OPINIóN
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Un caudillo de La Rioja

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Carlos Menem. | Pablo Temes

La realidad era esóterica. A Alfonsín los bancos privados, liderados por el CITI le habían dado la espalda. La deuda externa llegaba a los 62 mil millones de dólares y 25 mil millones de igual moneda a los bancos comerciales.

Carlos Menem, un caudillo de La Rioja, con patillas similares a las de Facundo Quiroga, le había ganado la interna peronista al histórico Antonio Cafiero, quien estaba rodeado de especialistas y economistas. Muchos de ellos no quisieron saber nada con las nuevas autoridades, otros, en cambio, se ofrecieron a Menem y cumplieron altas funciones (el caso de José Luis Manzano).

Menem llegó a la Casa Rosada el 8 de julio de 1989 respaldado económicamente por las grandes empresas (Bunge & Born, Loma Negra, el grupo Perez Companc con 700 mil dólares cada una).

Uno de sus primeros actos fue la Ley 23.596 de Reforma del Estado. La segunda fue llamada Ley Handley, quien puso todas sus energías para que la deuda externa se pagara con las empresas y distintos recursos del Estado.

El primer ministro de Economía fue Miguel Roig, destacado ejecutivo del grupo Bunge & Born. El presidente avaló retenciones del orden del 25%, incrementó los combustibles un 600%, el gas 200% y la electricidad un 500%, el agua y los teléfonos se incrementaron un 480%. Fue una bomba de tanta intensidad como “el rodrigazo”. Haciendo las cuentas, hasta ese momento al peronismo se le adjudicarían dos “rodrigazos”.

El de Menen fue un plan de extrema ortodoxia. Con la promoción del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial tentó a los principales bancos del G-7 y a los más destacados banqueros.

Erman González, ministro riojano también empezó con problemas fiscales serios, una altísima inflación, una descontrolada emisión monetaria y una escalada del dólar. Contra los principios elementales del peronismo se acercó a Estados Unidos y por ese entrañable envase mandó dos naves con efectivos militares a la primera Guerra de Irak en 1991.

Erman González mareado como perro en cancha de bochas le cedió el ministerio a Domingo Cavallo, un economista cordobés mantenido por empresarios destacados de su provincia. Coincidentemente el presidente también escuchaba con interés las sugerencias de Álvaro Alsogaray.

El 19 de febrero de 1991 Cavallo envió un proyecto que establecía la “libre convertibilidad entre el austral y el dólar”, eliminando los mecanismos de indexación. Con esa regla de oro, empresas y bancos extranjeros podían fijar un horizonte de previsibilidad, a un gran costo para las provincias y la industria nacional.

Menem y Cavallo prácticamente siguieron los lineamientos de José Alfredo Martínez de Hoz. El peronismo había mutado en ciegamente liberal extremo. El peronismo calló. Esa factura nunca fue pagada.

La principal apuesta de la Ley de Convertibilidad fue la deflación de los precios. Eso llevó a una bajada abrupta de los productos.

A medida que disminuyó la capacidad ociosa se puso de manifiesto la incapacidad de la convertibilidad para instaurar un proceso económico que fuera sustentable en el tiempo.

La decisión del tándem Menem-Cavallo decidió privatizar todas las empresas del Estado. Lo hizo con todos los servicios. Fue el final de los ferrocarriles.

El traspaso del Estado a los privados fue bastante escandaloso en tanto en el Parlamento la oposición fue acallada. Todo quedaba en el universo ciego de la corrupción.

Cavallo creó una ensoñación. Absurda y suicida cuando los capitales huyeron del continente tras el “tequilazo” en México en 1995. La clase media podía viajar por el mundo sin límites. Al mismo tiempo, el “uno a uno” se convirtió en el nuevo mito argentino. La entrada de productos extranjeros minimizó al mercado local. Todo quedó en manos de extranjeros que aportaban el 35% de las ventas. La mitomanía de los que gobernaban gestó otra vez una crisis colosal.  

*Escritor y periodista.

Producción: Silvina Márquez