—Tu presentación es así: “Escribo. Esto es una declaración de principios en los tiempos que corren”. También escribiste: “Cómo se les ven los hilos a los editores que lucran con las autoras que venden bien. Detrás de escena se burlan de ellas y hasta desprecian su escritura, públicamente elogios en las fajas”. ¿Es distinto ser autor que autora?
—Para la literatura, no. No se trata de una diferencia radical, ni filosófica, No es una diferencia en materia de arte, si se quiere pensar en una definición: qué es escribir, qué es hacer obra, qué es una obra, qué es la música.
—¿Se burlan de ellas o se burlan también de ellos?
—Lo que quise decir es un tema molesto, peligroso y difícil de abordar. En este momento el mercado prefiere a las mujeres o a diversidades sexuales diferentes del patrón “hombre heterosexual”. Piensan que venderán más con mujeres. Hay una inclinación al respecto, sea de las grandes editoriales mainstream multinacionales como de las pequeñas. Hay algo legítimo en esto, pero también, como siempre, hay editores que fluctúan, se aprovechan, que gozan con eso. Quieren vender uno, dos, tres o cuatro libritos más y entrar a algún festival o poner la faja de diez ediciones vendidas. Hay editores en cualquier lado del mundo que off the record o detrás de bambalinas desprecian esa literatura que veneran en las fajas. La desprecian, pero hacen negocio.
“Lo que hacía la derecha ahora lo hace la izquierda.”
—En el libro “Imágenes simbólicas”, el historiador de arte Ernst Gombrich cuenta cómo había intelectuales en las cortes o mecenas del Renacimiento que hacían una suerte de programa de lo que después sería la obra de arte, la pintura o el fresco. Decían qué elementos de la mitología clásica o de la Biblia se tenían que plasmar en imágenes. ¿Algo de eso sigue existiendo?
—Thomas Bernhard es uno de los grandes. De esos escritores que vomitan verdades y que detestan el mundo. Es uno de los grandes últimos autores de ese estilo. Se burla en un texto que estoy leyendo en francés de esos pintores que vos decís. Habla también del Renacimiento. Artistas que pintaban para la corte, por encargo. Toda su obra estaba regida por el encargo. Se burla de ellos y no los considera ni artistas, ni mucho menos. El arte siempre está ligado al poder y el poder a la corrupción. Me da hasta vergüenza decirlo. Lo que varía es la forma. Lo que puedo observar en estos diez años desde Matate amor, de 2012 a 2022, en esta década que estuve bastante en el campo literario argentino, pero también de otros países, eso se radicalizó. Ahora se escribe casi exclusivamente para el mercado. Siempre hay excepciones, siempre hay artistas y siempre hay disidentes, pero la gran mayoría escribe para conformar al mercado. Se ve ya en la primera página. Lo piden los editores. Claro que uno puede negarse.
—Vos enfrentaste una situación, mencionaste recién “Matate amor”, Twitter bloqueó en algún momento tu cuenta por postear el nombre de tu primera novela alegando que promovía el suicidio. Lo catalogaste como “un mecanismo de coerción ideológica con las pautas y las coordenadas propias del liberalismo y del capitalismo”. ¿Cuál es tu relación con las redes?
—Ojalá lo de Twitter hubiera sido lo único. No es que estoy en la clandestinidad y me están torturando. Afirmarlo sería casi una burla. Me saltarían a la yugular con razón. Me dirían: “Estás tranquila en París, en tu departamento pequeño, pero a salvo”. Es cierto. No es que esté secuestrada. Pero los métodos de intimidación ideológica, que los padecemos quizás todos, en mi caso también existieron y existen. Primero lo de Twitter, casi una anécdota, pero sintomática. No una vez, ni dos, ni tres. Sucede cada vez que pongo “Matate amor”, o que alguna lectora o algún lector pone “Matate amor”, ahora pongo “matat” o “amame amor”. Pero me suspende la cuenta 24 o 48 horas y me envía números de teléfono para que llame como Alcohólicos Anónimos, pero contra el suicidio no, porque dicen que Matate amor es un título que incita a la autolesión, que incita a pasar al acto y suicidarse y aniquilarse. Al principio me causó gracia, pero no tiene nada de cómico. Me pasaron otras cosas, algunas no las puedo contar. Matate amor fue muy cuestionada, incluso legalmente hablando, en Francia. O sea, tengo problemas legales con esa novela. Francia, siglo XXI, no Afganistán y no siglo XV. Mi relación con las redes es muy tortuosa. No tengo 300 mil seguidores ni un millón. No tengo una postura tomada. Me siento una traidora escribiendo en Twitter porque lógicamente es una empresa que tiene una ideología que desprecio, pero salir de ahí y autosuprimirse me parece como infligirse un castigo. Hay que aceptar estar en medios corruptos.
