El poder es un fenómeno específicamente humano. Desde que el mundo es mundo, tuvo una gran gravitación. Ya sea en el orden político, eclesiástico, social y también familiar.
El poder se asocia tanto con la libertad como con la coacción. Hay quienes lo vinculan con la violencia, con la lucha o contra la arbitrariedad.
Dos destacados autores contemporáneos, uno en el siglo pasado, y el otro a comienzos de este, le dedicaron un ensayo: Romano Guardini, “El Poder” (Munich, 1951), y Byun-Chul Han, “Sobre el Poder” (Stuttgart, 2005). Ambos fueron escritos en Alemania, y desarrollaron con genialidad el concepto del poder y sus alcances en la sociedad.
El P. Guardini, lo hizo desde una perspectiva más teológica al decir: “El sentido central de nuestra época consistirá en ordenar el poder de tal forma, que el hombre, al usarlo, pueda seguir existiendo como tal. El hombre, tendrá que elegir entre ser en cuanto hombre tan fuerte como lo es su poder en cuanto poder, o entregarse a él y sucumbir”.
El surcoreano Han, concibiendo una mirada filosófica, y obviamente más moderna, pero con sentido clásico, dice: “El acontecimiento del poder no se agota en el intento de vencer la resistencia o de forzar a una obediencia. El poder no tiene porque asumir la forma de una coerción. Cuanto más poderoso sea el poder, con más sigilo opera. Cuando tiene que hacer expresamente hincapié en sí mismo, ya está debilitado”.
Hay algo que resulta evidente. Es que el poder, siempre estuvo concentrado en unos pocos, que son los que marcan las pautas y los ritmos conforme a lo que les conviene. Generalmente quienes lo detentan sucumben, sometiendo a sus súbditos a las más variadas desigualdades.
Asimismo, sucede en los países emergentes, donde sus pueblos son también víctimas de malos gobernantes, que los tiranizan, provocándoles una situación castradora e impidiéndoles el crecimiento social.
Si bien el poder lo encarnan algunos líderes mundiales, la esencia es invisible, y es una acción humana que puede hacer el bien o el mal. Un contraste lo podemos advertir con el cuchillo, utensilio que puede usarse tanto para cortar un pedazo de pan, así como también para quitarle la vida a una persona.
¿Qué es lo que sucede en nuestro tiempo? Hay muy pocas excepciones del buen uso del poder. En la mayoría de los casos, se le da un mal uso, generando grandes injusticias sociales, religiosas, étnicas y raciales, que despiertan inicuamente el odio en las sociedades. Por ello el poder es el opio de la ambición desmedida.
Ese desequilibrio que despierta el odio, tiene sus raíces en el relato bíblico del Non serviam, y luego prosigue con el crimen de Abel asesinado por su hermano Caín.
La génesis del odio se propagó a lo largo de la historia, se hizo presente en todas las épocas y en todos los siglos. De esa forma fue filtrándose en la convivencia social y familiar. Se disfraza de enojo, de mala onda, de desprecio, de indiferencia, de venganza y de muchas otras formas indeseables.
Siempre destruye, jamás suma. Hace perder el eje y la mesura necesaria para ser una persona ecuánime y justa. El odio y sus expresiones, son malos consejeros. Lo que buscan es despreciar y lastimar.
En nuestro país, hemos sido testigos de cómo el poder y el odio marcaron y dividieron a muchas generaciones a lo largo de la historia. Si miramos los roles que jugaron en la política nacional en sus más de doscientos años de existencia, resultan paradójicos.
Sin necesidad de ir muy para atrás, pensemos, por ejemplo, en la violencia de los ´70, con las acciones de los grupos guerrilleros, que intentaron llegar al poder con el odio como premisa. Luego sobrevino la Dictadura Militar, que actuó fuera de la ley, violo derechos humanos y también su cimiento fue el odio, al intentar hacer desaparecer de la faz de la tierra al Peronismo.
La democracia finalmente llegó para quedarse, pero con muchas dificultades e incertidumbres. Lo que estamos acostumbrados a ver, es la carencia que ostenta la dirigencia política, que sigue apegada al inadecuado uso del poder, que la mayoría de las veces va de la mano del odio, como si fueran hermanos gemelos, que se retroalimentan como formas y estilos naturalizados.
“La política -dice el Papa Francisco- es ante todo servicio, no es sierva de ambiciones individuales, de prepotencia de facciones o de centro de intereses. Como servicio, no es tampoco patrona, que pretende regir todas las dimensiones de la vida de las personas, incluso recayendo en formas de autocracia y totalitarismo”.
Por lo pronto, los gobernantes y la oposición deberían buscar consensos de sincera convivencia, más aún en tiempos como los que estamos atravesando.
La promoción de leyes, como la despenalización del aborto, levantan muros en lugar de construir puentes. Provocan que la fractura social se profundice, y se acrecienten las diferencias de una gran parte de la sociedad, al intentar legalizar el crimen de un ser inocente en el seno del vientre materno.
En estas épocas turbulentas, lo que indica la prudencia política, es buscar por todos los medios un diálogo franco para lograr la unidad nacional.
El Papa en un reciente Seminario sobre América Latina, envió un mensaje donde les pidió a los líderes de la política: “No propiciar ni avalar o utilizar mecanismos que hagan de la grave crisis una herramienta de carácter electoral o social. La profundidad de la crisis reclama proporcionalmente la altura de la clase política dirigente capaz de levantar la mirada y dirigir y orientar las legítimas diferencias en la búsqueda de soluciones viables para nuestros pueblos. La unidad es superior al conflicto. El desprestigio del otro, lo único que logra es dinamitar la posibilidad de encontrar acuerdos que ayuden a aliviar en nuestras comunidades, pero principalmente a los más excluidos, los efectos de la pandemia. Y nosotros tenemos en América Latina, no sé en toda, pero en gran parte de ella, tenemos una habilidad muy grande para progresar en el desprestigio del otro”.
El virus del odio está infectando la vida política, social, cultural
Un ejemplo plausible que nos serviría como modelo para poner en práctica estas enseñanzas del Pontífice, es el histórico abrazo que se dieron Perón y Balbín el 19 de noviembre de 1972, en la reunión que mantuvieron en la residencia de Gaspar Campos 1065, Vicente López, que representó el deseo de “poder superar divisiones que parecían insalvables”.
Ese tal vez, sería el camino apacible para alcanzar de una buena vez la tan ansiada paz social.