OPINIóN
Día Internacional de las personas de edad

La experiencia humana como valor absoluto

La pandemia se ensaña con el grupo de riesgo, pero en estos momentos es donde la familia tiene un fundamental.

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Niños con abuelos | Shutterstock

La pandemia dejó expuesto nuestro estado de vulnerabilidad extrema como humanidad. Y también exacerbó algunas miserias humanas. Sabemos que el virus se ensaña con los mayores, tanto que parece hecho a medida de sociedades en las que prima la lógica del rendimiento. Apelando a la denominación acuñada por el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, las sociedades del rendimiento continúan hoy pensando en términos de productividad, aun ante la tragedia instalada.

La evidencia indica que el Covid-19 arremete contra quienes tienen una edad cronológica avanzada, que conforman un grupo de riesgo. No hablamos de vejez porque deberíamos antes indagar cuáles son los indicadores que la definen. Aquí nos topamos con dos categorías que tienen mala prensa: vejez y sufrimiento. Fatalmente unidas en el imaginario popular y cruzadas en esta contingencia, sufrir y envejecer componen disvalores culturales, pues connotan estados que es mejor ocultar y que con ingenuidad creemos erradicar con su sola negación. Un intento vano, ya que en algún momento de la existencia el dolor adviene, así como, progresivamente y sin vuelta atrás, los cuerpos envejecen.

Sabemos que el virus se ensaña con los mayores

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Frente a una población mundial con un promedio etario cada vez alto, nos preguntamos si los cánones descriptivos del concepto de vejez persisten idénticos. ¿Se trata de un estado físico, mental, holístico quizás? ¿Acaso no existen jóvenes acabados y viejos en la plenitud de sus ánimos y saberes? Desde esa perspectiva, el problema con las personas de edad puede resumirse en que dejaron de ser útiles. Por consiguiente, pasaron a integrar ese colectivo heterogéneo del que participan todos aquellos que no pueden valerse por sí solos, los que no logran expresarse y hacer respetar sus derechos: las niñas y los niños, las personas con discapacidad, las oprimidas por diversas causas, las que aún no han nacido, las víctimas de violencia en sus diferentes formas.

Aunque las neurociencias afirmen que nuestro cerebro huye del dolor y busca el placer, todos, en algún momento de nuestras trayectorias vitales entramos en este segmento crítico, aunque sea de manera transitoria. Surge clara y distinta, entonces, la enorme labor social que asumen las familias, espacios inclusivos por excelencia llamados a recibir, abrazar y cuidar, pero también a romper estereotipos desde su función formativa.

Las neurociencias afirmen que nuestro cerebro huye del dolor y busca el placer

A la luz de los hechos, cabe reafirmar la experiencia humana como continuum y valor absoluto, hoy y siempre, en la seguridad de que toda vida importa. De lo anterior se desprende la necesidad de que en el escenario actual nos adentremos en nuestra condición de homo patiens, de ser humano que padece. Puesto que jamás encontraremos buenas razones para afrontar el dolor y sí para buscar la evasión o la banalización. Estas opciones tienen un final cantado porque nos esperará agazapado a la vuelta de la esquina. De ahí que las únicas salidas sean el afrontamiento y la búsqueda de sentido. Solo si nos atrevemos a protagonizar el sufrimiento, a padecerlo en primera persona, reconociéndonos vulnerables y asumiendo las narrativas del para qué, podremos hallar en él una oportunidad de crecimiento.