No sé ustedes, pero yo estoy cansado. Afortunadamente, no estoy atravesando la enfermedad que nos azota hace más de un año y que tiene este padecer como uno de los síntomas más comunes. Mi agotamiento es producto de otro mal, que seguramente no se lleva tantas vidas como una pandemia, pero que nos consume, que nos corroe como sociedad y que genera una violencia que muchas veces termina mal. Los discursos de odio nos están llevando puestos.
Los haters son otra plaga, una que se propaga desde hace años, que nos obliga a repensar cómo nos queremos tratar y quiénes somos y seremos ante nosotros y los demás. Hoy tenemos el desafío colectivo de transitar por el respeto, camino directo hacia una verdadera libertad. Digo verdadera, porque también se ha ido deformando el significado de esa palabra en pos de la posibilidad de agredir al otro de cualquier manera.
Que quede claro, planteo reflexión, no censura. Pertenezco a un partido político que es sinónimo de democracia. Milito en el radicalismo desde los 14 años y desde entonces recorro cada espacio de debate y defiendo mis ideas con pasión, desde la presidencia de un centro de estudiantes o la dirección de distintos espacios culturales, pero estamos en un momento en que se confunde defender principios propios con atacar al máximo los ajenos. Para peor, la cosa no empieza ni termina ahí.
No es el intercambio de opiniones o la pertenencia a un espacio político el único terreno fértil en el que florecen los odiadores, personajes que tienen, además de la capacidad de herir con sus palabras, el particular “talento” de volvernos más permeables a desconfiar de todo y de nada a la vez, dependiendo de si lo que digan encaja con las ideas que tengamos sobre determinadas instituciones, personas o grupos sociales. Si no es por lo que crees, será por con quién te acuestas, por tu apariencia o por todo eso y más. Días atrás, la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, anunciaba que dejaba Twitter porque esta red social “sobrerrepresenta las polémicas y los discursos de odio, te acaba casi convenciendo de que la humanidad es mala, desconfiada, egoísta”. Podemos coincidir o no, pero lo que sucede en distintos sitios de internet no parece contradecirla.
En nuestro país, hay aproximadamente 34 millones de usuarios de redes sociales y, según el observatorio de la discriminación en internet del Inadi, las presentaciones por ataques a ideologías, géneros, orientaciones sexuales o xenofobia, entre otras, crecieron un 65% en 2020. Tomando datos de este relevamiento y lo que plantea Colau en su decisión, podemos ver que en Twitter Argentina (y en Facebook) la ideología está a la cabeza en cuanto a manifestaciones de odio. Por el lado de Instagram, el acoso, la xenofobia, el género y la religión ocupan el lugar preponderante de las publicaciones que realizan los haters, situaciones que en muchos casos pasan de ser palabras a hechos de violencia concretos. Lamentablemente, sobran ejemplos en estas latitudes y en el resto del mundo.
Las redes sociales las usamos casi todos y son un fiel reflejo de lo que se ve en la calle o lo que pasa en muchas familias o grupos de amigos. Lo que aparentemente no logramos trasladar a lo virtual son las experiencias positivas, porque la mayoría de nosotros siente afecto por alguien con quien no coincide. Todos nos rodeamos de personas que en nuestros entornos nos enriquecen con sus distintas miradas, orígenes u orientaciones. En 2003 comenzó mi trabajo en cultura. Desde mi lugar de gestor, he compartido (y comparto) proyectos con artistas que no necesariamente abrazan las mismas ideas que yo. Esa hermosa experiencia me confirma que la cultura es una herramienta vital para contrarrestar el poder de los odiadores. En nuestras diferencias, unámonos en ella, aprendamos del otro, respetémoslo. Es urgente que cortemos con la transmisión de ese virus que no nos permite salir del individualismo y la agresión, y del que, al menos, todos somos contactos estrechos.
*Director del Centro Cultural General San Martín.
Producción: Silvina Márquez.