El duelo no siempre llega vestido de negro. No siempre implica un velorio, una tumba o una despedida con flores. Muchas veces, el duelo se presenta en silencio, con formas menos visibles, pero no por eso menos dolorosas.
Duele el cuerpo que ya no responde igual. Duele una casa vacía. Duele un proyecto que se termina. Duele migrar y sentir que ya no se pertenece del todo a ningún lado. Duele cuidar a quien amamos mientras, sin darnos cuenta, vamos perdiendo parte de nuestra vida anterior. Duelen los vínculos que cambian, las certezas que se derrumban, los roles que se transforman sin permiso.
Son duelos vitales, sociales, evolutivos. Pérdidas que no siempre tienen nombre, pero que impactan con fuerza en nuestra identidad y en nuestra manera de habitar el mundo. Duelos que muchas veces no son reconocidos, habilitados ni acompañados.
Y como seres de encuentro que somos las personas, en medio de ese torbellino emocional, de esa confusión que a veces ni nosotros sabemos nombrar, aparece una necesidad urgente: no transitarlo solos.
Porque el dolor es absolutamente personal, subjetivo; nadie puede vivirlo por nosotros. Pero hacerlo sin red de sostén, sin vínculos que abracen, sin alguien que simplemente se quede… puede volverlo insoportable.
La familia (la biológica, la elegida, la construida desde el amor y el respeto) es, muchas veces, ese refugio que nos permite doler sin máscaras, siendo nosotros mismos, con autenticidad, con menos miedo. Es ese espacio donde una taza de té, un silencio compartido o una mirada pueden significar más que mil palabras. Donde el dolor no es juzgado ni comparado. Donde no hace falta estar bien para ser aceptados y queridos.
Construir esos vínculos no es tarea fácil. Implica presencia, cuidado, tiempo, escucha, empatía. Pero cuando existen, marcan la diferencia. Porque doler en compañía es distinto. Porque cuando todo se desarma, saber que alguien nos sostiene puede ser la única forma de empezar a rearmarnos.
Celebremos a las familias que acompañan duelos. A las que no huyen del dolor, sino que lo abrazan. A las que saben que el amor, cuando es verdadero, no exige sonrisas, aunque ofrece abrigo.
Honrar a esos vínculos que no necesitan explicaciones. A quienes acompañan sin dar consejos. A quienes no se apuran en “sacar adelante”, sino que se animan a estar ahí, incluso en el caos, en la fragilidad, en la incertidumbre.
Y pienso, especialmente, en aquellas familias que hoy están transitando una pérdida: visible o invisible, reciente o antigua. Que este día también sea para ustedes. Que puedan sentir, aunque sea en un gesto, en una palabra o en una presencia silenciosa, que no están solas.
Ya el célebre escritor norteamericano Steve Maraboli nos dice: “Un gesto amable puede alcanzar una herida que solo la compasión puede curar”, recordándonos que, ante el dolor emocional, el mejor bálsamo son las palabras de aliento, la escucha y la compañía.
La familia no cura el dolor, aunque puede volverlo habitable…
*Docente del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad Austral.