarco-capitalistas” (acá sí las comillas son de ironía) es el reverso minucioso y puntual de la que soñó siempre el anarquismo. La apropiación del término “libertario” por las nuevas derechas es un acto ilegítimo que, como tantos otros, ha terminado refrendado por el uso y el abuso, pasando a significar lo opuesto de lo que significaba originariamente.
Más significativo que los recuerdos de Alberto Benegas Lynch (h) o las opiniones siempre provocativas que expresaba Borges en las entrevistas es uno de los textos que decidió incluir en sus Obras completas, titulado: “Nuestro pobre individualismo”. Allí famosamente afirma: “El argentino, a diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse a la circunstancia de que, en este país, los gobiernos suelen ser pésimos, o al hecho general de que el Estado es una inconcebible abstracción”, y continúa: “El más urgente de los problemas de nuestra época (ya denunciado con profética lucidez por el casi olvidado Spencer) es la gradual intromisión del Estado en los actos del individuo; en la lucha contra ese mal, cuyos nombres son comunismo y nazismo, el individualismo argentino, acaso inútil o perjudicial hasta ahora, encontrará justificación y deberes.” La frase más dura de roer, sin embargo, es la siguiente: “Sin esperanza y con nostalgia, pienso en la abstracta posibilidad de un partido que tuviera alguna afinidad con los argentinos; un partido que nos prometiera (digamos) un severo mínimo de gobierno.”
Dos formas hay, no de rebatirla –lejos de mí pretender demostrar que Borges no dijo lo que dijo– sino de tratar de entenderla, y ver cuáles son sus usos legítimos, y cuáles los menos. Una es leerla con detenimiento y recordar el contexto. Concluye con la indicación “Buenos Aires, 1946”: acababa de terminar la Segunda Guerra Mundial, había llegado a su fin el horrendo experimento del nazismo y se expandía el estalinismo. Y algo más, desde ya: decir “nazismo y comunismo” en 1946 era una manera elíptica de referirse al naciente peronismo. El estatismo que Borges deplora es el de gobiernos totalitarios, o que él percibía como dictatoriales, y de ningún modo el Estado de Bienestar o la economía keynesiana que le hacen echar espuma por la boca cada vez que los nombra a nuestro actual Presidente. Cuando Borges hablaba de “la intromisión del Estado en los actos del individuo” se refería sobre todo a las prácticas represivas, a la censura, al cercenamiento de la libertad de expresión, en todas las cuales nuestro actual gobierno es más “estatista” que todos los que desde 1983 lo precedieron. La idea de un gobierno que no apoyara la educación pública, las artes o la investigación científica, o peor aún, los señalara como enemigos y los combatiera abiertamente, le era a Borges no sólo deplorable sino inconcebible.
A esto deberíamos agregar que Borges sistemáticamente asocia Estado totalitario con liderazgos fuertes y carismáticos. En su relato “Guayaquil” se burla de la vindicación que el “venerado existencialista” Martin Heidegger hizo de Adolf Hitler, demostrando “mediante fotocopias de los titulares de los periódicos, que el moderno jefe de Estado, lejos de ser anónimo, es más bien el protagonista, el corega, el David danzante que mima el drama de su pueblo, asistido de pompa escénica y recurriendo, sin vacilar, a las hipérboles del arte oratorio”, caracterización que podría aplicarse, sin cambiarle una coma, a nuestro histriónico actual Presidente.
Borges asocia al estado totalitario con liderazgos fuertes y carismáticos
Más interesante, y revelador, ya que estamos hablando de un autor de ficciones, es descubrir cuál es el momento, la escena de la literatura nacional en la que se cifra, según Borges, este individualismo argentino. La encontraremos en el mismo texto: se trata de “esa desesperada noche en que un sargento de la policía rural gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra sus soldados, junto al desertor Martín Fierro”. La oposición al Estado, no hace falta abundar, encarna aquí en una alianza de los pobres, los marginados y los rebeldes, basada en la solidaridad y la empatía, contra su aparato represivo.
Para apreciar la distancia que media entre la imagen del individualismo que presenta Borges y la que pretenden encarnar el actual gobierno y sus apólogos, haga el lector el esfuerzo de imaginar, un miércoles cualquiera, a la ministra de Seguridad Patricia Bullrich gritando que no va a consentir el delito de apalear a unos ancianos indefensos y poniéndose a pelear contra sus gendarmes y policías, junto a los jubilados que protestan.
*Escritor.