Daniel Scioli apuesta a una carta para neutralizar la sangría de votos y demostrar a propios y extraños que está vivo y que puede aspirar al triunfo en el balotaje. Es la carta del miedo: convencer a los votantes de los sectores populares que en el primer turno se inclinaron por Sergio Massa que van a estar peor si el peronismo —al que pertenecen— pierde, finalmente, las elecciones.
En ese marco, Scioli y sus voceros machacan con el parecido de familia que creen encontrar entre Cambiemos y la Alianza que en 1989 condujo al gobierno a la fórmula integrada por Fernando de la Rúa y Carlos “Chacho” Álvarez.
Como explico en mi último libro, Doce Noches, hay algunas diferencias. La principal es que Cambiemos gira alrededor de Macri; es decir, el jefe de Gobierno porteño se ha convertido en el único líder de ese espacio, a tono con la demanda principal del electorado desde la gran crisis de 2001.
No es una actitud elegante apelar al voto miedo, pero, a esta altura, a Scioli no le queda demasiado. Puede levantar banderas como el pago del 82 por ciento móvil a los jubilados o prometer que pulverizará la inflación y disminuirá la pobreza. Pero, ¿a quién puede convencer si la propia presidenta Cristina Kirchner lo desmiente por cadena nacional?
El voto miedo es la carta de Scioli para mostrar en los próximos días (tal vez ya este fin de semana) que logró neutralizar la sangría de votos que revelaron los primeros sondeos luego de la sorpresa del primer turno. Encuestadoras no deberían faltarle si varias de estas empresas mantienen su oficialismo rentado.
Ése debería ser su primer objetivo: convencer a sus propios compañeros que sigue en carrera; es decir, que puede ganar. “El líder es un constructor de éxitos”, enseñaba el general Juan Perón. El peronismo no soporta a los perdedores, como bien se ve ahora, cuando algunos liderazgos están poniendo distancia de Scioli y también de Cristina.
No la tiene fácil Scioli. En primer lugar, el voto miedo despierta una fuerte antipatía en los sectores medios y en los medios de comunicación, es decir en el aire que respiran el candidato, su esposa y su entorno.
Según ese imaginario, un candidato debería convocar a un país mejor en lugar de embarrarse en una campaña negativa.
Por eso, las campañas negativas se preparan con tiempo y se ejecutan con aproximaciones indirectas, a cargo de diversos intérpretes. En el oficialismo no hubo tiempo para nada de eso: no tenían Plan B, creían que iban a ganar ya en el primer turno. Una falla grave, que podría deberse a que llevan demasiado tiempo atornillados en el poder.
(*) Editor ejecutivo de Fortuna, su último libro es Doce Noches. 2001: el fracaso de la Alianza, el golpe peronista y el origen del kirchnerismo.