Cuando se decía que los jóvenes éramos apolíticos o idealistas, la tecnología irrumpió en la escena cambiando esa dicotomía.
Por un lado estamos construyéndonos, y al mismo tiempo nos adjudican “potencialidad”. Siempre tuvimos el sesgo disruptivo pero, ¿qué sucede cuando es la propia juventud la grieta que comienza a condenar los cambios? El fenómeno de las redes sociales dio lugar a nuevos grupos políticos cada vez más absolutistas.
Hay nuevos odios en la actualidad (que a su vez eran viejos, contra el feminismo, la ecología, los movimientos de izquierda, etc.) que piden cada vez más la eliminación de ciertos derechos conquistados: matrimonio igualitario, adopción homoparental, aborto legal, un ministerio de mujeres y diversidad, leyes de protección ambiental, cupo laboral, entre otros. Un odio nuevo que no responde a la “grieta” sino a lo “políticamente correcto”.
A su vez, como señala Pablo Stefanoni en su libro ¿La rebeldía se volvió de derecha? (abril 2021, editorial siglo veintiuno), “hay en general, cierta pretensión de superioridad moral del progresismo que le juega en contra en el momento de discutir con las derechas emergentes…”. Quizás uno de los problemas reside en que lo “políticamente correcto” se convierte en un imperativo. Y es una de las críticas que se hacen los activismos a sí mismos.
Sin embargo, hay quienes piensan que denostar los discursos que proponen una trasformación social –a los que llaman “progresistas”–, es una forma de ser inteligentes. Desafiarlos nos convertiría en personas racionales que no caen en “la trampa”. Ese pareciera ser el pilar más importante de las juventudes anti-estado.
Pero, ¿cómo saber si el odio hacia las “ideologías progresistas” no es también un dogma? Si siempre pensamos lo mismo, ¿no estamos siguiendo un discurso?
Como en el psicoanálisis, un síntoma es aquello que se repite constantemente, en la sociedad podemos ser políticamente sintomáticos. Y lo que vemos en las redes sociales (especialmente Twitter) es un odio sistemático (o sintomático) hacia los grupos activistas, principalmente del feminismo y la izquierda. Tuits como: “la educación pública es en general una agresión a la naturaleza del niño, y por lo tanto, una verdadera violación a los derechos humanos” o “El covid-19 es una distracción para introducir la ideología de género, el aborto y otras ideologías perversas” o hashtags como “la transfobia es sana”, ilustran el panorama virtual de la saña.
El sentido común se disputa entre la crítica y el odio. ¿Cuál es la responsabilidad que asumimos al odiar un movimiento? Para criticar hay que escuchar al otro, es un dialogo entre distintas opiniones. Para odiar solo basta construir a un “otro” y defenestrarlo. No hay escucha, hay atribución.
El fanatismo no tiene partido. Puede estar en cualquier parte, nos excede porque es individual. Sin embargo, es distinto cuando un grupo se sostiene del odio: ya no es gente fanatizada sino comunidades virtuales con su propia ideología en contra de personas.
El discurso del odio nació en 1810
¿Será una utopía pensar en un mundo donde la crítica este dada por la duda y no por la predeterminación?