OPINIóN
Ciudad de Buenos Aires

La Cultura en la Villa 21

La política cultural del Estado argentino no es la misma si se piensa y planifica desde el barrio más rico de Buenos Aires o desde una de las zonas de mayor exclusión.

Vila 21
Desde septiembre de 2013, la sede de la Secretaría de Cultura fue trasladada desde Recoleta a la villa 21/24, en Barracas, donde funcionó hasta mayo de 2014. | Cedoc.

Se han publicado en estos días notas de diverso tono sobre el vaciamiento de áreas de la Secretaría de Cultura  y el deterioro generalizado de las políticas del área.

No voy a ahondar en detalles de lo que es en definitiva un síntoma más de la catastrófica gestión del estado por parte del macrismo y su modelo. Debo confesar, que jamás esperé una política cultural eficaz por parte de un proyecto cuya matriz es neoliberal, elitista y anti popular. Los países son tan grandes como su proyecto cultural y podríamos decir, viceversa, un proyecto cultural es tan exitoso como el proyecto de país.

Cuando asumió Néstor Kirchner, en mayo del 2003, el cine argentino daba evidencias de que una política de Estado activa podía dar rápidos resultados. En Europa se hablaba sobre la Argentina en los medios de prensa de dos temas, el hambre y el cine. Está demás decir que de manera contrapuesta el cine argentino deslumbraba y recibía aplausos y premiaciones. En un discurso en el Festival de Cine de Mar del Plata, Néstor Kirchner afirmó en 2003 que “si la industria sin chimeneas que es el cine pudo crecer, la Argentina puede también hacerlo…”. Estuve en la gestión cultural de esos años en las tres grandes responsabilidades del área cultural, presidiendo el INCAA, luego como diputado, en la Comisión de Cultura de la Cámara y al final como Secretario de Cultura de la Presidencia, desde el 2009 hasta el otoño de 2014. No reclamo mérito alguno. Los logros entonces de la política cultural se dieron porque se imponía con aciertos y errores un modelo de país productivo, inclusivo e igualitario. Filmaron entonces nuevxs directorxs. Cuando asumimos en el INCAA había tres mujeres realizadoras. En el 2005, cuando dejé las funciones, eran más de treinta. Filmaron todxs, cualquiera fuera su posición política. Destacan por su prolífica y talentosa producción los entonces opositores Pino Solanas y Juan José Campanella. A nadie se le preguntó por sus convicciones oficialistas. No puedo evitar sonreír al recordar que Alfredo Casero, que no carecía de trabajo en esos años, recreó en la película Juan y Eva el personaje del embajador norteamericano Spruille Braden.

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Las cientos de películas que se filmaron desde entonces lo hicieron por la vigencia de una ley de cine recuperada cuando aún la Argentina pugnaba por dejar atrás la crisis del 2001.

Pero mi mayor orgullo de ese período para nada lejano, fue lograr el trasladado de la sede de la Secretaría de Cultura a la villa 21/24 en Barracas. Fue en septiembre de 2013, la inauguró Cristina (Fernández de Kirchner) y duró como tal hasta el final de mi gestión en mayo de 2014.

La sede volvió lamentablemente demasiado pronto a su viejo reducto en la Avenida Alvear, la calle de los viejos palacios de las elites de terratenientes, que a principios del siglo pasado copiaban en Buenos Aires el modelo arquitectónico de la vieja y aristocrática Europa.

Un periodista opositor, comentó frente a la mudanza de Recoleta a la Villa, que la decisión era un gesto meramente simbólico. 

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Salvo por lo de “mero”, no se equivocaba. En coincidencia con los fines planteados por Alberto Fernández, con su propuesta de las capitales alternativas en todas las provincias, la gestión de la política cultural del Estado argentino no es la misma si se piensa y planifica desde el barrio más rico de Buenos Aires o desde una de las zonas de mayor exclusión y carencias materiales. Un centro cultural en una villa es un acto de justicia de alcance local. Por el contrario, instalar allí la oficina de un Secretario de Estado constituyó un gesto político de alcance nacional y de trascendencia universal. Cancilleres, embajadores y referentes intelectuales de países vecinos y europeos visitaron deslumbrados el lugar, donde  se gestionaba la política cultural del Estado argentino, quebrando de raíz el paradigma de la cultura como privilegio o atributo de una minoría. El anclaje territorial del área en uno de los barrios más humildes de la Capital, obligaba a pensar cada minuto en los desafíos de poner a la cultura en su rol más trascendente: la inclusión y la igualdad. Aquellas metas de justicia social que se logran con el empleo, la salud, la educación, la vivienda y la infraestructura barrial sólo se completan cuando el ciudadano se siente parte del proyecto simbólico de país. Los hijos y nietos de inmigrantes latinoamericanos aprendían con esas políticas que su origen era valorado y reconocido como un capital simbólico común, en lo artístico y en especial mediante la recuperación de la historia que nos hermana.

