—Albert Camus escribió en “La peste”: “El problema de la peste no es tanto cómo ataca a los cuerpos, sino cómo desnuda las almas”.
—Esa frase tan célebre y tan citada en estos días pone de manifiesto que las catástrofes tienen dos dimensiones: la dimensión de lo que nos hacen y la dimensión de lo que nosotros hacemos con ellas. Y mi tesis es que lo verdaderamente importante es lo que nosotros hacemos con eso.
—Decías que “no estamos ante un contagio sino en medio de una sociedad contagiosa”.
—No es que estemos frente a un contagio ocasional a partir del cual vayamos a volver a una situación de normalidad. Hace tiempo que el mundo entró en un horizonte de contagio permanente. Son sociedades interdependientes, de gran movilidad, de difusión de las informaciones, de comercio denso, entre otras cosas. Nos introdujimos en un mundo relativamente nuevo para el cual todavía no tenemos suficientes instrumentos adecuados de autoridad para explicarlo.
“La idea de intemperie común es el punto de arranque de la reflexión sobre el mundo actual.”
—También dijiste: “Con lenguaje leibniziano todo conspira, no hay nada completamente aislado, ni existen ya asuntos extranjeros”. ¿Covid-19 es un síntoma más de que la globalización representa una sociedad de contagios?
—Probablemente desde el año 86, desde Chernobyl, hemos ido encadenando una serie de crisis. Primero aquella, luego las ecológicas, climáticas, de migración, del euro, la financiera, hasta llegar a esta. Ponen de manifiesto que compartimos fundamentalmente amenazas comunes, pero no tenemos instrumentos adecuados para la gestión de esas amenazas. Esa idea de una intemperie común que compartimos es el punto de arranque de cualquier reflexión acerca del mundo contemporáneo.
—Otra reflexión iniciática es aquella tan perenne de Nicolás Maquiavelo: “Quien controla el miedo de la gente se convierte en amo de sus almas”. ¿Los Estados o algunos líderes tienen ahora mayor capacidad de controlar las almas de las personas a partir del miedo a pestes como la que vivimos?
—Creo que no. Cada tecnología apodera, empodera y concentra de una manera más o menos equilibrada. Pensemos, por ejemplo, cómo internet fue una tecnología saludada como el gran instrumento de democratización y luego hemos comprobado que es un elemento de concentración. Lo acabamos de ver con gigantes tecnológicos compareciendo en el Capitolio de Washington. La gran cuestión política y tecnológica que tenemos por delante es que los algoritmos no decidan el mundo en el que vamos a vivir. Tenemos un problema de equilibrio entre capacitación tecnológica y distribución de esa capacidad de manera equilibrada y democrática. Ese será uno de los grandes debates del mundo que viene.
“Es empobrecedor para la salud informativa ver solo un canal, leer un diario y escuchar una radio.”
—Uno de tus libros es “La política en tiempos de indignación” (2015). Me pregunto si tras el coronavirus la intolerancia crecerá o decrecerá y si este efecto de contagio generará alguna modificación sobre este tema.
—El mundo tras el coronavirus nos llevará a ser más precavidos, más distantes. Esas actitudes están más cerca de la intolerancia que de la confianza. Pero no será necesariamente el mundo que China augura tras la crisis. Cuando esto pase no forzosamente se caerá por la pendiente de la intolerancia. Es probable que se introduzcan elementos de distancia y de precaución mayores. Pero que eso se convierta en un mundo de intolerancia depende de nosotros, del éxito en la gestión de la crisis. Depende de otros factores diversos.
—¿La multiplicación de los medios de comunicación es causa o consecuencia de la polarización? ¿En qué medida lo es? En los últimos 25 años se pasó de dos o tres canales de televisión a 150, de un puñado de radios AM al triple, a través de una profusión de FMs. Así llegamos a contar con canales de noticias con una posición extrema, casi como un modelo de negocios, como si fuera un teatro de la vida.
—No sé si en Argentina se da el mismo fenómeno de otros países, en los que desapareció la figura del medio generalista transversal. Surge entonces una especialización ideológica en cada medio. Esto tiene la ventaja de que hay una mayor oferta informativa y el inconveniente de que nos privamos del contraste. Si veo tal canal, compro determinado periódico o escucho una determinada radio, entro en una cámara de eco ideológicamente muy consistente, muy poco plural. Desde el punto de vista de la salud informativa, de la dieta informativa de los ciudadanos, puede resultar bastante empobrecedor.
