OPINIóN
Pandemia de Coronavirus

El impuesto a las grandes fortunas puede frenar la fuga y la inflación

En los países más desarrollados se recauda 4 veces más que la Argentina en relación al PBI. El proyecto del oficialismo "apunta a generar condiciones para el crecimiento y la inversión".

Alberto Fernández ante la Asociación Empresaria Argentina (AEA).
Alberto Fernández ante la Asociación Empresaria Argentina (AEA). | Cedoc

Desde que comenzamos a trabajar en un proyecto para gravar a las grandes fortunas de la Argentina, los dueños de esas fortunas, importantes medios de comunicación –entre cuyos propietarios se cuentan algunos titulares de esas fortunas-, economistas neoliberales que hacen de voceros de esos intereses y un sector de la oposición política que, como cuando gobernaron entre 2015 y 2019, representa a ese minoritario pero poderoso sector de nuestra sociedad, no tardaron en rechazar la idea.

Este viernes la agrupación “Convergencia Empresarial” comunicó que "los proyectos de crear nuevos impuestos al patrimonio y a las ganancias de las empresas es un antecedente sumamente negativo para recrear el clima de inversión". Un argumento que se recicla, como un mantra, cada vez que los ricos y poderosos buscan conservar sus privilegios.   

Lo repiten porque su poder, articulado con una impresionante cobertura mediática, se los permite. Porque la evidencia empírica que desecha esa idea es abrumadora.

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Entre 2015 y 2019, a fuerza de sucesivas reformas tributarias, mientras los impuestos regresivos crecieron 5,3 puntos porcentuales (p.p.), los muy progresivos retrocedieron 1,4 p.p., los progresivos cayeron 1,3 p.p. y los poco regresivos se redujeron levemente por la caída en el empleo y los salarios reales. En lo que refiere al impuesto a la riqueza, tras la fortísima baja en las alícuotas, la recaudación por bienes personales sobre el total promedió una tasa de 0,74%, prácticamente la mitad que el promedio de 2003-2015. 

A la inversa de lo que sugieren los detractores del impuesto a las grandes fortunas, mientras los ricos pagaban cada vez menos impuestos, la tasa de inversión cayó, pasando de un promedio de 21,1% del PBI entre 2003 y 2015, al 19% entre 2015 y 2019

En cambio, consistentemente con la política tributaria, en particular, y con la política económica, en general -ambas regresivas-, creció la desigualdad. En esos 4 años, la brecha de ingresos entre el 10% más rico y el 10% más pobre escaló desde 16 a 21 veces. Entre los que ganaron, concentrando mayor proporción del ingreso, de acuerdo con datos de la CEPAL, el 1% más rico de la Argentina, captura más del 15% del ingreso nacional. El contraste con el 1,5% del ingreso del que participa el 10% más pobre, es obsceno.

La experiencia reciente coincide con la evidencia empírica que muestra que el aumento de la desigualdad está relacionado con una caída de la Inversión Bruta Interna Fija (IBIF) en relación con el PBI. La teoría económica demuestra que la inversión se encuentra fuertemente correlacionada con la demanda. En una economía de mercado, sin demanda, no hay incentivos para que el empresario produzca y, en ese caso, no invertirá para expandir su capacidad productiva. Es decir: sin consumo, no hay incentivos para invertir. 

La evidencia indica, asimismo, que el aumento de la tasa de crecimiento de la desigualdad está asociada a la reducción de la tasa de crecimiento del PBI: dada la mayor propensión a consumir de los trabajadores y los sectores más vulnerables, aumentar los salarios e ingresos de las personas más pobres asegura, primero, que la “torta” se distribuya mejor, pero además que se agrande en el tiempo. Estas conclusiones también fueron confirmadas por la experiencia argentina de los últimos 4 años, donde el avance de la desigualdad estuvo acompañado por la caída del PBI.

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Además –y esto es especialmente significativo para países como el nuestro- una matriz tributaria que redistribuye inversamente los ingresos, desde los asalariados y los sectores populares hacia aquellos que se ubican en la cima de la pirámide, favorece la concentración y acumulación de excedentes extraordinarios en manos de sectores con “alta propensión a la fuga” que los dolarizan y fugan la riqueza producida en el país, fuera del circuito productivo nacional. La riqueza que se fuga representa la antítesis de la inversión y el desarrollo productivo. Es notable que los activos de sociedades no financieras y hogares argentinos en el exterior, al 31 de diciembre de 2019, sumaban un stock de U$S 335.622 millones, U$S 103.000 millones más que al final de 2015 (INDEC). Vale la pena señalar, complementariamente, que los argentinos más ricos (tramo superior de ingresos del impuesto a los bienes personales) mantienen el 78% de su riqueza declarada fuera de la Argentina. Esto, sin considerar que, según estimamos, aproximadamente 2/3 de la riqueza exteriorizada, no se encuentra declarada en el país. 

En conclusión, frente a la excepcional circunstancia que significa la pandemia del coronavirus, la cual debería eximirnos de esta discusión, aplicar un impuesto a las grandes riquezas, está justificado por la posición privilegiada de aquellos que, en los últimos 4 años, mientras recibían un subsidio tributario del Estado, dejando de pagar impuestos directos y progresivos, se apropiaron de una porción extra del ingreso nacional, en contra de la mayoría que perdió participación. Pero además, toda mejora progresiva a la política tributaria, no sólo nos convierte en una sociedad más justa, acercándonos a los estándares de los países más desarrollados que recaudan, en proporción al PBI, 4 veces más que la Argentina por impuestos a la riqueza, sino que genera condiciones para el crecimiento económico, la inversión y, no menos importante, debilita uno de los mayores flagelos económicos de nuestro país: la fuga de capitales e, indirectamente, la inflación, estrechamente vinculada a las  tensiones cambiarias.