Suelen escucharse, en círculos académicos y periodísticos locales, dos visiones alternativas sobre el devenir de las relaciones con Estados Unidos. La primera de ellas vaticina que ese vínculo mejorará inexorablemente, fruto de la llegada de Biden a la Casa Blanca. Según esta lógica, como Trump es amigo personal de Macri, nunca hubiera alcanzado una buena sintonía con el gobierno peronista que lo venció electoralmente. Una perspectiva opuesta vaticina, para la relación bilateral, tormentosos momentos, signados por presiones de Washington. Estas presiones estarían orientadas a cercenar nuestro margen de autonomía política y neutralizar algunos efectos derivados de esa condición.
En mi visión personal, ni lo uno ni lo otro. La realidad tal vez sea mucho más simple e, inevitablemente, lesiva para nuestro ego: la relevancia relativa de Argentina dentro de la agenda hemisférica estadounidense ha disminuido de manera lenta pero sostenida a lo largo de las últimas décadas. En parte, debido a la irrupción de temas más acuciantes, vinculados con otras naciones del continente. Pero hay una importante cuota de responsabilidad propia: las sucesivas políticas exteriores, respecto de Estados Unidos, instrumentadas desde el Palacio San Martín carecieron de continuidad, dando lugar a marchas y contramarchas que nos tornaron imprevisibles a los ojos de la contraparte. Y la imprevisibilidad es uno de los peores atributos posibles en el campo de las relaciones internacionales, pues el único efecto que genera es desconfianza.
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Creo conveniente insistir en el enunciado anterior. Analizada la cuestión en perspectiva amplia, algunas conductas argentinas en política exterior han estado signadas por la inestabilidad e, incluso, por la volatilidad. La que refiere a Estados Unidos ha sido una de ellas. En este contexto, las sobreactuaciones y excesos retóricos, en uno u otro sentido, han estado a la orden del día, agregándole una “estética” particular al asunto, por lo general para consumo vernáculo.
Es en este contexto que debe pensarse el vínculo Buenos Aires-Washington. Desde mi perspectiva, a grandes rasgos pueden esbozarse tres planos para su probable evolución. El primero, donde pueden desarrollarse múltiples interacciones positivas. Los ámbitos cultural, comercial, ambiental (prioritario en la agenda demócrata) e incluso sanitario (vital, en tiempos de COVID) son claros ejemplos. Un segundo plano refiere a disensos sobre cuestiones específicas, que no afecten mayormente la calidad del vínculo bilateral. Tal vez en este sentido pueda leerse la nueva postura argentina respecto a Venezuela: el cese de las críticas al régimen de Nicolás Maduro en materia de derechos humanos, así como la salida del Grupo de Lima, no “suma” puntos ante la Casa Blanca, pero probablemente tampoco constituya una cuestión crítica.
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En el tercer tablero, sí hay ciertas cuestiones que indirectamente pueden erosionar la calidad de nuestra relación con Estados Unidos, si afectan de alguna manera su juego global. En este plano, resulta imprescindible tener presente su nítida rivalidad con China, potencia que percibe como su principal amenaza, a corto plazo, por causas cuyo análisis excede el objetivo del presente artículo. En este esquema trilateral, ciertos acuerdos de nuestro país con China, fuera de la esfera comercial, podrían generar efectos colaterales negativos en la tercera parte. La adopción de su tecnología 5G, o la concesión de nuevas facilidades científicas en el territorio nacional, podrían ser claros ejemplos.
En definitiva, de cara a Estados Unidos, Argentina puede -y debe- desarrollar una política exterior soberana y basada en estrictos cálculos de interés nacional. Pero la condición de eficiencia de esa política se vincula a un objetivo diagnóstico previo tanto de la naturaleza de su vínculo con la potencia dominante, como de las pujas de poder y rivalidades geopolíticas en curso.
* Mariano Bartolomé, profesor de la Maestría en Relaciones Internacionales de la Universidad de Belgrano.