“No deberíamos caer en la ilusión de pensar que los datos cubren toda la realidad.”
—¿Las redes sociales potenciaron esta polarización o fueron neutras?
—Las redes potenciaron lo que se anunciaba acerca de la fragmentación del espacio informativo. Esa pluralización lo que produce es desvalorizar la figura del mediador con autoridad informativa. Se pierde el rol de quien establece un circuito y dictamina qué es y qué no es noticia. Las redes sociales asesinaron definitivamente al mediador. No hay mediación. Vivimos en una sociedad sin intermediación. Pero, al mismo tiempo, las redes sociales generan una añoranza de una cierta orientación; nos llenan de opiniones de todo tipo. Son de fácil acceso para cualquiera, pero no resultan un instrumento de orientación en el mundo. Por eso hay en el mundo una cierta añoranza de la misión que ejercían los medios tradicionales. De esa autoridad, ese criterio formado, ese análisis riguroso que las redes no pueden cumplir. Mi diagnóstico sería que las redes sociales no hicieron la tarea del mediador informativo tradicional. Esta figura tiene que competir y convivir con otras formas de información de menor calidad y de menos costo.
—¿Existe alguna posibilidad de que después del coronavirus haya un mundo mejor?
—Es una pregunta que me lleva casi al borde del alcance de mi oficio. Cuando hablamos de qué futuro, apelamos a dos facultades humanas intangibles: la inteligencia y la voluntad. Lo que aprendamos no es algo que venga dado por la fuerza de las cosas. Los seres humanos aprendemos en el contexto de la libertad y la inteligencia bastante limitada que poseemos. Es una pregunta muy difícil. La experiencia histórica demuestra que los seres humanos sí que aprendemos de las crisis. No es verdad que no se aprenda nada de las crisis. Pero aprendemos poco, tarde, y no en la medida suficiente o necesaria para la envergadura de la situación que afrontamos.
“Es importante entender que la medicina y la economía son ciencias sociales.”
—Beatriz Sarlo criticó la idea de priorizar a los más jóvenes por moralmente peligrosa. Irónicamente, preguntó: “¿Por qué no los más inteligentes, los más educados, los más patriotas, los que no tienen ni una línea de prontuario, los que tienen más hijos, los mejores deportistas o cualquier otra categoría discriminante que también se ha practicado en muchos regímenes autoritarios?”. Hay una discusión respecto de qué vidas salvar. La situación más extrema se dio en Bérgamo, Italia, cuando los médicos tenían que decidir a quién darle un respirador artificial. Todos los días, los jefes de gobierno, a través de sus medidas económicas, políticas y sanitarias, optan por salvar vidas actuales versus aumentar la posibilidad de vidas futuras. ¿Qué planteo ético te generan estos dilemas?
—Es un dilema real que se plantea en situaciones extremas de la vida. Y esta lo es. Me preocupa que eso nos distraiga de la verdadera tarea que como humanidad tenemos que perseguir, que es evitar llegar a situaciones como esta. Si tuviéramos sistemas sanitarios robustos, seguridad social, un sector público con profesionales idóneos (que los hay, pero no en la medida necesaria), si hubiéramos tenido gobiernos con más capacidad de anticipación, de protección, de control, probablemente no nos encontraríamos en esa situación. El gran imperativo ético de la humanidad es conseguir que ese tipo de situaciones críticas no se produzcan. Ser capaces de procurar el bien de todos y de no tener que discriminar. Como dice Beatriz Sarlo, y coincido plenamente con su ironía, priorizar aquí es discriminar y excluir.
—El coronavirus también hace emerger una discusión de fondo sobre la ética. Aparecen ahí planteos utilitaristas sobre la felicidad, eudemonistas, discusiones que nos retrotraen a Grecia. Mientras que hay otros que podrían considerar que la guía no es la suma de felicidad utilitaria, más orientados al deber más kantiano. ¿De cuál de las dos posturas te sentís más próximo?