—En otra entrevista dijiste: “Para un autor el mayor desafío es no ceder ante la misión militante”. ¿Se escribe aún en contra de la propia ideología?
—En un prólogo que hice para una edición de Anagrama de las tres novelas que constituyen una suerte de trilogía involuntaria digo eso. Es muy obvio, quizás poco dicho o poco dicho por mujeres. Se nos hace creer que el arte debe seguir una prerrogativa ideológica o debe militar para tener prestigio y poder político. Es todo lo contrario. No siguiendo una línea ideológica clara, no tomando de las aguas de la ideología, puede llegar a haber una gran obra. No conozco ninguna gran obra cuyos cimientos sean ideológicos. Que toda obra es política es una obviedad. Los autores que me gustan son los que no cedieron a ningún tipo de intimidación política ni ideológica. Por ejemplo, Imre Kertész, sobreviviente de campos de la muerte y de la peor dictadura, no cede a la tentación de ser el ejemplo de sobreviviente de la Shoah o del Holocausto. No cede a la tentación de ubicarse en el rango de la víctima. Se corre de ahí.
—¿Hay algo en el progresismo más marcado de lo políticamente correcto y de la teoría de la cancelación? Algo más pudoroso, coercitivo, del orden del superyó.
—En Europa seguro que sí; también en Estados Unidos. Cada país adopta la doxa, el progresismo, la censura, de un modo distinto. La Argentina es otro campo. Lo veo más extremo en Europa que en América Latina. En Europa, Canadá y Estados Unidos son progresistas los que se traicionaron a sí mismos. En Francia la izquierda levantaba la bandera hasta dar la vida por la transgresión absoluta y la libertad de expresión. Es la misma izquierda que está absolutamente sometida a la ley de la censura, de la autocensura, de lo políticamente correcto, al miedo. Sí, absolutamente. Lo que hacía la derecha ahora lo hace a la izquierda. Es así de claro. Por lo menos acá en Francia es así. En la Argentina funciona diferente.
—Aprovechemos tu distancia, ¿cómo lo ves? En la Argentina se discute una nueva coordenada de las derechas más rebeldes. Algo que en el pasado se adjudicaba a las izquierdas.
—Me interesa pensar en mi país. Las coordenadas políticas de Argentina. Estoy muy unida e intento no hacer reduccionismos torpes. La derecha toma la antorcha, no sé con qué consecuencias. Es cierto halo de transgresión y de rebeldía y de romper normas y de amoralidad. Es verdad que antes era exclusividad de la izquierda. El resurgimiento de nuevas derechas más rebeldes es cierto que sucede en Argentina.
“Antes me decían ‘judía de mierda’; ahora, en nombre de la corrección política, me dicen ‘blanca de mierda’.”
—¿Qué diferencia encontrás entre el políticamente correcto francés y el argentino?
—Los muertos son distintos, porque acá tenemos el islamismo, un antisemitismo in crescendo. No digo que en Argentina no haya antisemitismo, es una pasión común al mundo entero. No hay país que no tenga una porción de esa pasión antisemita. En Argentina se ha demostrado ahora que sigue vigente, pero acá hay muertos. Alguien me decía que era igual. Pero no: acá hay muertos. Los vi tirados en la calle. Acá hay un exilio de los judíos hacia Israel. Se diezmó la comunidad. Hay miedo. Acá decapitaron a un profesor de Geografía y de Historia, Samuel Paty, decapitaron curas en la iglesia, en la calle, secuestraron el otro día a un periodista. En Argentina me parece que lo políticamente correcto está instalado. Hay una censura ambiente. Los periodistas piensan diez veces lo que publicar, bajaron notas de diarios, pero no sé si ruedan cabezas. Es la única diferencia. La censura ambiente está instalada en la Argentina también, lo pueden decir los periodistas. En el caso de que puedan.
—Un tema que circula por los libros de tu “trilogía involuntaria” es por qué el hijo debe crecer, por qué debe la madre envejecer antes que el hijo, quién dijo que esto es una ley y toda tu perplejidad respecto de por qué se le pregunta a quien no fue madre por qué no lo fue.
