Otra vez las antinomias. Se superpusieron las declaraciones del Presidente y del Papa Francisco sobre la meritocracia y estallaron las redes. Recuerdo una reunión en la que alguien contaba a un médico que “Tenía problemas de cálculos”, y un ingeniero que llegó tarde a la conversación se ofreció: “Yo te ayudo”, le dijo, ante la risa de todos los presentes. Hablaba de cálculos renales. No se referían a lo mismo. Eso sucede cuando se habla de meritocracia en distintos contextos. Cuando Francisco habla, no prepara su guion con políticos locales.
Meritocracia indica, en sentido estricto, un sistema de gobierno basado en el mérito.
Usado de modo análogo, para algunos, meritocracia significa premiar el esfuerzo, los logros, fruto del compromiso personal. En boca del Papa Francisco tiene un matiz distinto y negativo, porque se refiere al riesgo de pensar que el valor de un trabajador, de un estudiante, se pueda juzgar sólo por el resultado objetivo de su actividad. Uno vale solo lo que rinde. Esa meritocracia que se critica piensa una sociedad regida por el darwinismo social, la supervivencia del más fuerte, sin prestar atención a las desigualdades estructurales existentes. Francisco no postula igualar hacia abajo, sino buscar el equilibrio entre premiar el esfuerzo, el compromiso, mientras se pone a los menos favorecidos en condiciones de poder “competir”. Ni la competencia ni el mérito son el problema, sino el difícil equilibrio de conjugar de modo armónico el rendimiento de los dotados y corregir las desigualdades estructurales.
Un niño sin una adecuada alimentación no rendirá en la escuela como el hijo de una familia bien alimentada. Muchas veces, un egresado de una escuela pública -mal que nos pese- no tiene la misma formación que el de una escuela de élite. Se trata de pensar una sociedad donde el esfuerzo sea recompensado, y que se ponga a todos, dentro de lo posible, en igualdad de oportunidades. La opción no es binaria: es más compleja.
Cuando el Papa Francisco critica la meritocracia se refiere a un modelo sin solidaridad. El mundo hoy ha expulsado del mundo del trabajo y la educación a un enorme número de personas, que ni siquiera pueden contribuir. Entre los numerosos consensos que pide el país está el de la asignación de recursos atendiendo al mérito y también a la igualdad de oportunidades. De ninguna manera se trata de promover la mediocridad ni la vagancia. “El que no quiere trabajar que no coma”, dice Pablo de Tarso. Pero hay que ayudar al que quiere trabajar o estudiar y no puede.
Francisco habla a un mundo donde, de hecho, muchos no pueden acceder a la alimentación, educación, tecnología y cultura. Hablar de méritos en un mundo en equilibrio es fantástico. Hablar de meritocracia en un mundo cruzado por desigualdades estructurales es condenar a los menos favorecidos por el sistema. Como recoge el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, “un bienestar económico auténtico se alcanza por medio de adecuadas políticas sociales de redistribución de la renta que, teniendo en cuenta las condiciones generales, consideren oportunamente los méritos y las necesidades de todos los ciudadanos” (n. 303). ¿Se puede disentir en esto, tomado en todo su alcance?
*Teólogo. Capellán del IAE Business School y Profesor de la Universidad Austral.