—En materia ética soy escéptico acerca de la legitimidad del mero cálculo utilitarista. No me siento capaz de hacerlo y, por supuesto, siempre que pueda negaré la autoridad de quien pretenda hacer ese tipo de cálculos. El utilitarismo es muy poco útil. Pretende controlar una cadena de valor y de efectos secundarios que escapan a nuestros cálculos. Es un planteamiento muy abstracto. El utilitarismo tendría sentido si efectivamente pudiéramos poner en una balanza unos bienes y otros. Como eso no lo podemos hacer, o por lo menos hacerlo con la exactitud con la que los modelos utilitaristas nos lo describen, lo preferible es no calcular, es ocuparse lo mejor posible y tratar de configurar los sistemas políticos de tal manera que no sea necesario tener que llegar a ese tipo de discriminaciones tan brutales.
—Una de las citas del comienzo aludía a Gottfried Leibniz. Irónicamente decía: “Terminemos una discusión, calculemos quién tiene razón”, como si se pudiera calcular en términos matemáticos en lugar de comparar disímiles.
—Forma parte de ese mundo de números y cantidades con el que Leibniz soñaba y en el que creía vivir. Pero el humano es un mundo bastante más inexacto, en el que hay muchas dimensiones de nuestra existencia que no se pueden reducir a un cálculo cuantitativo. Es un mundo de interpretaciones, de aproximaciones, de matices. Ahora estoy trabajando el tema de los algoritmos, de los grandes datos, del análisis de datos. Una de mis grandes preocupaciones es que haya quien piense que el mundo puede reducirse perfectamente a aquello que los datos nos indican. Desde luego, un mundo sin datos sería un mundo más pobre, necesitamos datos para tomar decisiones, pero no deberíamos caer en la ilusión de pensar que los datos cubren todos los aspectos de la realidad.
—Argentina, si no es el país de la cuarentena más larga del mundo, va camino a serlo. Se utilizó un neologismo muy cuestionado, “infectadura”, respecto de que había una dictadura de los pandemiólogos. La discusión es cuánto afecta a la economía y cuánto se debe priorizar la salud pública. ¿Cómo se dio en España ese debate y cuál es tu posición personal en este dilema?
—Nos encontramos ante un problema que requiere gran cantidad de saber experto para hacer solucionarlo. Un problema que sobrepasa la capacidad media del político medio, formado para asuntos generales. Exige la colaboración, la presencia continua de grupos, de expertos. Pero también en estos meses llamé la atención sobre la idea de que hay demasiados expertos. Hace poco participaba en un debate sobre estos temas y un médico psicólogo decía que los médicos representados en los comités de expertos eran epidemiólogos o inmunólogos, pero no nutricionistas, psicólogos, psiquiatras y clínicos. La urgencia del combate en la crisis sanitaria puso en un lugar muy destacado a los epidemiólogos, pero hay otro tipo de expertos que también deberían tener una cierta voz. En España estamos en una situación que no sé muy bien cómo definir, porque es de desconfinamiento pero con retrocesos. Empezamos a oír voces que indican que siempre que se toman decisiones colectivas de esta envergadura hay que tener en cuenta muchos criterios. Mi tesis de la democracia compleja es la idea de que una buena sociedad que toma decisiones correctas es aquella capaz de influir en el conjunto de voces que se hacen oír previamente a sus decisiones, a unas voces plurales que representan intereses, sectores, grupos de la población muy diferentes. Conectando con esa pregunta sobre los jovencitos y los mayores, es evidente que aquí hay intereses que no coinciden. Hay intereses del mundo económico que pugnarían porque la cuarentena fuera menos coercitiva; pero conviven con intereses del mundo de los mayores que desearían un confinamiento más severo, que también deben ser atendidos en beneficio de su salud. No tengo una solución. No hay un algoritmo exacto para resolver este puzzle. Hay que tratar de equilibrar voces e intereses divergentes. Recomendaría, en este contexto, el pluralismo: que se tomen las decisiones políticas a partir de un debate en el que estuvieran representadas voces populares y las voces plurales de expertos de diferentes sectores de la ciencia.
“Las consignas populistas suenan ridículas en el contexto de la crisis sanitaria.”