—Hablemos de maternidad entonces. Escuchaba un poema de Anne Sexton, otra que es una artista para mí. La conocemos todos. Después de parir, y eso que era una burguesa de Estados Unidos, no alguien desclasado pobre en un país tercermundista, sino una privilegiada del siglo XX, hija burguesa de clase media de Estados Unidos, estaba en un estado de lo que se llama depresión posparto. Es una etiqueta. Si se sufre ahora, no quiero imaginar cómo era hace un siglo o hace medio siglo. La internan en un neuropsiquiátrico y lo que la salva es la escritura. El psicoanalista le dice: “No estás loca, sos poeta”. La “salva” la escritura. Salva entre comillas porque después se toma un coñac, un whisky y prende el motor del auto y se suicida a los 45 años. Pienso mucho en ella generacionalmente porque estoy cerca de la fecha en que murió, a los 45. No sé si tuve depresión posparto porque no me gusta, detesto diagnosticarme dado que no soy médica, nunca fui al psicólogo, pero sí tuve una gran angustia después del parto, no quiero patologizarla. Esa especie de angustia existencial absoluta me llevó a escribir Matate amor, me hizo entrar a la literatura. La angustia de la maternidad me abrió las puertas de la literatura. No solo. Hoy más que nunca la maternidad es algo político. Pensé que no, pero me doy cuenta de que sí. Me doy cuenta acá por los problemas legales que estoy teniendo, porque mi novela está siendo juzgada, porque sigue siendo un gran tema político la maternidad. A las feministas más radicales les molesta la maternidad porque la ven como un yugo, una alienación. La maternidad está en el centro de disputas feministas, antisemitas. No nos sacan a los hijos pero casi. Antes les sacaban a los hijos a las mujeres que querían divorciarse. Ahora muchas veces también. Una mujer quiere divorciarse y se la castiga sacándole a los hijos.
—Dijiste en otra entrevista que el mandato de la maternidad era mayor en Argentina que en otras partes del mundo.
—En América Latina. También lo pueden decir las mexicanas o las colombianas. Cuando uno va con los libros a los festivales y a las ferias es impresionante. Más allá de las grandes diferencias, se percibe ese punto en común con lectoras en cualquier lado de América Latina. En Europa, la demografía de las europeas judeocristianas blancas baja estrepitosamente. Es diferente lo que pasa con la inmigración.
“Hay editores que desprecian la misma literatura con la que hacen negocios.”
—¿A qué atribuís ese cambio?
—Veo muchos cambios. Como inmigrante, como extranjera, no soy francesa, veo que la mujer europea es más distante con la maternidad. La maternidad es un tema filosófico, pero socialmente hay una distancia un poco mayor. Se tiene un solo hijo, a lo sumo dos, se lo deja desde los seis meses en guardería. Las mujeres no dan de mamar o lo hacen solo un mes, dos, tres. Hablo a grandes rasgos. Veo una relación un poco más distante con otro tipo de libertad que el mandato y que la política sobre la maternidad de América Latina, donde la que no tiene hijos es casi una mujer deforme. No quiero exagerar, pero es casi una excéntrica la que no tiene hijos. Una rara, deforme, desviada. Se la perdona si tiene dinero o ha triunfado en algo, pero igual se marca siempre: “No tuvo hijos”. En Europa no es tan así.
—En “Matate amor” vos empezás: “Me recliné sobre la hierba entre árboles caídos y el sol que calienta la palma de mi mano. Me dio la impresión de llevar un cuchillo con el que iba a desangrarme de un corte en la yugular. Detrás, en el decorado de una casa entre decadente y familiar, podía sentir las voces de mi hijo y de mi marido”. ¿En este decorado hay algo autorreferencial?
—Me encanta que me preguntes cosas tan profundas pero con una seriedad tan absoluta. La novela hay que vivirla sí o sí. Esta y todas las otras, Degenerado también y es un hombre acusado de una agresión sexual. No soy hombre, ni viejo ni agredí sexualmente a ninguna niña. Sin embargo, las novelas hay que vivirlas. En este caso es muy obvio que hay una empatía. Empatía es una palabra muy aburrida. Hay un lazo, un espejo muy obvio en la experiencia de mis personajes extranjeros y yo. Pero las novelas hay que vivirlas sí o sí. Después hay que escribirlas, pero no quiere decir que todo lo que se escriba haya pasado. Vivir una novela no significa que en lo anecdótico haya ocurrido, pero sí en el sentimiento. Es ese sentimiento de la casa como decorado. Por eso todas mis novelas son obras de teatro. Una casa familiar es un decorado, es un artificio, hay algo falso ahí. En ese sentido hay mucho de mí.
