15:00 horas. Con su guardapolvo blanco siempre bien planchado y la cartera escolar que le había regalado su tío, Jorgito espera en la esquina de Entre Ríos y Constitución la llegada del trolebús 307 que lo llevará, como otras veces, del colegio primario donde cursa su 4º grado a su casa de Lanús, donde hace poco se mudó junto con su familia.
Mientras espera el trole, que está tardando más de lo usual, Jorgito siente que está viviendo un día en el que las cosas son diferentes. No sólo es la tardanza del 307 o advertir que la avenida Entre Ríos está desierta. Ni siquiera es que está volviendo a casa tres horas antes de la salida del turno tarde. Los 10 años de Jorgito tratan de entender porqué las madres del barrio retiraron a sus hijos del colegio y lo obligaron a volver más temprano a su casa.
De pronto, a lo lejos, la figura del esperado trolebús interrumpe sus pensamientos. Es la hora de pararlo con una seña, de sacar boleto y de sentarse en ese semivacío 307 que lo llevará hasta Yrigoyen y Castro Barros, a cuatro cuadras de la estación Lanús y a dos de su casa.
El terrorismo no comenzó en los 70
Sentado junto a la ventanilla, los ojos de Jorgito repasan la ruta conocida: Entre Ríos, Vélez Sarsfield, el puente sobre el Riachuelo, el ingreso a la Provincia. De pronto, algo sucede: el trole se detiene y suben dos civiles con ametralladoras que ordenan a los escasos pasajeros bajarse y seguir a su destino a pie. Ahí queda Jorgito, con su guardapolvo blanco y su cartera, sin saber qué hacer.
Piensa que puede salir a la Avenida Pavón (así le decían en esos años a la avenida Hipólito Yrigoyen). Si lo logra, sólo le quedará transitarla hasta Castro Barros, un trecho largo pero directo a su casa. Y, como con las miguitas del cuento de Hansel y Gretel, Jorgito decide seguir la ruta que le indican los cables de energía del trole que lo llevan, finalmente, hasta la Avenida, donde continúa su marcha.
Mientras camina por una avenida Pavón sin colectivos y casi sin autos, Jorgito ve pasar vehículos de todo tipo: autos, rastrojeros, camiones. Van rumbo a Avellaneda. Llevan gente cantando consignas que no alcanza a comprender.
Recuerda, después, una imagen. Un rastrojero con 5 ó 6 personas en la caja, una de ella sostiene una gran bandera argentina que tiene en el centro un escudo peronista, que flamea como consecuencia del viento que produce el viaje.
Una persona se le acerca: "¿Pibe, estás sólo? Ante la respuesta afirmativa de Jorgito, le propone: "Caminemos juntos, yo voy hasta Sitio de Montevideo, una cuadra antes de la estación Lanús"... Y con esa protección de quien nunca supo el nombre, Jorgito avanza casi hasta la calle Castro Barros, su destino final.
Al cruzar la vía y enfilar para su casa, Jorgito vislumbra a su familia en la puerta de casa. Su papá y su mamá lo esperan con desesperación e impotencia. La zona, que tiene un sólo teléfono atendido por telefonistas que nunca contestan, las noticias de la radio, los 10 años de Jorgito... Sólo entonces advierte el riesgo vivido y se entrega a la alegría del reencuentro.
Jorgito aún recuerda los tanques de guerra estacionados durante meses a la vuelta de su casa, frente a la panadería, también en lo que hoy es la Municipalidad de Lanús y en ese momento era el lugar donde se guardaban los trolebuses. Creció inmerso en la ocupación de Lanús muchos años, por su condición obrera y peronista.
Percibió el odio que tuvieron los que dispararon, ese 16 de junio de 1955, las ametralladoras de los aviones que impunemente quitaron la vida a cientos de personas inocentes, en el mayor ataque terrorista de nuestra historia, realizado por argentinos a los que la Patria les había entregado armas para defenderla.
Lo que acabo de contar es una historia real. Doy fe de eso, porque el Jorgito que pudo volver a casa ese día, soy yo.