—Un economista famoso en Argentina decía que si él pudiera actuar como ministro de Economía de la misma forma en que actuaron los expertos médicos sin preocuparse por los efectos negativos de las políticas que generarían un cambio económico, podría reducir la inflación de un día para el otro. Cualquier especialista al que se le permita resolver un problema sin tener en cuenta ninguno de los demás lo podría solucionar mucho más fácilmente. Pero al mismo tiempo habría un costo secundario que podría terminar siendo peor que lo que viene a curar.
—Es una observación muy aguda. Pero este economista debería estar muy agradecido de que no se le permita tomar decisiones sin considerar otros puntos de vista. Es una gran ventaja; no un inconveniente. Como economista, como epidemiólogo, como ingeniero o como lo que sea, no aspiraría a ser la única y la sola voz en una sociedad. No querría ser la persona que olímpicamente en solitario tomara las decisiones colectivas. Es bueno que un economista se sienta limitado en su capacidad de decisión por los sociólogos, por los políticos, por los medioambientalistas, pero es bueno también que los epidemiólogos no tengan la única voz, salvo en momentos críticos. Es bueno que se contrasten sus opiniones con otros puntos de vista. Es muy importante entender que la economía, la medicina, también son ciencias sociales. Son ciencias políticas. No tienen un saber monopólico, con una visión resguardada de cualquier tipo de crítica y contraste. Es bueno que nos acostumbremos los economistas, los epidemiólogos, los filósofos, todo el mundo, a operar en un espacio público de debate en el que hay otros criterios que nos contradicen, y que predomine el mejor argumento.
—Pero hay un momento en el que se deben tomar decisiones. ¿Habría algún área del conocimiento que tendría que primar en las decisiones de un jefe de Estado? En Grecia se hablaba de un rey filósofo.
—Una democracia es un sistema político en el que la gente corriente está por encima de los expertos. La gente corriente representada está por encima de sus expertos. Una democracia no es una tecnocracia, no es un sistema político en el que gobierna un grupo de técnicos. Se escucha, sí, a los técnicos, que son de muy diversa ralea y de muy diversa sensibilidad. Pero al final las decisiones las toma el pueblo representado. Es un equilibrio en el que no hay una fórmula mágica. Escuchemos a los expertos tanto como nos sea posible, y a tantos como nos sea posible, pero las decisiones las tienen que tomar quienes nos representan y quienes tienen una visión de conjunto mejor o peor sobre los aspectos que deben tener en cuenta las decisiones políticas.
El futuro de una humanidad justa, igualitaria y ecológica se juega en la tecnología.
—¿No hay allí implicada una expresión ética? Afirmar el derecho de tomar decisiones de los políticos, pese a que tales decisiones puedan ser equivocadas.
—Sí. Pero tampoco es cierto que los expertos no se equivocan. Es larga la historia de los errores de los expertos. Sus errores tienen la complejidad de que son formulados con autoseguridad. Con motivo de la crisis económica financiera anterior, alguien me preguntó cómo es posible que los economistas se hayan equivocado tanto cuando tienen tantos instrumentos de medición exacta sobre la realidad. Mi respuesta fue: se equivocaron precisamente por eso. Se equivocaron porque disponen o creían disponer de unos instrumentos de medición exactos. Quizás las personas corrientes seamos más conscientes del carácter aproximativo de nuestras decisiones. Nuestro derecho incluye aquello de decidir, a costo de equivocarnos. Prefiero un sistema democrático a uno tecnocrático. La democracia es un sistema muy superior a la aristocracia o a la tecnocracia, no solamente por los valores que representa, sino también porque está más protegido contra los errores. Me refiero a un sistema en el que hay pluralismo, libertad de información, de expresión, de protesta, de circulación de las personas. Se suelen cometer menos errores que en aquellos sistemas en los que se monopoliza el saber.
—¿Se podría decir, siguiendo esa lógica, que Occidente, con sus democracias representativas, va a terminar siendo superior? Algunos dicen que China toma decisiones más rápidas y más eficientes al no tener las discusiones propias de la división de poderes de Occidente.