“Periodistas y escritores tienen en común la necesidad de independencia.”
—Tus novelas son cortas. ¿La extensión, la brevedad es un punto de contacto de la novela y la poesía?
—Creo que sí. Poesía es mucho más que brevedad y síntesis y que la elipsis y una cierta música como cortada, abreviada. Una música única en pocos caracteres. Pero hay inevitablemente una relación con la poesía. No lo quise yo. Tenés razón.
—Y al mismo tiempo mencionabas que todas eran finalmente como obras de teatro y contabas tu experiencia de adaptar las novelas a teatro. ¿Cómo fue esa experiencia intertextual?
—Es un sufrimiento, pero inevitable. Sin padecimiento no hay escritura. Son novelas cortas, cortísimas para los cánones de la literatura, las llaman nouvelles. Para mí no lo son. Pero sí son novelas muy breves, y sin embargo son decimonónicas. Son 500 páginas para el teatro. Una página en cine son tres minutos, pero en teatro mucho más, si no son monólogos dichos de manera exageradamente rápida. Entonces el primer sacrificio, el primer corte, como si fuera una película en la sala de montaje, el primer corte lo hice yo. En Precoz no sé, pero en Matate amor y en La débil mental fue así. El primer gran corte fue rebanar esas cien páginas de Precoz a quince. Es terrible. Y después lo va bajando la directora o quienes lo adaptan. Es un trabajo de esculpir, como el título de un libro de Andrei Tarkovski, Esculpir en el tiempo. Esculpir hasta dejar la piedra única, el corazón. Es difícil, si uno quiere mantener una línea narrativa. Hay que ir al corazón, y toda la digresión se pierde, lo cual es una pena. Pero en el teatro se encuentran otro tipo de digresiones. Así que el primer corte lo hago yo y después quienes la adaptan. O, en el caso de Matate amor, Marilú Marini y Érica Rivas.
—Leí que les pasabas música y fotos. Había un lenguaje analógico que se sumaba a la palabra escrita.
—Sí. A Julieta Díaz la torturé los dos años de pandemia, y a Érica también. Fotografías, cuadros... No me imagino cómo componer sin esos elementos. Me parecería que le falta algo si no es así. Le falta el “piano”, y el piano para mi da todo. Después, no sé cuánto de eso usan ellas. Pero se entiende el texto de otro modo cuando tenés la partitura del piano y la pintura.
—Dejame preguntarte y volver con el feminismo. Quiero leerte una frase, vos dijiste: “Es innegable que hay algo parecido a una revolución en marcha. Lo ves en las escuelas secundarias, en cómo piensan las chicas de 12, 13 y 14 años. En las habitaciones de las adolescentes argentinas no están solo Ricky Martin o el Robbie Williams de turno, sino que además está el pañuelo verde, pero para que haya un cambio cultural que modifique una cultura arraigada en la violencia machista hay que esperar”.
—¿Yo dije todo eso que leíste? Siempre hay distancia. Es el extranjero que uno es. Soy crítica con el feminismo cuando el feminismo está infiltrado, que es el caso de Europa. Es diferente en Argentina. Me refiero a infiltrado por movimientos políticos que lo gangrenan, pudren y cooptan. No voy a explicarle a la gente de política y de periodismo como vos. Cualquier hombre político lo sabe. Por fuera de esas filtraciones, si tuviese una hija mujer, e incluso retrospectivamente la adolescente que fui a los 14, 13, 15 que militaba en las villas miseria del Gran Buenos Aires, no puedo más que estar feliz con que tengan el pañuelo verde y tengan conciencia política, a pesar de estas captaciones y estas infiltraciones. No puedo más que emocionarme por eso. Nací en el 77 y viví otra época sin esa conciencia. Una amiga que escribe en un diario y que trabaja los casos de asesinato de mujeres me decía que hay un fenómeno político extraño. Hay mucha conciencia y marchas. Se logró el aborto. Las chicas tienen otra iconografía. No está solo el varoncito lindo, sexy, sino también el pañuelo verde. Pero, por otro lado, las matan igual que antes o más, según me dijo. Como cuando no estaban estas políticas feministas de conciencia de género, del abuso, de la violación. La impunidad sigue siendo la misma.
