El extremadamente largo conflicto entre el Gobierno y el campo, que probablemente esté en vísperas de solución, ha dejado un lastre en la política del país difícil de remontar, en momentos en que la sociedad, que ya venía preocupada por problemas graves que no parecían tener salida rápida, como la inflación, la inseguridad y un manejo del poder de parte del kirchnerismo al menos antipático, venían erosionando los logros que supo conseguir, aunque también con métodos poco convencionales, Néstor Kirchner en su gestión.
Cristina Fernández asumió la Presidencia como si hubiera sido su marido con sólo un cambio estético. La mujer, que en la campaña electoral prometía avanzar hacia las asignaturas pendientes como la reforma política, la conciliación entre los factores de poder y el mejoramiento de la institucionalidad, lejos de ocuparse de esos temas centrales, cedió de entrada el timón del poder a su marido y éste, exacerbado y exasperado tal vez por haber dejado la Casa Rosada a regañadientes, aunque con la esperanza de volver en el 2011, empezó a embarrarle la cancha a su propia esposa.
Cristina Kirchner pareció allanarse a la decisión de su antecesor de seguir manejando la cosa pública, tal vez con la convicción de que como en sus cuatro años las cosas le fueron bien, facilitaría una prolongación en la que ella sólo se ocuparía de intentar mejorar la imagen internacional del país, muy deteriorada desde hace años.
Los primeros ensayos en esa dirección quedaron rápidamente abortados por la irrupción de la inflación, fruto de errores en el manejo de la economía, pero básicamente de la obcecación de Néstor Kirchner de no querer ver algo que ya era de una realidad incontrastable.
Al mismo tiempo, los manejos poco democráticos de la cosa pública que la mandataria, contradiciendo su imagen, no sólo dejaba transcurrir sino que para colmo exacerbaba, fueron armando una especie de artefacto explosivo que estalló, como siempre ocurre, con la primera chispa que apareció.
La chispa fue la que encendió cuando decidió una revisión total del programa de retenciones. Muchos cuestionaron la oportunidad de la medida y se preguntaron cuál fue la razón de emprenderla justo con el sector económico que estaba aportando más ventajas al crecimiento del país. Tal vez fue la codicia del poder: ya con los fondos horadados por el enorme gasto público destinado a seguir sumando voluntades políticas a lo largo y ancho del país, y por el pago de la deuda externa remanente y enorme, pese al golpe de efecto que tuvo el saldar las ínfimas obligaciones con el Fondo Monetario Internacional, y con la obligación de recurrir a la carísima ayuda del venezolano Hugo Chávez. Así la luz amarilla se había encendido en la Casa de Gobierno.
Las soluciones encontradas por los habitantes del poder fueron todas erradas. Primero fue ignorar la inflación y enviar a Guillermo Moreno poco menos que a patotear a los presuntos formadores de precios y supuestos responsables del peligroso fenómeno; después fue elegir a la prensa -con la oposición totalmente desdibujada- como blanco de acusaciones de ocultos y siniestros complots, y finalmente fue la decisión de echar mano de la billetera de los hombres del campo, esos que le seguían aportando enorme cantidad de divisas gracias al milagro de la soja.
Seguramente nadie se imaginó en la Casa Rosada, por la impericia obvia de sus habitantes, las consecuencias que acarrearía la decisión de las retenciones: un paro unánime e interminable del campo y a partir de allí, una pulseada digna de una lucha en el ring de dos titanes fue la opción, en lugar de una negociación calma, meditada, en la que se pusieran sobre la mesa todos los elementos a discutir para hallar una salida.
El conflicto estalló con el campo, pero bien pudo haber explotado si se apuntaba hacia otro sector de la economía. Desde allí, el tironeo entre poder y un sector formador de recursos alcanzó límites impensados para un sistema democrático.
Hoy, después de un tenue gesto tal vez sobrevaluado como señal de intenciones de reabrir el diálogo de parte del Gobierno, como lo fue más la decisión de Néstor Kirchner de no hablar en el acto por su asunción del PJ, más que las ambiguas palabras de la Presidenta, el campo, envalentonado con el enorme apoyo que obtuvo en su protesta, se da el lujo de ponerse del lado del empecinamiento y la irracionalidad.
En el medio, la gente comenzó a vivir una vez más la incertidumbre, la inseguridad de ver al país tan inestable como siempre, un país que nunca permite gozar de buenos períodos de bonanza y de paz sin que estallen los enfrentamientos, como si fuera el deporte nacional preferido.
En los dos meses que duró el conflicto, el gobierno pareció haber dejado de lado todas sus otras obligaciones para encerrarse en el cuartel de guerra e imaginar estrategias de ataque. Fue el tema excluyente que ocupó, nada menos que durante dos meses, a la gente que tiene que manejar todo un estado y todos sus componentes.
Mucho tiempo se ha perdido, y esa pérdida se advertirá con claridad una vez que se solucione la crisis con los productores agropecuarios, que no parece ya estar tan lejana como antes. Pero después, ¿qué hará el Gobierno? ¿Cristina Kirchner tomará la decisión política de ponerse a trabajar para mejorar tantos temas que han quedado pendientes en medio de la batalla? Porque aunque los dibujos del INDEC indiquen que mejoró la desocupación, que hay menos pobres e indigentes, y que los precios subieron casi nada, todos saben que eso está muy lejos de ser una realidad. Todos esos fenómenos que tienden a destruir a un país siguen tan vigentes como siempre, así como el deterioro de las obligaciones del Estado, como proporcionar seguridad, salud y educación a su pueblo.
Esos tres rubros están más alicaídos que nunca. Así como el creciente aislamiento internacional del país. Hará falta mucha inteligencia, dedicación, prudencia, mesura y ecuanimidad para que de una vez por todas el Gobierno visualice con claridad cuáles son los verdaderos males a los que debe atacar, que para eso sirven las enormes cantidades de divisas depositadas en el Banco Central, que al menos en estos días actuó con más sensatez para frenar una corrida bancaria que hubiera podido ser fatal para la joven y hasta ahora muy desacertada gestión de Cristina Fernández de Kirchner.