—Es un debate que viene de largo. Como bien sinterizaste, existen quienes afirman que los sistemas políticos que no pierden el tiempo respetando los derechos humanos ni los procedimientos jurídicos vendrían a ser más eficaces, especialmente en lo que se refiere a la resolución de asuntos críticos o la gestión de las crisis. Es una tesis que combato en mi último libro, Pandemocracia (mayo de 2020), pero también en un texto anterior: Una teoría de la democracia compleja. Gobernar en el siglo XXI. No es verdad bajo ningún punto de vista. El contraejemplo de China es muy claro a este respecto. Es un país al que en buena medida le debemos el origen de esta pandemia. Y además, con una información sesgada, mala, a destiempo, tardía. De haber hecho las cosas de otra manera, nos hubiera permitido enfrentar la crisis con mayor preparación. A eso se suma que es un sistema político en el que hay torpeza en la toma de decisiones. Un sistema autoritario no permite que la información discurra libremente. Quienes toman las decisiones en Pekín no obtienen la mejor información, tienen información sesgada, que suaviza las malas noticias, interesada. Así no se puede decidir correctamente. Es mucho mejor un sistema político en el que hay contraste, réplica, crítica, aunque a veces genere ruido, confusión e incomodidad a los gobernantes. Ese flujo de información permite mejores decisiones. La caída de los regímenes de la órbita soviética en buena medida fue debido al problema de la mala información. Un sistema político fuertemente centralizado, autoritario, desconoce el tipo de sociedad que lo rodea. No se puede gobernar una sociedad si se la desconoce.
“Hay que parafrasear a Bill Clinton: ‘¡Es la interacción, estúpido!’”
—¿Cómo afectará en las próximas elecciones de Estados Unidos la respuesta de Donald Trump frente a la crisis sanitaria? ¿Será el tema central como en su momento fue la economía? ¿Podrá costarle la presidencia?
—Trump, como otros líderes políticos populistas, por ejemplo Jair Bolsonaro, o Boris Johnson en un principio, hicieron un diagnóstico muy equivocado de la crisis. Eso lo van a pagar. El populismo, en sus distintas versiones, desprecia tres realidades que la crisis puso de manifiesto. En primer lugar, la importancia del saber experto, de la ciencia, de la investigación. En segundo lugar, la importancia de las instituciones, algo que trasciende a un líder político providencial que se dirige a una masa indiferenciada del pueblo. Es clave tener instituciones robustas, sólidas, con procedimientos, con inteligencia colectiva. Y en tercer lugar, la idea de una comunidad global. Vivimos en una comunidad global que vincula nuestros destinos de distintas maneras y con distinta intensidad. Así, consignas como “América primero” (N. de la R.: de Donald Trump) o “Francia de entrada”, expresiones de un interés nacional replegado sobre sí mismo, suenan en estos momentos como algo cuanto menos ridículo e incompatible con el desafío colectivo que enfrentamos. Estos grandes errores, el antiintelectualismo, el anticientificismo, el terraplanismo incluso, la poca inteligencia institucional y la poca conciencia de la comunidad global, pasarán factura. En el caso concreto de Trump, fue un líder que hizo reposar toda su esperanza de reelección en el éxito de la economía. Y una pandemia como esta exigía un tipo de liderazgo que no estaba en condiciones en absoluto de ofrecer. Su liderazgo fue en el contexto de una economía que funcionaba a toda velocidad y produciendo beneficios, aunque con gran desigualdad, pero produciendo al menos beneficios a grandes cifras. Pero fue incapaz de manejar una crisis como esta.
—¿Estamos camino nuevamente a un mundo G2 en el que se sustituye a la ex Unión Soviética por China en cuanto a su confrontación con Estados Unidos?
—El corto plazo va a tener como protagonistas a esas dos grandes potencias con protagonistas de segundo orden como América Latina, Europa o Rusia. Pero este momento histórico que estamos viviendo hay que contemplarlo también en la larga duración, en una escala temporal mucho mayor. Me parece que la idea, el horizonte del multilateralismo, que parecía algo ya establecido, consolidado antes de estas crisis, seguirá persiguiendo a ese G2 que pueda salir triunfante de esta crisis. En el fondo, seguirán existiendo problemas que no se solucionan de otra manera mientras persistan esos problemas, vinculados a la globalización, a la forma, al formato de un mundo actual, al cambio climático, a las nuevas tecnologías, a la financiarización de la economía. Mientras ese mundo persista, el horizonte del multilateralismo seguirá siendo un ideal digno de ser perseguido y por el que pujarán otros muchos actores.