—¿Hay una reacción frente a este proceso de liberación femenina representada por los populismos de derecha y la ultraderecha en general? Son varones blancos que reaccionan ante los derechos de las minorías que desde su perspectiva incluye a las mujeres, las personas LGTB. Son los que hablan de feminazis y cosas por el estilo.
—Ojalá fuera así de simple. No soy analista política. Debo ir con cuidado, pero creo que los embates de poder y las luchas de poder son más complejos. Ojalá fuera Donald Trump contra Joe Biden o contra la vicepresidenta Kamala Harris, o Donald Trump contra Barack Obama antes, o contra Hillary Clinton, que son pro derecho, libertad de las mujeres, feminismo y del respeto por la diversidad de los géneros. Los lobbies son más complejos, porque también en Estados Unidos el lobby LGTB tiene muchísimo poder y también entra en zonas de totalitarismo.
“No conozco ninguna gran obra cuyos cimientos sean ideológicos.”
—¿Cómo es utilizado políticamente el feminismo en Francia?
—Hay manifestaciones a las que fue mucha gente, la mayoría mujeres. No fui a la última, pero suelo ir a las manifestaciones. Desde que tengo 15 años voy a las de las Madres de Plaza de Mayo. Era muy jovencita cuando mataron a José Luis Cabezas. Fui siempre contra el indulto, contra Carlos Menem, como para dar un ejemplo. Tengo tradición de ir a marchas y de militar. No es falta de conciencia política. No fui a esa marcha porque no acuerdo con ese feminismo infiltrado, cooptado por el poder. Marchamos contra la violencia conyugal, cómo no estar a favor, pero van a zonas donde queman a mujeres vivas o no las dejan salir de las casas o las torturan, las matan, las queman vivas delante de los hijos por querer sacarse un pañuelo o por salir de noche. O no las dejan entrar a un bar. Y no van a esos territorios que están acá a diez minutos de París. No hay que irse a Afganistán. No van a esos territorios. Es una pena. No toman riesgos. Hay que enfrentar al hombre blanco si es violador, manosea, si hay violencia conyugal. Pero no es solo el hombre blanco.
—La activista Mayra Arena, que nació en una villa, viene alertando sobre la fractura del kirchnerismo y los sectores vulnerables. Dice que el enfoque de la agenda de género del oficialismo revela un espíritu más de clase media que vinculado a los pobres. ¿Hay un feminismo de clase media y otro de las clases con menos recursos?
—Lo veo en todos lados. Existe una suerte de trampa ideológica. Siempre está el riesgo del fracaso. Siempre se fracasa un poco. Un feminismo que se quedó como en una franja. En Estados Unidos y acá en Francia también. Se quedó en una franja de hacer justicia con las violencias estructurales hacia las mujeres de una cierta clase media o alta. Nací en el 77 en Buenos Aires, y sé de lo que hablo. Tuve esos episodios sin llegar a una violación. Sé perfectamente qué es ser acosada o manoseada. Sé de ese riesgo del que se habla, pero es cierto. Sí, pareciera que se quedó como en una clase media y hasta el discurso se quedó en una cierta clase media. Lo que te decía, las siguen matando igual en el Conurbano, con la misma impunidad que antes. Ahí también debería llegar el feminismo.
—¿Cómo es el Conurbano parisino?
—Lo siento un poco como en Buenos Aires. Es un horror lo que voy a decir, pero no hay que matar al mensajero. Se pasa la General Paz parisina y se va a algunas periferias islamizadas, pobres, donde la policía, como en Argentina en las villas, no se anima a entrar, y si entran están arregladas. Es tierra de nadie. No pareciera Francia. Deja de haber vinerías francesas porque no se puede beber alcohol, la carne es halal, las mujeres están cubiertas. Es como otro país dentro del país. Eso es en algunas periferias, no en otras. No en aquellas en las que están los ricos, los futbolistas. En Argentina o en Buenos Aires hay que recorrer una hora de auto para llegar a ellas. Acá, en 15 o 20 minutos es otro país, otras leyes. No reconocés nada del paisaje.
—Vos escribiste en Twitter: “Empezó tranquila la feria de literatura en Helsinki. Antes me decían judía de mierda, ahora blanca privilegiada, dije para presentarme. Por suerte, nadie del público me preguntó mi orientación sexual”. ¿Qué se espera de las escritoras mujeres hoy a nivel político?
