OPINIóN
Rol del Estado

Tres peligros para la cultura

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Condiciones. Tiene que haber lugar para que todos se desarrollen. | NA

La cultura de un país –la de cualquier país– no funciona sin la iniciativa –activa, decidida e inteligente–, del Estado. Esto fue, es y será siempre así.

Pero la cultura de un país –la de cualquier país– tampoco funciona si no se generan las condiciones para que la iniciativa privada –teatros, salas de cine, editoriales, librerías, galerías, etc.– se despliegue. A veces acompañando u otras veces asociándose a la oferta pública. Y también muchas otras veces, generando opciones totalmente diferentes a las que promueve el Estado o que éste jamás y por diferentes razones podría llevar adelante. Porque en definitiva, ¿no es consustancial a una cultura democrática que ésta sea lo más diversa posible?  

La vigilancia y el control, entonces, de la sociedad y de los actores involucrados de toda iniciativa política que de modo acrítico y no planificado pretenda dar por tierra con iniciativas culturales generadas desde el Estado, se vuelve no solo legítima sino indispensable. Porque en pos de aquella diversidad, hay iniciativas que el mercado nunca llevará adelante o zonas en las que solo la presencia del Estado puede garantizar determinadas ofertas culturales. Pero aquella posición atenta, vigilante y crítica de los actores de la cultura respecto del retiro del Estado es tan indispensable como debiera ser su contrapartida: ser igualmente críticos y estar igualmente atentos a condenar un modelo político y económico que, hasta hace pocas semanas y bajo dos formas diferentes, también infringió serios daños a la cultura.

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Así, sería justo que fuera evaluado de un modo igualmente dramático y preocupante un presente en el que el Estado amenaza con desentenderse de la cultura, como uno que llevó la inflación en el año hace pocos días concluido a más del 200 por ciento anual. La cifra difundida por estos días –y que ubicó a la Argentina en el ranking mundial de los países con más alta inflación– amenaza la viabilidad de cualquier iniciativa privada de la cultura (llevando los costos a cifras imposibles de sostener), pero también de la de la pública, al verse reducidos a miseria los ingresos (sueldos, becas, subsidios, estipendios, etc.) de los trabajadores de la cultura. Y ni hablar de los ciudadanos, quienes de esa manera ven restringido fuertemente el acceso a los diversos consumos culturales, los primeros en recortarse en tiempos de crisis.

Pero sería saludable también que quienes hoy se manifiestan sensibles –y con buenas razones en muchos casos– a un presente que por momentos parece creer que sin Estado puede haber cultura, que manifiesten la misma sensibilidad hacia un modelo que hasta hace escasas semanas, pretendió manipular en sentido hegemónico (y por lo tanto acrítico) las políticas culturales generadas desde el Estado. Porque junto con la diversidad, la dimensión crítica, en el amplio sentido del término, y no la obsecuencia, fueron siempre consustanciales a las manifestaciones culturales.

La deserción del Estado de su rol de promotor cultural, pero también la brutal depreciación de los ingresos de los trabajadores de la cultura o el acceso a los bienes culturales producto de la virtual destrucción de la moneda, y la manipulación pretendidamente totalitaria de la oferta cultural o de los recursos públicos con fines partidarios, por parte de los gobiernos, resultan expresiones igualmente dañinas para la creación y el acceso a la cultura.

Los trabajadores de la cultura, públicos o privados, pero también la sociedad toda, debemos estar igual de atentos a esos tres riesgos. Los tres, por igual, ponen en peligro la salud de la cultura.

*Sociólogo.