“El principal defecto del populismo es que ofrece soluciones simplificadas a temas complejos.”
—¿Cómo afectará el balance entre China y Estados Unidos a la pandemia y el hecho de que se originó en China el virus que contagió a todo el planeta?
—Tenemos un gran problema de conocimiento sobre lo que sucede realmente en China. No sabemos con precisión la dimensión de la pandemia allí. Tenemos un conocimiento bastante inexacto de lo que pasa en nuestros países por deficiencias tecnológicas a la hora de obtener los datos, pero en el caso concreto de China lo que hay es un sistema muy poco transparente hacia fuera. Mi tesis es que el sistema chino no solamente no es envidiable desde el punto de vista normativo, sino que es bastante insostenible. Perdura en el tiempo debido a la peculiaridad cultural de un país de semejante naturaleza. Desde luego no es exportable. No es un modelo especialmente atractivo para otros países. Hay que tener en cuenta que cuando un país como China aborda la crisis de la manera en que lo hace, no lo hace pensando en el bien de la población; más bien, busca la supervivencia del régimen. El dato significativo es lo que hizo el sistema chino con aquel médico que advirtió de la gravedad de la crisis: meterlo en la cárcel. Desde el punto de vista moral, habla de un régimen político impresentable. Es muy poco inteligente, además, porque hay que hacerles caso a las alarmas. Hay que considerarlas como indicadores de que algo no está funcionando bien y no meterlas en la cárcel o reprimirlas. Es un síntoma de bajeza moral y también de muy poca inteligencia política.
—La historia señala que en el pasado hubo 16 guerras entre las potencias dominantes y las emergentes. Son 16 casos sobre 20. Hasta que China demuestre su obsolescencia, ¿la situación puede terminar en una guerra real y no comercial?
—Esa estadística es correcta; pero también es cierto, si no me falla la memoria, que los ejemplos más recientes la contradicen. Hay que verla también en la evolución de las sociedades. Las guerras comerciales no necesariamente se transforman en militares. El tipo de conflicto al que asistimos tiene una naturaleza distinta del trágico conflicto militar. Hace mucho tiempo que los grandes conflictos de intereses se expresan y se resuelven menos en términos militares y confrontación bélica y más en términos comerciales. Lo que vemos en estos momentos es una gran competitividad en el ámbito tecnológico. Deberíamos poner el foco más en la rivalidad tecnológica, en el 5G, en las grandes empresas tecnológicas, en el poderío chino frente al norteamericano. Y también en el protagonismo pretendido de Europa en ese combate. Ese es el espacio donde se libra lo que tradicionalmente se solucionaba en un campo de batalla de tipo militar.
“El sistema chino puede perdurar por las particularidades culturales del propio país.”
—Inglaterra prohibió a las empresas inglesas la contratación de Huawei y del 5G. ¿Hoy tener acceso a 5G es equivalente a lo que era en el siglo XX tener o no energía atómica?
—Sin duda. Las grandes batallas se dan en el universo tecnológico. No solamente las batallas geoestratégicas; también las que tienen que ver con nuestra dignidad, con los derechos humanos, con la igualdad entre las personas, entre hombres y mujeres. Se van a resolver más si acertamos a darle a la tecnología un rostro humano, una dimensión de justicia, de equilibrio e incluso de equilibrio ecológico. Por lo cual mi propuesta desde hace tiempo es que dejemos de entender la política como un combate asimilable a las viejas disputas, por ejemplo la de los intereses militares. Propongo considerarla más como una discusión en torno a cuestiones tecnológicas. Hoy en día el futuro de una humanidad justa, equilibrada, igualitaria, ecológica, se juega en la tecnología.
—Karl von Clausewitz planteaba la idea de la relación entre la guerra y la política como una continuación. Tu planteo es que esa mirada queda un poco arcaica, que finalmente la guerra se resuelve a través de otras expresiones, como la comercial o la tecnológica. Uno podrá decir que la ex Unión Soviética cayó porque se demostró que la economía planificada era inferior al del capitalismo a la hora de producir bienes. Podríamos decir que el capitalismo es un sistema de comunicación. Los precios son una forma, el síntoma de ese sistema de comunicación. China tiene un sistema de partido único, como Rusia, pero adopta el capitalismo. ¿Un sistema de partido único que adopte del vencedor, del capitalismo, su modelo económico puede triunfar frente a la democracia?