—Estuve en Helsinki invitada por el embajador argentino Sergio Baur. Voy bastante. Me conmueve particularmente, quizás porque extraño mucho Argentina. Me conmueve bastante la relación con los diplomáticos.
—Con algo que tenga que con la Argentina.
—Trabajo bastante con la Embajada de Israel, de Serbia, de Finlandia y muchas otras. Pero en cuanto a tu pregunta, no termino de entender que en vez de hablar de literatura se aleccione contra el racismo ante un público. Creo que lo decía Alejandro Dolina: no tiene sentido evangelizar a los evangelizados. Estuve una hora escuchando un discurso contra el racismo y contra la violencia endémica de México contra las mujeres. Sentía que me estaban tratando de educar, como si yo fuera una alumna. Pero yo ya lo sé; y estoy de acuerdo. El riesgo consiste en hablar con los que no piensan igual. Hay algo muy masturbatorio de felicitarse por no ser racistas entre personas que no son racistas. Nadie tiene una noción racista o de clase en una feria del libro. Son poetas y escritores. Entonces hay un reemplazo, suplantar el debate literario: no es que sea apolítico, es una estupidez, pero se reemplaza la reflexión literaria por una especie de adoctrinamiento muy pobre. Entonces si antes me decían judía de mierda y ahora me dicen blanca de mierda.
—¿Te imaginás volviendo a la Argentina y siendo extranjera para siempre?
—¡Qué pregunta! Es una obviedad, pero hace 15 años que vivo acá. No hay una linealidad, no hay integración y asimilación. Hay ruptura. Las migraciones, las de todos y mucho más si escribís. Si escribís estás por fuera de la dimensión de la vida ordinaria. Querés salir de tu propia vida, verte desde afuera, cortarte. Pero mucho más si sos extranjera. Entonces, sí. Me está resultando cada vez más duro, doloroso. A la vez me resulta, no sé por qué, imposible imaginarme escribiendo en Buenos Aires. Quizás es pura neurosis. A pesar de que es muy doloroso, me gusta la relación de vivir en Europa por esto de poder estar en Georgia o en Serbia, o en Tel Aviv, o donde sea. Mis abuelos vienen de Polonia, de Rumania. Entonces también ahí hay algo del volver a cierto origen.
—Hablando de genealogía, Ariana es un nombre que aparece continuamente en el arte clásico. El cuadro célebre de Tiziano, Baco y Ariadna, “El lamento de Ariadna” en la ópera de Monteverdi, pero también en el poema de Nietzsche. ¿Los nombres marcan?
—Ay, qué linda pregunta y qué lindo sería preguntarles por qué lo eligieron. No creo que tenga que ver con nada de eso. Llamativamente también es un nombre italiano, pero francés. Entonces acá me rebautizan Arianne, aunque no me gusta. Cambiarte la música de tu propio nombre es cambiarte la cara. Tampoco suena igual el Harwicz. Lo dicen como en Polonia. No sé por qué eligieron mi nombre, pero sin duda sí es una marca. Sí está relacionado después con la escritura, me parece que sí, y el apellido también. Trataron como tantos de hacerlo menos judío, aunque fracasaron.
—El hilo de Ariadna con el que salva a Teseo para salir del laberinto después de asesinar al Minotauro, y luego ella reinterpretada en la mitología romana como la diosa de la libertad. ¿Hay algo que imponía cierto grado de libertad, una búsqueda de libertad como mandato?
—¿En el pasado? No me hables como si estuviera muerta. Es difícil hablar de temas tan solemnes, pero sí: la libertad y la justicia. Traté siempre de buscar justicia. En estos movimientos, en estos grupos en los que participaba. No militaba exactamente, estaba y formaba parte de movimientos en los que íbamos a las escuelas rurales, del interior, a Villa Soldati, abajo del puente, a las villas. Antes del Ni Una Menos, muchísimo antes, y del Me Too y de todo este resurgimiento de estos movimientos como ideología predominante. Muchísimo antes, cuando una mujer golpeada era como un tabú. Pero después llegué a la escritura y de algún modo trato de hacer justicia escribiendo novelas. No quiere decir que sean novelas, como decíamos antes, que se sometan y que bajen la cabeza, que se arrodillen ante una ideología. Más bien todo lo contrario. Puedo hacer un poco de justicia escribiendo estas novelas, aunque la operación del arte es distinta de la militancia. Pero sí buscar la emancipación y la justicia. Es lo más difícil. Quizás algún día escriba desde allá y se arme otra configuración del extranjero, de la extranjera.