Los primeros porteños llegaron con Juan de Garay desde Asunción. Y la definitiva fundación de Buenos Aires fue posible porque esos criollos y mestizos eran “hijos de la tierra”, venidos del actual Paraguay. El mayor sacrificio en pos de nuestra Independencia se hizo en el Alto Perú, actual Bolivia. De ellos descienden una mayoría de pobladores de los barrios más marginados. Su derecho a nuestro suelo y a la justicia no debería siquiera discutirse. La diversidad de origen no debe excluir el horizonte común. Solo de ese modo se cerrará la grieta.

No tiene nada de malo el barrio de Recoleta ni vivir allí. Sus palacetes le costaron mucho trabajo y plusvalía a las generaciones precedentes. La mayoría son hoy patrimonio del Estado, como el palacio Errázuriz, actual Museo de Arte Decorativo o la misma sede de la Secretaría de Cultura. El majestuoso edificio de la Nunciatura a una cuadra, o algunas embajadas como la de Francia o Brasil, honran y embellecen a la ciudad de Buenos Aires. Los gobiernos populares suelen cuidar ese patrimonio. La primera obra pública de Néstor Kirchner consistió en trabajos de puesta en valor de la Basílica de Luján. Y ni que hablar de la recuperación del viejo Correo, hoy CCK.

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Paradójicamente gobiernos de minorías resentidas y anti populares dinamitaron la quinta de Rosas, o el palacio Unzué, residencia de Perón y última morada de Evita. ¿Era necesario demolerlos? En estos días se habla de pasar a manos privadas la vieja y bella casona de Lucio V. Mansilla en el barrio de Belgrano. Hay en esos vandalismos reaccionarios un ominoso gesto simbólico, tan cargado de odio como inútil. La memoria colectiva no se puede demoler ni privatizar. ¿Podemos imaginar a los jacobinos franceses destruyendo Versailles o el Louvre? A lo sumo la Bastilla cayó por el  furor de la sangre derramada bajo sus muros.

El relato tradicional de la quema de las iglesias porteñas en 1955 suele omitir que ocurrió el día en que aviones de la Marina y la Fuerza aérea identificados con la señal de Cristo Vence, bombardearon la Plaza de Mayo matando a cuatrocientos civiles e hiriendo a más de mil. Cómo dijera el cura Hernán Benítez, cada vida humana es un templo más sagrado que cien iglesias. Repudiamos con unanimidad el fanatismo y el terrorismo religioso y lo omitimos en nuestra propia Historia.

No obstante, jamás ni Perón ni el peronismo reivindicaron los estragos de los templos más antiguos de Buenos Aires. Todos ellos restaurados, algo que no ocurrió con las vidas segadas ni con las mutilaciones del bombardeo.

La vieja grieta debe cerrarse sin omitir la memoria ni apelar a la mentira. Uno de sus disparadores es el racismo larvado en amplios sectores de nuestra sociedad, practicado en numerosos casos por los descendientes de aquellos “tanos, gallegos, turcos o rusos”, llegados en los barcos y perseguidos entonces por el odio racista de la “gente de bien”, la Sociedad Patriótica o la ley de Residencia presentada por Miguel Cané. Paradójicamente, la sala de actos del Palacio de Cultura de la Avenida Alvear, lleva su nombre.

Esta reflexión me lleva a una ferviente postura en relación a la necesidad de que la política cultural del gobierno que asumirá en diciembre de este año, cualquiera sea su opción personal, debería reubicar la sede del Ministerio del área en la Villa 21. No sus oficinas administrativas ni sus áreas de gestión. Sí el despacho de su máxima autoridad. Una cercanía a las necesidades reales y simbólicas más urgentes de nuestra sociedad es más importante que el boato de Recoleta o que “el problema” de los expedientes, que son fácilmente trasladables. Ese gesto establece como definiría Rodolfo Kusch, un ser y un estar coincidentes con ubicar la Cultura desde lo geográfico y lo simbólico en su rol reparador y desalentador del odio y el racismo.

A las autoridades actuales les cabe la enorme responsabilidad de evitar que la Casa de la Cultura sea vaciada o pase a manos del gobierno de la ciudad de Buenos Aires. Sería una grave violación de los acuerdos legales que le dieron origen. Por último, un recuerdo: en aquellos días, mientras me estaba retirando de mi despacho en Barracas, una nena del barrio salía de su clase de danza y comentó a viva voz: “Ahí se va Jorge”. Jorge era entonces un Secretario de Estado de la Presidencia de la Nación. Nunca estuvo más cerca el gobierno con su responsabilidad cultural, de lo que más la necesitaban.

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