—Lo que China está haciendo es compensar esa carencia de información que discurre libremente, que caracteriza a las democracias occidentales, por una competitividad extrema en el ámbito de la inteligencia artificial. Es decir, pretende que el conocimiento que no circula libremente sea sustituido por un conocimiento obtenido de la sociedad a través de instrumentos tecnológicos, sobre todo a través del análisis de datos. En estos momentos la gran batalla que se va a librar es precisamente si vamos a concebir el mundo de los datos como uno comprensible de manera monopólica o como un espacio en el cual se pueden introducir otros criterios. El tema de los grandes datos, del análisis de datos, está funcionando como un mantra que nos está haciendo olvidar otras dimensiones del análisis de la sociedad. La batalla decisiva será acerca de si la comprensión de los datos que nos ofrece la sociedad con su movimiento, con su consumo, con su movilidad o su comportamiento social, está abierto también a otro tipo de consideraciones de carácter ético, o sobre la sostenibilidad.
“Una organización social inteligente tiene un funcionamiento superior a la suma de sus miembros.”
—¿La batalla narrativa entre la ex Unión Soviética y el mundo occidental, con Estados Unidos como significante, fue ética? La ex Unión Soviética planteaba una idea de igualdad que no lograba el mejor desarrollo de cada uno de los habitantes. ¿Hoy la batalla de China con los Estados Unidos no sería ética, sería todo lo contrario: quién produce más bienes usando el capitalismo?
—Es un análisis correcto del antagonismo actual. Por mi propia formación y mi trayectoria profesional, recelo un poco de plantear las discusiones de tipo político, las discusiones tecnológicas, en clave ética. Me resisto a creer que en el fondo los grandes enigmas, los grandes problemas de la humanidad, se resuelven en términos de buenos y malos, de bondad o maldad. Ese planteamiento nos lleva a olvidar que hay un campo enorme de discusión, de confrontación intelectual, que tiene que ver con si somos o no inteligentes como sociedad. El recurso al diagnóstico moral de nuestros problemas nos ahorra toda una discusión mucho más interesante, que tiene que ver con la talla intelectual. No es tanto que estemos confrontando sociedades buenas contra sociedades malas como que hay comportamientos en nuestras sociedades, tecnologías en nuestras sociedades, sistemas políticos, que son más o menos inteligentes. No digo que el otro planteamiento sea ocioso o innecesario. Pero me parece que deberíamos prestar más atención al elemento de inteligencia o de estupidez colectiva que hay en determinadas formas de organización social. Mi tarea fundamental es plantear el tipo de problemas de la organización social como vinculados a la generación de inteligencia colectiva.
—¿Existe algo así como un test de inteligencia para los sistemas políticos? ¿Es más inteligente aquel que logra mayor cantidad de bienes de felicidad, igualdad?
—Dependerá siempre del tipo de bienes al que nos estemos refiriendo. Suelo explicar esto recurriendo a una metáfora que en Argentina, que es un país tan futbolístico, se entenderá muy bien. Los equipos humanos no son simplemente una mera agregación de jugadores individuales donde cada uno añade su pericia a otro, sino que tienen que ver con la generación de unas reglas, de unas normas que por una serie de razones resultan superiores a la mera suma de las partes. Hay una organización inteligente (sea una empresa, un partido, un país) cuando la organización, la cultura, las reglas, las normas, hacen que las acciones colectivas sean mejores que la mera suma de las acciones individuales. Por el contrario, hay una sociedad estúpida allá donde, incluso habiendo grandes personalidades, la adición de comportamientos produce resultados estúpidos. Pensemos en cómo se produce una congestión de tráfico. Por qué en determinados círculos se acaba siempre generando una serie de conflictos innecesarios. Muchas veces esas personas que intervinieron en la generación del conflicto no son antagonistas. Esta es una de las claves de toda la filosofía que defiendo. Hay que preocuparse más de la interacción que de los elementos de la interacción. Cuando hablamos de política, lo importante es la interacción entre los elementos. Aquello que se atribuye a Bill Clinton de Es la economía, estúpido, lo digo de otra manera: Es la interacción, estúpido. Fijémonos en cómo interaccionan las cosas. Las crisis se producen por la interacción, por la suma fatal, con efectos cascada, por los encadenamientos fatales que producen entornos que no están suficientemente bien gobernados.
