El reciente intercambio de misiles entre Irán e Israel provocó una respuesta inmediata de la comunidad internacional. Se habló de contención, de proporcionalidad, de evitar una escalada mayor. Se hicieron llamados al cese del fuego, a la diplomacia, a la responsabilidad.
Sin embargo, en Gaza —donde los bombardeos llevan meses sembrando destrucción y dolor— el alto al fuego sigue siendo una promesa lejana, casi ausente en los discursos políticos que priorizan otros intereses.
Gaza no tiene descanso. La vida allí no conoce tregua ni pausa. En ese pequeño territorio densamente poblado, los ataques continúan con consecuencias devastadoras para la población civil, atrapada entre la destrucción y la desesperanza. Más alarmante aún que la magnitud del daño —vidas, cuerpos, hogares destruidos— es la normalización del horror.
El mundo ha comenzado a aceptar esa violencia como inevitable, como si ya no valiera preguntarse: ¿por qué? o ¿para qué?
La cobertura mediática ha disminuido, el debate público se ha desplazado y muchas instituciones que deberían alzar su voz permanecen en silencio. Se acepta que barrios enteros desaparezcan, que hospitales sean bombardeados, que falte el agua y la electricidad, que miles de familias vivan entre la incertidumbre, el duelo y la precariedad. El silencio global, en ese contexto, no es neutral: perpetúa el sufrimiento.
Benjamín Netanyahu advirtió que los nuevos bombardeos en Gaza son solo "el comienzo"
Mientras tanto, en otros rincones del mundo se presenta a Occidente como garante del orden, los derechos humanos y la civilización. Pero ese mismo Occidente, que se proclama modelo moral, guarda silencio ante estas tragedias o, en muchos casos, las respalda con financiamiento, tecnología y narrativas que legitiman la ocupación y la violencia. La atención del mundo parece depender del pasaporte de las víctimas. Esa desigualdad revela una desconexión ética que no puede pasarse por alto.
Occidente, que se proclama modelo moral, guarda silencio ante estas tragedias"
Algunos explican esta realidad desde la geopolítica o los intereses estratégicos. Pero hay algo más profundo: la empatía —esa cualidad que nos hace humanos— se está erosionando. La normalización de la violencia, el relato que obliga a las víctimas a justificarse, y la impunidad de quienes detentan el poder minan los principios que sostienen una convivencia justa.
En medio de esta vorágine, los liderazgos globales —muchos más cercanos al autoritarismo que al diálogo— se amenazan entre sí y a veces nos amenazan a todos. Frente a ese escenario, hay quienes todavía creemos en los modos. Porque los modos no son formas vacías: son límites que sostienen la convivencia. Y cuando los modos se pierden, aparecen los métodos: de exclusión, persecución, negación del otro. La violencia deja entonces de ser una excepción para volverse sistema.
Gaza interpela a todos, no solo a quienes participan directamente del conflicto. Porque su sufrimiento no es solo una crisis humanitaria: es una herida moral que nos afecta como humanidad. No hay relato que justifique el sufrimiento de quienes no eligieron la guerra. No hay política que borre el peso de la indiferencia, esa que vuelve aceptable lo que nunca debería serlo.
Israel no ha retrocedido de los territorios ocupados y ahora avanza también sobre Gaza con una lógica de ocupación persistente. Lo que se destruye no es solo infraestructura: se destruyen la historia, la comunidad, la confianza en la ley y la posibilidad de imaginar un futuro. Esa destrucción no se repara con cemento: se repara con justicia.
El cese al fuego es urgente. Pero no puede ser apenas un gesto. Debe ser el inicio de algo nuevo: una respuesta ética, humana y concreta, que repare lo que aún puede repararse, que ponga fin al asedio, que devuelva a un pueblo la dignidad, la seguridad y los derechos que merece.
No podemos aceptar que algunas vidas valgan menos que otras, ni justificar el silencio con razones tácticas. Como humanidad, no podemos mirar para otro lado mientras la indiferencia erosiona nuestra noción de justicia. Lo que está en juego no es solo Gaza: es nuestra forma de entender la compasión, la equidad y la vida misma.
Si dejamos que la indiferencia se institucionalice, ya no habrá relato que nos salve del vacío moral. Y en ese vacío, todos —sin excepción— perderemos algo esencial de lo que nos hace humanos.