Cuando en las últimas horas del miércoles y en la madrugada de ayer en España, asistimos a los hechos ocurridos en el Capitolio, todos recordamos los sucesos del 23 de febrero de 1983, cuando la Guardia Civil intentó tomar las Cortes, dando comienzo a un golpe de Estado afortunadamente fallido.
Aquella vez, solo el presidente Adolfo Suarez, el vicepresidente, general Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo, diputado y secretario general del Partido Comunista Español, se mantuvieron imperturbables en sus escaños ante la pistola amenazante del coronel golpista Antonio Tejero. El resto de diputados estaba acuclillado, en el suelo, a salvo de los disparos [1].
No es un recuerdo feliz. Sí su resolución.
Al ver a los congresistas estadounidenses esconderse de las posibles agresiones de los invasores tras sus asientos, el espejo se hizo por un momento claro, aunque la situación es muy distinta, la sensación de fragilidad democrática no deja de inquietar.
Muchos años después del 23-F, en 2012, distintos colectivos de izquierda organizaron en Madrid una concentración alrededor de las Cortes denominada «Rodea el Congreso» [2]. Era un eco de las asambleas del 15-M y su motivo fue la queja ante una reforma exprés de la Constitución, sin referéndum mediante, pactada entre los socialistas y los populares para instaurar constitucionalmente el «déficit cero», es decir ni el Gobierno ni las autonomías podían disparar el gasto [3]. Con este cepo, símbolo de la austeridad europea impuesta en la crisis económica anterior, comenzaban los recortes sociales. «Rodea el Congreso» fue la respuesta social. Hubo ecos de esta movilización con marchas similares en Alemania y Francia.
Cuatro años después, se volvió a convocar, coincidiendo con la investidura del segundo mandato del popular Mariano Rajoy, ejecutor de esas políticas restrictivas. En 2012 no existía Podemos; ahora forma parte del Gobierno de confluencia. En 2014 ya se había constituido, pero no apoyó esta acción. Ahora, tanto el Partido Popular como el ultraderechista Vox han hecho campaña comparando el asalto al Capitolio con estas acciones locales, acusando de golpistas a los dirigentes de Podemos. La actitud es perversa y se enmarca en la estrategia de comunicación fraudulenta con la que organiza su agenda Donald Trump
Lo que ocurrió en el Capitolio no nos es ajeno a los europeos como tampoco puede resultar lejano a los latinoamericanos ni a nadie. El germen del problema no es inherente a todos. El último hecho traumático contra la esencia de la Unión Europea, el Brexit, por ejemplo, es un síntoma con un origen similar a la emergencia de la era Trump. Solo hay que pensar, por ejemplo, en un establishment que se expresa a través de un capitalismo salvaje que produjo una desigualdad galopante, rompió el ascensor social, congeló los ingresos de las clases medias y a buena parte de las mismas las sumergió en la pobreza. Mención aparte merecen lo millennials, a quienes Paul Krugman llama recesennials, ya que con la covid sufren una segunda recesión.
Este es el caldo de cultivo que lleva a Trump al poder y que llamarlo simplemente populismo es una reducción simple. Es mucho más que eso. Es una gobernanza económica que abandonó el marco político para resolver las contradicciones.
No es mal ejercicio mirarnos en ese espejo. Pero no como lo hizo Alicia para entrar en él. Tampoco como quien se planta ante un retrato como el de Dorian Gray: no es la democracia estadounidense la que se vuelve decrépita mientras nosotros gozamos de una salud aceptable. El cuerpo social es el mismo.