Las infancias y adolescencias de nuestro país están sufriendo. La pobreza en menores de 14 años escaló en el segundo semestre del 2020 al 57,7%. Según un estudio de UNICEF, el 26,8% de las y los adolescentes declaró sentirse angustiado en julio de 2020, un 71% más que en abril de 2020.
Por otro lado, un informe oficial de marzo de 2021 sobre el funcionamiento de la Línea 102 (responsable de la protección de derechos de la niñez) nos informa que la mitad de los llamados fueron realizados por maltrato físico y negligencia.
Estos datos, sumados a la convivencia casi permanente en espacios reducidos, una situación económica desfavorable, contextos de abusos y violencias y, en muchos casos la pérdida del empleo en el grupo familiar, generaron una considerable presión sobre la salud emocional de las familias, y en particular, sobre la niñez y la adolescencia.
Después de un año sin presencialidad y frente a la evidencia de los efectos negativos en los alumnos, se suponía que habíamos llegado a un consenso respecto a la importancia de mantener las escuelas abiertas hasta que los datos dijeran lo contrario.
Pero este consenso se rompió esta semana, y los chicos se volvieron a quedar sin clases presenciales.
Es importante destacar que cuando hablamos de escuelas abiertas, no sólo hablamos de una estructura edilicia, sino también de todo lo que esto representa para la socialización y bienestar de los niños, niñas y adolescentes.
Inclusive poniendo en valor el extraordinario esfuerzo de tantos maestros, maestras y docentes, que tuvieron que reinventarse y poner toda su creatividad a disposición de acompañar a los más chicos, no hay ni una sola posibilidad de pensar que una pantalla pueda ser un reemplazo de lo que representa una escuela.
Es justamente la conciencia en que seguimos atravesando la pandemia, y el conocimiento y empatía con los contextos en los que se encuentran millones de niños, niñas y adolescentes en nuestro país, es que pedimos que las escuelas sean los últimos espacios en cerrarse.
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La cantidad creciente de jóvenes que se vieron desvinculados de la escolaridad o que se encuentran en condiciones de hacerlo tanto por cuestiones socioeconómicas como también psicológicas, junto con las grandes transformaciones en el mundo del trabajo para los próximos años, nos enfrentan al gran reto de garantizar el derecho a la educación de todos los niños, niñas y adolescentes de hoy.
Esta semana quedó en evidencia que no hay mucha tela para seguir cortando cuando el derecho al futuro de millones de argentinos y argentinas se ve afectado por decisiones improvisadas, no basadas en datos y sin planificación estratégica.
La experiencia del 2020 y vuelta a la presencialidad nos ha demostrado que, en un país atravesado por la brecha digital, mantener las escuelas cerradas no solo ha perjudicado la salud mental de las nuevas generaciones, sino que además ha aumentado y profundizado las desigualdades estructurales a las que se enfrenta nuestro país.
El acceso a la conectividad y la posibilidad de contar con un dispositivo no es algo que está garantizado ni en la mitad de los hogares argentinos. Sumado a esto, la alfabetización digital es tan necesaria como aspiracional para quienes no están familiarizados con las nuevas tecnologías que se requieren para poder hacer uso de la virtualidad.
Hoy, nada de esto cambió: la suspensión de clases implica que haya alumnos sin contacto con el sistema educativo y una posibilidad latente de que aumente el riesgo de abandono y repitencia.
Si seguimos insertos en un sistema en el que el aprender más dependa de tener acceso a una computadora, a una buena conexión y al conocimiento de herramientas digitales, estamos permitiendo que la mayor herramienta de transformación y progreso que tenemos, deje de cumplir su función.
Por lo tanto, ya que no hay nada más igualador que mantener las escuelas abiertas, todo nuestro esfuerzo tiene que estar en seguir haciendo de las aulas un lugar seguro para que todos los niños y todas las niñas puedan desarrollarse de forma integral.
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Además, si algo aprendimos tras el 2020 es que una situación tan delicada como la que nos tocó atravesar por la pandemia del Covid-19, nos obliga a tomar decisiones basadas en evidencia, no en prejuicios; a planificar la ejecución y evaluar el impacto de las políticas públicas, no actuar de forma inconsistente; a comunicar con transparencia, no transmitiendo una visión dicotómica a cuestiones tan trascendentales como lo es el bienestar de los argentinos y, sobre todo, a sostener la vocación de diálogo y el consenso, que no es una frase hecha, sino una decisión política diaria.
Por lo tanto, cabe preguntarse: ¿A dónde estarán nuestras infancias en estas semanas si no es dentro de las escuelas? ¿La alternativa es genuinamente mejor que el aprendizaje, la contención, la socialización, el espacio de ciudadanía y de compartir aquello que nos angustia con nuestros pares?
La pandemia afecta todas las áreas de nuestras vidas: la salud, la educación, el trabajo, nuestros vínculos, nuestras formas de proyectarnos dentro de una sociedad y también la forma de concebir a otras personas.
Necesitamos que las decisiones se tomen con evidencia científica, que se fundamenten, que exista el diálogo y también la vocación por el diálogo, que los equipos que hoy administran la pandemia puedan conversar genuinamente y que demuestren interés por la búsqueda de soluciones que trascienden esta coyuntura.
Parafraseando a François Dubet, la escuela tiene algo de santuario laico, ya que se erige como espacio elevado por encima de las cuestiones ásperas de la vida cotidiana.
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Entonces, la falta de claridad sobre algo tan básico como lo es un estándar sobre qué números se toman en cuenta para tener las escuelas abiertas o cerradas nos aleja todavía más de las grandes discusiones que deberíamos estar dando para repensar el desarrollo de nuestro país:
- ¿Cómo, en un mundo que cambia tan rápidamente, la escuela va a transformarse para acompañar a los estudiantes, para que sepan cómo navegar y usar las herramientas tecnológicas con mayor autonomía, libertad y seguridad?
- ¿Qué estamos haciendo para garantizar que las nuevas generaciones puedan adaptarse a un sistema que incita al aprendizaje a lo largo de toda la vida?
- ¿Cómo vamos a alentar a los niños y jóvenes para que se sientan cómodos y seguros entre tanta información?
- ¿Cuándo vamos a entender que detrás de una decisión como la que se tomó de forma improvisada, hay familias que tienen que reordenar sus dinámicas y armar un esquema de cuidados que les permita sostener sus trabajos y la crianza?
Ante un discurso que parece más enfocado en buscar culpables que soluciones, todavía somos muchos los que creemos en seguir trabajando desde el diálogo, desde la precisión, desde la coherencia y sobre todo, desde la unión, por el sueño de un país donde la educación nos suba al tren en el camino al desarrollo.
*Diputada nacional de Juntos por el Cambio.