La hipocresía está siempre presente en nuestra vida, y en todos los niveles. Gente que va a la iglesia para mostrarse creyente pero que después no pone en práctica los principios cristianos; otros que se dicen vegetarianos pero tienen sus “deslices”. La hipocresía consiste en fingir ideas, cualidades; mostrarnos como queremos que los demás nos vean, pero no como somos en realidad. Y todos somos conscientes de la hipocresía, pero elegimos no verla.
No es extraño que la política se maneje según estos mismos parámetros. La campaña presidencial argentina está dominada por dos proyectos que apenas enamoran, cada uno, a un tercio de la sociedad. Se prevé que el tercio restante terminará eligiendo no basándose en la atracción sino en el rechazo. Esta elección se decidirá por el miedo a que vuelva el kirchnerismo, bajo la fórmula Fernández-Fernández, y que Argentina se transforme en Venezuela; o el miedo a que siga Macri, se intensifique la recesión, y Argentina vuelva a ser la de 2001.
Los equipos de campaña saben muy bien que estos sentimientos son redituables. Es más fácil generar pánico al proyecto ajeno que vender el proyecto propio. Durante una campaña, es otra manera de hacer que la agenda la decida la política, en lugar de decidirla la gente. Nos llevan a discutir en términos instalados desde la política, a ver si nos gusta más “el gato”, o la Cámpora, o “la santa de la provincia”, o “el pelado”, o el “marxista” Kiciloff”. En cambio, se habla muy poco de los problemas concretos de la gente y se hacen muy pocas propuestas para solucionarlos.
Reforma laboral y sindicatos colaborativos
Los proyectos políticos de uno y otro lado se manejan en el plano de lo abstracto y del voluntarismo. Alberto Fernández dice algo así como “votame que yo sé cómo arreglar este desastre”. Y Macri: “no dejes de acompañarme justo ahora que empezamos a despegar, no dejemos el proyecto a medias”. Las ideologías pueden variar, pero de un lado y del otro el pedido es muy similar: un cheque en blanco por los próximos cuatro años.
No se nos dice cómo piensan superar los problemas concretos que sentimos en el día a día: desempleo, inseguridad, inflación, corrupción. Pero cada uno está nos asegura que él -y solamente él- sabe cómo solucionarlos. El mensaje es “vos no te preocupes por nada, votame y yo me hago cargo”. Mientras tanto, en la otra vereda dicen exactamente lo mismo. Los extremos se parecen demasiado.
En el fondo, no es más que la hipocresía de la clase política, que presenta las diferencias como una cuestión de principios (y de vida o muerte) cuando en realidad se trata de conveniencias del momento.
Candidatos de diseño, candidatos reciclados, candidatos de plataforma que dicen lo que dicen porque les tocó estar de un lado de la contienda. Y si estuvieran del otro lado (o sea, si los otros los hubieran convencido de irse con ellos) dirían exactamente lo contrario.
También hay una hipocresía en la carga que se pone sobre la sociedad. Nadie se para a pensar cómo puede ser que, además de todos los problemas que ya tenemos, tengamos que aprender a vivir con uno más, o sea el miedo por los resultados de la campaña. O, como dijo Serrat, nos motiva el “miedo a perder incluso lo que no tenemos”. Llega el punto en el que la única decisión posible es entre no ir a votar, votar en blanco o votar al menos malo.
Campañas: ficciones sentimentales 3.0
La ciudadanía termina enredada en el mismo juego hipócrita. Hace de cuenta que vota por cuestiones de ideales y principios, cuando en realidad priman coyunturas momentáneas. Falta voluntad de cambiar las reglas del juego, de fijar la agenda desde abajo. Seguimos votando por miedo, a lo menos peor, y nos resignamos a ser más electores pasivos que ciudadanos. Hacemos de cuenta que vamos a cambiar algo con nuestro voto, mientras los problemas reales siguen siempre en segundo plano. “Yo tengo más respeto para un hombre que me permite conocer cuál es su posición, incluso si está equivocado, que el otro que viene como un ángel pero que resulta ser un demonio ¨ (Malcolm X).
Eduardo Reina
@ossoreina