OPINIóN
Tensión en EEUU

Después del asalto al Capitolio

Con independencia de la reconvocatoria posterior al Senado –y la ratificación de la victoria de Biden– ha quedado instalada una fractura vertebral en el corazón del Estado y del régimen político estadounidense.

Capitolio de los Estados Unidos 20210106
Capitolio de los Estados Unidos | Bloomberg

Aún con el saldo final de cuatro muertos y quince heridos, ninguno de los corresponsales acreditados en Washington dejó de señalar la relativa facilidad –sino impunidad– con la cual los grupos supremacistas y afines a Trump irrumpieron en el Capitolio, con la pretensión de frustrar la sesión del Senado que debía certificar la victoria de Joe Biden. El desfile de los fascistas por las gradas del Senado fue sugestivo, además, por tratarse de un golpe de mano largamente anunciado. Desde su derrota en las elecciones presidenciales, Trump se las arregló para diseñar una transición con visos francamente golpistas. El desconocimiento de los comicios, bajo una denuncia no fundada de fraude, fue sólo el comienzo: Trump defenestró a los jefes militares que se negaron a reprimir la rebelión popular contra los crímenes racistas; ha colocado, además, a su camarilla más cercana en puestos estratégicos de la planta del Estado, y elevó a la condición de cuarto brazo de las fuerzas armadas al Comando de Operaciones Especiales, la "fuerza de tareas" ejecutora de las mayores intrigas y crímenes a escala global, siempre cargados a la cuenta de Washington.

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En las vísperas del golpe al Capitolio, Trump aún apostaba a una victoria electoral en la segunda vuelta de Georgia, lo que hubiera permitido a los republicanos una mayoría en el Senado. Los resultados, sin embargo, le dieron la victoria a Jon Ossof, el candidato de Biden, por un ajustado 50,2% de los votos. Trump, en ese cuadro, reforzó la escalada, declarando que “jamás reconocería” los resultados presidenciales; exhortó a su vice Pence a desconocerlos y llamó al Senado a “discutir” los resultados, en una sesión donde sólo cabía la formalidad de "certificarlos". Aunque la mayoría de los republicanos desconoció el llamado de Trump, una  fracción no despreciable de senadores arrancó la sesión con cuestionamientos a los comicios. La tensión en el Senado, por lo tanto, ya estaba instalada con anterioridad a la irrupción de los supremacistas. El propio Trump llamó a sus partidarios a movilizarse. En síntesis: los grupos fascistoides no actuaron como una “banda descontrolada”, sino como una fracción del Estado.

Cuando Trump llamó a sus partidarios a sosegarse, subrayó sin quererlo al carácter paraestatal de la asonada. En efecto: el instigador contaba también con la autoridad suficiente como para organizar la retirada. Las reacciones populares contra el putsch fascista en las principales ciudades parecieron espontáneas, pues los líderes demócratas sólo atinaron a asegurar su propio resguardo. 

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Con independencia de la reconvocatoria posterior al Senado –y la ratificación de la victoria de Biden–  ha quedado instalada una fractura vertebral en el corazón del Estado y del régimen político estadounidense. En el Capitolio, se han vivido los primeros episodios de una guerra civil. 

El telón de fondo de esta crisis es el fracaso de la experiencia de Trump en llevar adelante la consigna que ayer levantaban los asaltantes al Capitolio –hacer a los Estados Unidos “Great Again”– grandes otra vez. La administración Trump no remontó la cuesta de la declinación económica y social de la primera potencia capitalista del planeta, y la crisis pandémica puso de manifiesto ese empantanamiento  de un modo inusitado. El régimen político que se empeñó en asegurarle libertad de movimientos al capital, a costa de la vida de las personas, culmina con nuevos récords de muertos y contagiados, de un lado, y un retroceso económico inédito, del otro.  La pérdida de posiciones relativas, principalmente con China, en la puja por el mercado mundial, augura un escenario de guerras comerciales todavía más encarnizadas, de choques políticos y guerras lisas y llanas.

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El asalto al Capitolio, por lo tanto, es una muestra de la fractura de todos los equilibrios políticos preexistentes en el corazón del capitalismo mundial. La emergencia de tendencias fascistas es una expresión de ello, pero no la única. El columnista Thomas Friedman, en el New York Times de ayer, agita la perspectiva de una escisión en el partido republicano, con el propósito de aislar a la fracción trumpista. Un fin del bipartidismo histórico, sin embargo, sería sólo la manifestación `institucional` de un fenómeno más profundo –el de una polarización política. No hay que olvidar que, más allá de la asonada fascista, Estados Unidos fue sacudido por movilizaciones imponentes y mucho más numerosas en el curso del pasado año, donde el repudio a la violencia racial ha sido sólo el emergente de la conmoción social generada por el desempleo en masa y el colapso sanitario. La victoria de Biden ha sido sólo una expresión distorsionada –por su impronta conservadora– de esta tendencia. El propio Friedman considera que los republicanos “moderados”, al aceptar los resultados electorales, han contenido una retomada de la rebelión popular, que hubiera emergido como respuesta al asalto al Capitolio.

Una crisis de régimen, nada menos que en Estados Unidos, nunca es un fenómeno “local”.  Es una manifestación concentrada del impasse histórico de la organización social que hizo del país del Norte su emblema, nos referimos al capitalismo.

 

* Economista. Docente Universitario UBA y UNQ. Partido Obrero (Tendencia).