OPINIóN
Un toque de distinción

Hacia el nuevo oficio de enseñar

“El docente contemporáneo ya no es un sabio en el estrado sino un curador del conocimiento” dice al autor y explica los nuevos desafíos académicos en la era ChatGPT: hay que evaluar las dudas, el proceso. Esto es lo que distingue.

Universidades publicas europeas
Universidades. | CEDOC

La queja se vuelve inquietante y usual. El alumno, con osadía y desconcierto, formula su veredicto: “el docente no da clase”. Apunta al profesor como un misil que no estalla, pero deja grietas. Ha invertido horas en diseñar una actividad participativa, seleccionar casos reales, elaborar un sistema original de evaluación y acompañar a sus alumnos con una minuciosidad casi afectiva. Pero ante aquel dictamen, se queda en silencio. Y piensa: ¿No estoy dando clase… o estoy dando clase de otro modo, con otra lógica, en otro idioma que aún mis estudiantes no han decodificado?

Este artículo nace en ese silencio. Porque, entre la revolución de la inteligencia artificial (IA) y el desajuste de expectativas en el vínculo pedagógico, el docente contemporáneo ya no es un sabio en el estrado sino un curador del conocimiento. Selecciona, contextualiza y propone itinerarios para que sus alumnos reconfiguren lo que hoy significa "saber", "enseñar" y "aprender".

Desde la premisa de liberar el pensamiento frente a la irrupción de la IA, aflora la certeza de que la evaluación basada en productos —un ensayo, una respuesta larga, un texto “correcto”— perdió su inocencia.

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Inteligencia artificial en la educación: epílogo o nuevo capítulo

En la era ChatGPT, el plagio no es necesario, lo generado es indistinguible de lo genuino. ¿Qué queda entonces? Evaluar, además de la respuesta, el razonamiento, la duda, la elección. El proceso. Esto exige otras herramientas: defensas orales, preguntas abiertas, debates, versiones sucesivas. Como un arqueólogo del conocimiento, leer las huellas del pensamiento, no sólo admirar el jarrón intacto que alguien —o algo— colocó sobre la mesa.

Por noticias recientes sabemos que, en Mendoza, algunas escuelas ya incorporan IA para entrenar en resolución de problemas matemáticos. El algoritmo sigue las respuestas, analiza dudas, identifica retrocesos o avances. No reemplaza al docente, pero lo asiste con una lupa inédita. El aprendizaje deja de ser invisible. El profesor enseña y también interpreta los datos. La IA no da clase, pero amplía la mirada.

Otra pregunta, aún más incómoda: ¿qué debe saber un alumno en tiempos de IA? No es filosófica sino curricular. Si todo lo que debía aprender puede obtenerlo en dos segundos, ya no basta con “enseñar contenidos”. Eso sería como formar cocineros enseñándoles a comprar comida hecha.

Se requiere algo más: que el alumno formule preguntas relevantes, distinga fuentes confiables. Que sospeche de la respuesta perfecta. Que navegue la incertidumbre, piense en contexto, bajo presión. Que trabaje y experimente con otros. Umberto Eco lo sintetizó así: “Saber cómo se hace para saber lo que no se sabe”.

Si todo lo que debía aprender puede obtenerlo en dos segundos, ya no basta con “enseñar contenidos”. Eso sería como formar cocineros enseñándoles a comprar comida hecha"

Pero mientras se teoriza la transformación del aula, la otra aula —la cruda, tangible— muestra carencias estructurales. Según Argentinos por la Educación (2025), el 46% de los estudiantes de tercer grado no alcanza el nivel mínimo de comprensión lectora. La escuela discute nuevas competencias mientras no garantiza las básicas. Y no se puede pensar lo que no se comprende.

A su vez, muchos estudiantes no piden pensamiento crítico, sino saber si lo que se da “entra en el parcial”. La IA cambió el mundo, pero los alumnos esperan que el docente dé clase “como se debe”. Que exponga. Que organice el conocimiento. Cuando el docente invierte la clase, propone proyectos o les deja generar conocimiento, aparece una sensación ambigua: libertad con vacío, autonomía con orfandad. Y entonces se escucha “el profesor no da clase”.

Celulares fuera del aula: ¿y dentro, qué?

Es nostalgia. Pero también estructura cultural: saber es recibir, el docente sabe, el alumno copia. Cualquier inversión puede parecer abandono. Por eso, la innovación debe ser metodológica, simbólica y emocional.

¿Cómo equilibrar esa innovación con la necesidad de contención de los estudiantes? La exposición —vieja amiga— no desaparece, pero cambia de signo. Deja de ser el centro y se convierte en el anclaje. Como un monólogo breve en una puesta coral.

Libertad no implica desprotección. Aunque no explique todo, el docente está ahí. Diseña experiencias, plantea desafíos, da retroalimentación. Cuida el clima del aula. No es un fantasma pedagógico. Está para decir que lo que propone también es una clase. Sigue siendo guía, presencia, referente.

Enseñar hoy no es solo formar competencias. Es traducir una época. Interpretar el mundo para que el alumno no quede atrapado entre la repetición y el algoritmo"

Oportunamente, el filósofo Byung-Chul advierte que el exceso de información puede vaciar el sentido y aplanar la experiencia. Cuando todo es visible y mensurable, se pierde la profundidad. Frente a esta lógica de rendimiento, el aula persiste como un espacio de lo incalculable: para el pensamiento lento, para la pausa, para el error o la espera.

Porque enseñar hoy no es solo formar competencias. Es traducir una época. Interpretar el mundo para que el alumno no quede atrapado entre la repetición obsoleta y el algoritmo sin filtro. Es enseñar a pensar en tiempos de máquinas que piensan. Y aprender a pensar no se terceriza.

Por eso, la supuesta queja de “el profesor no da clase” es, en verdad, un síntoma. Y los síntomas no se refutan: se interpretan.

Donde la IA ofrece soluciones automáticas, el docente siembra la inquietud. Y en tiempos donde todo parece dado, enseñar es —como siempre, pero hoy con urgencia— el arte de no conformarse con lo sabido. Porque el profesor que transmitía certezas hoy también acompaña en la intemperie de las preguntas. Y en ese horizonte abierto, el docente no desaparece: se transforma.