“La gente del mismo oficio rara vez se reúne, incluso para festejar o divertirse, sin que la conversación termine en una conspiración contra el público”. Esto lo escribía, hace más de doscientos años, Adam Smith, uno de los grandes teóricos del liberalismo. Este era, para el autor, uno de los principales obstáculos a la libre competencia.
Si las corporaciones son necesarias, porque permiten que grupos de personas o de empresas funcionen como una sola entidad jurídica, el problema ocurre cuando crecen a tal punto que ya no hay quienes compitan contra ellas; es decir, cuando se forma un monopolio. Otra posibilidad igualmente negativa, como marcaba Smith, es que esos mismos grupos, sin ser una entidad legal, conspiren para crear un monopolio informal, o sea un cartel.
Esta realidad también se da, evidentemente, en política. En el fondo, es uno de los grandes bugs (errores de diseño) de la democracia. El sistema debería garantizar la representación de todos, pero el poder de los grandes números permite que grupos bien organizados impongan su voluntad, o conspiren para beneficiarse a costa del resto de la ciudadanía.
El exceso de corporativismo se da en todas partes, pero Argentina, en particular, es un país atravesado por él. Todo funciona según la misma lógica. Desde los grandes supermercadistas que deciden, a puertas cerradas, el aumento de precios, hasta los gremios capaces de paralizar parte del país por el problema de un solo afiliado. Pasando por un periodismo que maneja la información y la agenda pública en forma monopólica, y por la corporación judicial, tan en boca de todos en estos momentos.
Esos mismos grupos que nacieron con un buen propósito terminan convirtiéndose en sectores de poder
En un país tan habituado a los excesos del poder, la creación de frentes comunes es casi un imperativo para poder defenderse y sobrevivir. El problema es que esos mismos grupos que nacieron con un buen propósito terminan convirtiéndose en sectores de poder.
Pongamos un ejemplo. Si un médico es acusado de mala praxis está bien que el conjunto de la profesión lo apoye y le brinde los medios para defenderse legalmente, con el objetivo de determinar si es responsable o no de lo que se lo acusa. Pero si toda la comunidad médica defiende a un corrupto que se adueñó de los fondos de un hospital, y ahí amenaza con hacer un paro nacional a menos que se lo exima de los cargos, ese corporativismo ya no es bueno. Esta defensa a ultranza puede terminar en que una persona corrupta sea defendida por médicos honestos, inocentemente y por espíritu de cuerpo .
La realidad del sindicalismo puede no estar muy lejos de este escenario. El gremio de los Camioneros, por ejemplo, está pronto a defender a su dirigencia incluso cuando se trata de problemas no relacionados con el sindicato en sí. Ante la posible detención de Pablo Moyano, relacionada con su gestión en el Club Independiente, su padre, Hugo, amenazó: “Si atacan a mi familia, yo también los voy a atacar a ellos”. Le faltó decir que lo hará por medios judiciales, y no mediante un paro de camioneros, lo que ya sería mezclar algo en el orden de lo privado con el sindicalismo.
Hugo Yasky: "Si detienen a Pablo Moyano nos vamos a movilizar en la calle"
Antes de defender la inocencia de su hijo, Moyano recurre a la amenaza. El mensaje, en última instancia, es que él y su familia pueden hacer lamentablemente lo que quieran, dado que cuentan con el respaldo de uno de los gremios más poderosos que paralizarian el país. Ahora, si sos un simple ciudadano y no te banca nadie, estás a la buena de Dios. No hay que olvidarse de que la gente recoge estos mensajes implícitos y actúa en consecuencia; ahí, muchas veces, está la explicación de que se vote de una determinada manera.
Este caso es solo una muestra de los extremos a los que puede llegar un corporativismo sin control. Desde el punto de vista de los trabajadores, tampoco hay otra opción más que seguir al sindicato, por lealtad o porque no quieren perder su apoyo (porque, en definitiva, nadie respeta al salario espontáneamente desde el lado del gobierno ni de los empresarios ). Para el Estado, el costo de ir contra estos grupos puede resultar tan alto que en general prefieren no hacerlo.
En este camino, en lugar de buscarse el contexto entre diferentes grupos, el país queda convertido en un polvorín, en un enfrentamiento entre facciones que tironean a la sociedad -y a veces a sus propios miembros- para salvarse ellos, sin importar si perjudican a todos los demás.