“Es muy cansador ser extranjero; pero es condición esencial para mi escritura”
—Existe una suerte de reverdecer del tema de irse de la Argentina y de la discusión sobre irse o quedarse. Y quería primero preguntarte en tu propia tarea. ¿Cómo es esa relación del escribir con el estar afuera?
—Es un tema para charlar largamente. Para llegar a escribir es condición sine qua non, condición filosófica primera y única y la más importante, la extranjería. Llegar a ser lo que se es. No pensé que sería así, no fue programático. Me fui de Buenos Aires un 14 de agosto de 2007. No fue por 2001, no huyendo del helicóptero de De la Rúa; no soy exiliada de la dictadura, ni perseguida. Me fui sin pensar que iba a poder escribir y lograr ser escritora. Quería vivir en otro idioma. Esa experiencia, la más radical de mi vida, de tener otro idioma, de pensar con otro idioma. Eso me provoca una extranjería con el francés y por rebote me provoca una extranjería con el español argentino porteño. Sí, es condición sine qua non. ¿Cómo armo una frase, cómo llego a armar una lengua, si no tengo esta relación extrañada con la lengua? No tiene que ver con el paisaje, la Torre Eiffel, buscar confort económico. Todo lo contrario. Acá uno está mucho más solo. No es tampoco llorar, pero es así. Uno está más desamparado frente a la ley y al otro. No me acuerdo qué escritor decía que era muy cansador ser extranjero: hasta el fin de tus días sos la extranjera y la que tiene acento. A la que le preguntan de dónde venís, de dónde sos. Es muy agotador. Es como enfrentarse con uno mismo todo el tiempo. Ese sufrimiento y ese extrañamiento me lo da la escritura. No sé cómo sería escribir en Argentina.
—¿Pero se piensa y se escribe distinto en francés que en español? Aquella idea de que hay lenguajes, el italiano para la ópera, el alemán para la filosofía.
—Sí, soy una falsa. No crucé el charco de las lenguas, no hice lo que hicieron Samuel Beckett, Vladimir Nabokov, Joseph Conrad, José Donoso. Lo que hicieron Fabio Moretti y Morabito. Como Copi o Witold Gombrowicz. No hice ese experimento gombrowicziano de fusionar el español y el francés. Sigo escribiendo en español, pero traduciéndolo en mi mente del francés. Si me aparece una palabra importante en francés para lo que quiero decir, la pongo en francés y después la traduzco al español. Ese efecto de traducir provoca una escritura que ya es una traducción. Mis novelas ya son traducciones.
“El gran miedo es la muerte social, el exilio social, la Siberia simbólica”
—¿Hay una ética común para la obra artística y lo que tiene que ver con la periodística respecto de independizarse y tomar distancia de su propia ideología?
—Absolutamente. Ahora cuando veo a un periodista emancipado o con cierta libertad, o separado del lobby en el que tiene que operar, de derecha o izquierda, peronista o antiperonista en el caso de Argentina, es casi como un milagro. Esa emancipación o independencia que antes se tenía debería ser igual, aunque con reglas distintas, para el periodista, para el artista, para el escritor, para el filósofo.
—¿El gran otro es la audiencia? ¿Finalmente de lo que hay que independizarse y tomar distancia es de la audiencia?
—Es el gran cambio. También están los patrones que te pueden echar. Lo hacen. Lo vi. O los editores dueños de editoriales que dejan de publicarte, que te rescinden los contratos incluso firmados y ya pagados. No invento lo que digo. Existen todos esos tipos de bajas. El gran miedo es la muerte social, el exilio social, la Siberia simbólica, el gulag simbólico. Y eso está determinado por las redes y por la audiencia. La audiencia, el público y los usuarios. No hay lectores, hay usuarios. Es el gran miedo. Muchísima gente que está relacionada con el poder en la televisión, los periodistas, los autores que venden mucho, tiene mucho miedo. Los hombres más que las mujeres. Una palabrita equivocada equivale a la muerte social, al destierro. Después no volvés. Muchos no vuelven de ese destierro. Todo el mundo tiene miedo a equivocarse, a la palabra que te hace derrapar.
Producción: Pablo Helman y Natalia Gelfman.