OPINIóN
Día de las infancias

Infancias hiperexigidas

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Día del Niño | Agencia Shutterstock

La búsqueda de la perfección es una carrera perdida en el arranque. No existen madres ni padres perfectos, como tampoco los hijos lo son. Sin embargo, solemos creer que la confirmación del grado de bondad de nuestro ejercicio parental son los logros personales de nuestros chicos. Es claro que estos pueden servir para posicionarnos de cara a los demás y ser también la medida de la aprobación del propio examen de conciencia. Porque lo consideramos un indicador de que estamos haciendo las cosas bien, el éxito de los hijos y su reconocimiento social nos sitúan en el podio de los buenos padres. Pero, ¿qué pasa cuando ese triunfo público no llega, cuando nuestros hijos o hijas, por más que lo intentan, no destacan por encima de la media en ningún campo?

A mediados del siglo pasado, el pediatra británico Donald Winnicott alumbraba la idea de que no existe la infancia perfecta, ni los padres perfectos, y que una dosis moderada de acierto y sentido común en las funciones de crianza asegura el crecimiento saludable de los niños. Hoy, las figuras parentales se encuentran sometidas a tremendas presiones derivadas de contextos sociales complejos y ello se estaría trasladando a los hijos, que se han vuelto objeto de arduos requerimientos. La vara está muy alta. ¿Cuánto les exigimos y de qué manera lo hacemos? ¿Son razonables o exacerbadas nuestras pretensiones? ¿Qué presión reciben y perciben las infancias actuales?

Allá por 2008 el canadiense Carl Honoré, divulgador de la cultura slow, publicaba Bajo presión: una llamada a los padres a desacelerar, bajar el ritmo, aliviar tensiones y disminuir el nivel de ansiedad. En 2021, trece años después y pandemia mediante, Unicef realizó una encuesta titulada La infancia en transformación, en la que recogió evidencia global de las presiones aplicadas sobre las infancias y la elevada exigencia que las nuevas generaciones soportan.

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Las exigencias deberían compensarse con idénticos niveles de responsividad 

Expectativas inviables, rapidación, modos de vida frenéticos que se traducen en agendas apretadas, en actividades incesantes que pugnan por aprovechar las oportunidades vigentes sin dejar pasar ninguna. El imperativo se resume en esta sigla: FOMO, fear of missing out –miedo de perderse algo– frente a la diversidad de opciones traccionadas por las tecnologías digitales y la plataformización de la experiencia.

Llegados a este punto, vale cuestionarnos si esta presión se ejerce unidireccionalmente hacia las infancias y juventudes, o además se vuelca en forma de autoexigencia desmedida. Un exceso de positividad –según Byung-Chul Han– en sujetos insertos en una sociedad de rendimiento, en la que ser emprendedores se consolida como mandato. Perspectivas desorbitadas; realidades signadas por la incertidumbre respecto del futuro, el riesgo, la inseguridad y la volatilidad de horizontes, en las que se impone sacar lo máximo de cada uno de nosotros. Y ello depara, como correlato, una tensión abrumadora que derrama en los hijos, por lo que los trastornos de distinto tipo están a la orden del día. Aquí colisionan nuestros deseos legítimos como padres y madres, nuestro empeño porque sean mejores, que brillen y no se expongan al dolor o al fracaso, con lo que verdaderamente les estamos dando.

Porque para que la ecuación cierre, los altos niveles de exigencia deberían compensarse con idénticos niveles de responsividad, esto es: la capacidad de dar respuestas efectivas –afectivas y materiales– a las necesidades filiales en todos los planos. Y que éstas tengan sentido dentro de un plan de vida en el que no cabe la proyección de nuestros anhelos individuales, sino la conquista de su bien. Un bien que no es sinónimo de perfección, de éxito, de suceso, de notoriedad, sino que parece deambular por otros carriles.

*Familióloga, especialista en educación, directora de estudios del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad Austral.