“Vivimos en una democracia poselectoral. Debe considerar a las generaciones futuras.”
—Thomas Scanlon en una entrevista como esta (https://bit.ly/32zYPOa) nos planteó que cada sociedad tenía su contrato social y que ese contrato social podía ser genuino dependiendo de los deseos de cada una de esas sociedades, que podría ser que para la sociedad rusa de principios del siglo pasado el deseo de igualdad fuera más importante que el deseo de progreso y que en China en este momento la demanda de la mayoría de los chinos tenga que ver con el progreso económico después de cuatro siglos de estancamiento y que en este momento el Partido Comunista Chino sea legítimo porque responde al contrato social vigente.
—China no es mi especialidad, no conozco las peculiaridades de la sociedad china. Me cuesta mucho entender que el progreso económico tenga que hacerse a costa de las libertades básicas de las personas. Considero que es un esfuerzo sobrehumano sacrificar esa dimensión de nuestras aspiraciones de justicia. Siguiendo esa reflexión, diría que no estoy de acuerdo con el planteo. Pero me parece muy interesante la reflexión de que en cada sociedad y en cada momento de la historia los seres humanos hacemos contratos sociales de naturaleza diferente. Y desde ese punto de vista, mi propuesta desde hace tiempo es que dentro de esa democracia compleja, hoy en día, el contrato social ya no puede entenderse como únicamente entre los actualmente vivos, sino que tiene que incluir a las generaciones venideras. Cuando la cadena de los efectos que la intervención en la naturaleza que producen nuestras tecnologías es tan larga en el tiempo, va a dejar una huella, y es necesario que el contrato social incorpore a las generaciones que ni siquiera están vivas todavía. Eso creo que abre nuestro horizonte normativo a lo que yo denomino democracias poselectorales: democracias que no estén sometidas exclusivamente a la soberanía de los electores actuales y que introduzcan otros criterios de la justicia.
“El conflicto entre China y Estados Unidos se da esencialmente en el campo tecnológico.”
—Extremando y simplificando el análisis, se podría decir que por un lado encontramos un sistema de partido único, como el modelo chino; y por otro lado, podríamos plantearnos un modelo ideal de una democracia republicana con alternancia del poder perfecta, ideal, que muchas veces no se da, pero como tendencia al otro extremo. Y que está surgiendo de manera creciente algo intermedio, que algunos llaman democracia delegativa, otros populismo, y otros autoritarismo. Un sistema que incluye elecciones, regímenes en los cuales la división de poderes es acotada, el poder del Ejecutivo es mucho mayor. Uno podría decir que Vladimir Putin es un ejemplo, y que Donald Trump o Jair Bolsonaro son ejemplos fallidos. Se hacen disquisiciones sobre el término “populismo”, tanto de derecha como de izquierda. ¿Se pueden explicar estas categorías desde un punto de vista ontológico?
—El gran enemigo actual de la democracia no es la corrupción, la violencia; es la simplificación. Nuestro gran problema político es la simplificación de las formas de gobierno en relación con la complejidad de los problemas que debemos abordar. El populismo es una respuesta claramente infracompleja, insuficiente, frente a problemas que, incluso, en ciertos casos detecta bien. Los identifica, pero falla precisamente porque ofrece respuestas simples a problemas complejos. Esto se puede deber a dos causas. En primer lugar, a que la mayor parte de los problemas de los conceptos políticos que manejamos surgieron hace 300 años, en sociedades mucho más sencillas que las actuales. El segundo factor es práctico. Hay líderes políticos que viven de la simplificación, del antagonismo, de dividir buenos y malos, nosotros y ellos, de establecer una lógica de muros, de separación. La tesis que vengo defendiendo desde hace muchos años es que las democracias se mejoran tornándose más complejas. Lejos de dotar de más poder al Ejecutivo, confiar en un líder providencial, lo que tenemos que procurar son sistemas institucionales que articulen mayor diversidad, en las que haya más voces, más intereses representados, más discusión, más debate. En definitiva, habrá más inteligencia colectiva.