No existen las alternativas mágicas. No queda más que asumir que de la noche a la mañana no vamos a restablecer la normalidad prepandémica y que tenemos que aprender a convivir con un nuevo estado de cosas. Entrenar nuestro potencial de ajuste a condiciones adversas se presenta como un ejercicio obligado. Más aún, frente a escenarios cambiantes, en los que improvisamos soluciones a problemas inéditos, educar a nuestros hijos en la flexibilidad parece ser, más que una opción razonable, una necesidad vital.
El Diccionario de la lengua española indica que flexible se predica de algo o alguien que tiene disposición para doblarse fácilmente, que se adapta a la opinión, voluntad o actitud de otros, que no está sujeto a normas, dogmas o trabas y que es susceptible de variaciones según las circunstancias. Lo cierto es que la flexibilidad se adquiere y se practica. No es ir adonde va el viento, sino tener la aptitud de conectar con cada persona, en su diversidad, sin perder nuestra identidad.
Zelig es el personaje protagónico de una película de Woody Allen de los ochenta. Su característica es la absoluta dependencia del medio, por lo que asume distintos roles para asimilarse a quienes lo rodean, llegando incluso a alterar su apariencia física en el proceso. Hoy en día sabemos que la influencia del ambiente es concluyente, tanto que interviene facilitando o impidiendo la expresión de ciertos genes. En contraste con ser Zelig, devenir flexibles es tener la humildad de seguir aprendiendo a lo largo de la vida para actuar en múltiples contextos, fieles a nuestro estilo -cuando cabe serlo- y aceptando modificar los aspectos perfectibles que todos tenemos. Es una facultad por desarrollar en épocas de transformaciones, como las actuales. Es ser permeables sin mimetizarnos.
La adaptabilidad es afín a la flexibilidad, pero esta última tiene un plus: lo flexible tiende a recuperar su forma original, se arquea sin llegar a romperse, de manera que conserva siempre su esencia. Hay algo de sí que permanece inalterable frente a la evolución. En todos los casos, la flexibilidad es una cualidad que opera de puente entre la persona y su entorno, una de las denominadas habilidades blandas, aspiracionales para desenvolvernos en los diferentes ámbitos sociales.
Apelando a un esquema clásico, podemos también incluirla dentro de las virtudes humanas. Las virtudes se enseñan y se vivencian, y en este sentido corresponden a la esfera de la agencia personal. Porque su desarrollo implica a la persona y solo puede lograrse esfuerzo mediante. Para Aristóteles, tanto el exceso como el defecto pertenecen al vicio, mientras que el término medio atañe a la virtud. Es así como la flexibilidad va en busca de este delicado equilibrio que permite que nuestras actuaciones sean provisionales en cuestiones opinables y firmes al cruzar los principios centrales a los que adherimos.
Por eso la educación de la flexibilidad en el espacio familiar debe partir del autoexamen que padres y madres realicemos de nuestras propias prácticas, indagando cómo se vive esta capacidad en la familia, para después hacer foco en los hijos. Porque, como afirma el filósofo, “es posible errar de muchas maneras, pero acertar solo de una”; de ahí que tengamos que afinar nuestro objetivo y disponer los medios para alcanzarlo. Sabiendo que nuestro ser y nuestro hacer tienen el mayor impacto pedagógico frente a la inestabilidad reinante.
La clave puede estar en ser auténticamente flexibles. En ser flexibles sin ser Zelig. En gestionar el cambio sin dejar de ser nosotros mismos.
*Familióloga, especialista en Educación, directora de la Licenciatura en Orientación Familiar de la Universidad Austral.