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Putin no es la enfermedad, es un síntoma

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Fervor. Después de la invasión reunió miles en un estadio de Moscú. | afp

En estos días apareció en The Guardian un artículo muy importante del escritor ruso Mijhail Shishkin que intenta explicar, y lo logra, la situación de Rusia, país agresor de Ucrania. En la frase final aparece una síntesis brillante: el dictador no es una enfermedad, es un síntoma. Por lo tanto el problema no es un dictador asesino que decide una guerra sanguinaria: es algo mucho más grande y estructural. El problema radica en el país que ha generado al monstruo y sigue produciendo ciudadanos que no quieren ver la realidad, siguen como autómatas la insistente propaganda televisiva y ponen en el auto o en la ventana calcomanías con la letra Z, el siniestro símbolo de la invasión pintado en toda la maquinaria mortal enviada a las calles del país hermano.

El escritor pone en evidencia el hecho de que los rusos están aislados del mundo moderno: aún se identifican con la tribu, no consideran prioritario al individuo respecto a la conciencia colectiva; por consiguiente, “esta enorme brecha en la civilización nunca fue colmada. Este es el drama de mi patria: un pequeño número de mis compatriotas está preparado para vivir en una sociedad democrática, pero la mayoría se sigue inclinando ante el poder y acepta ese estilo de vida”.

Se podrían recordar numerosos factores que signan y demuestran la estructural distancia ideal de Rusia de la cultura occidental. Sobre todo la falta, en la historia rusa, de un pensamiento esencial para el desarrollo de Occidente como el Iluminismo, por el hecho de que Rusia, en toda su historia, no conoció más que brevísimos años de democracia, y finalmente el hecho de que la esclavitud, en Rusia, fue abolida recién en 1861, y que la realización concreta de esa decisión duró décadas, manteniendo en un estado de dependencia a decenas de millones de campesinos.

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Son datos de hecho tan macroscópicos que autorizan, a quienes tienen ganas de ver, una sustancial diferencia cultural, y se podría decir también de estructura mental, entre un europeo y un ruso. Debemos luego agregar que en el siglo XX el país sufrió una serie de traumas devastadores, como la revolución soviética, la guerra civil, el exterminio de pequeños agricultores (los kulaks), las deportaciones estalinistas, que causaron millones de víctimas, la tragedia de la Segunda Guerra Mundial, con varios millones de muertos, y finalmente la disolución de la Unión Soviética, trauma cultural muy severo, con el agregado del advenimiento de un capitalismo cruel, que en los años 90 empobreció a varias franjas de la sociedad y generó resentimiento.

Una tiranía constante y un poder de naturaleza sanguinaria, que siempre descartó a quien pensara con la propia cabeza, generaron según el autor un pueblo habituado a la servidumbre, para el que la supervivencia pasa por la sumisión al poder. Shishkin recuerda que “no hubo una desestalinización en Rusia y no hubo procesos de Nuremberg para el Partido Comunista. Ahora el destino de Rusia depende de la desputinización. Así como a la población alemana “ignorante” se le mostró los campos de concentración en 1945, a los rusos “ignorantes” hay que mostrarles las ciudades ucranianas destruidas y los cadáveres de niños. Nosotros, los rusos, debemos reconocer abierta y valientemente nuestra culpa y pedir perdón.”

Valiente y admirable esta admisión colectiva de culpa por parte del autor; afirmar con tanta claridad evidencias de este tipo, en su país, puede ser causa de prisión. El escritor prosigue luego con consideraciones pesimistas sobre el destino de Rusia, pero afirma algo importante: “Ni la OTAN ni los ucranianos pueden desputinizar Rusia. Nosotros, los rusos, debemos limpiar el país solos”.

El problema es que, dada la posibilidad de crear una sociedad civil madura, no es fácil que surjan electores responsables en breve tiempo, del mismo modo que no es fácil “sustituir de pronto a millones de funcionarios corruptos, agentes de policía mercenarios y jueces complacientes”. Por lo tanto será necesario un largo y doloroso renacimiento interior.

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Shishkin demuestra conocer bien su país, mucho más que los apologéticos occidentales que se conmueven frente al arte exquisito de los grandes escritores rusos, olvidando el estado en que la sucesión de dictaduras dejaron a la sustancia moral de la nación, expuesta cada día al arbitrio y al puro dominio del poder y del dinero, sin ninguna posibilidad de justicia, con el poder judicial totalmente esclavo del poder político. Una falta tal de esperanza incluso en la justicia más elemental mina y corrompe en breve tiempo cualquier sociedad.

El desvergonzado materialismo y el culto exterior del dinero y del éxito que inundó a las sociedades postsoviéticas representa una forma de irresponsabilidad que se une inextricablemente con el total abuso político y judicial y la ausencia de esperanza por una sociedad mejor. Por lo tanto será difícil encontrar los instrumentos necesarios para este renacimiento, en un desierto tan ensordecedor de ideales, que no sean el más hondo nacionalismo y el militarismo inyectados por el poder en las generaciones más jóvenes, como una Hitlerjugend para niños.

Un camino difícil y doloroso espera a Rusia, y lamentablemente, por consiguiente, a los países que la historia le ha puesto al lado. Así concluye Shishkin: “Un largo y doloroso renacimiento es el único camino para Rusia. Y todas estas sanciones, la pobreza y la marginación internacional no serán lo peor que encontraremos a lo largo de ese camino. Será más terrible cuando no haya un renacimiento interior para el pueblo ruso. Putin es un síntoma, no la enfermedad”.

*Escritor italiano, autor de Camus debe morir y El vicio del vacío. Su último libro es Versos del amor ciego. 

Traductor: Guillermo Piro.