POLITICA
CRISIS PORTEÑA

Nada que celebrar, poco que lamentar, mucho por madurar

Reglas establecidas que se vuelven en contra.

CROMAÑON
SECUELAS. Cromañón abrió un debate que no termina con la caída de Ibarra. | JUAN OBREGON

El destituido jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Aníbal Ibarra, jugó el juego según las reglas establecidas por una institucionalidad extenuada, y dentro de esas reglas, lo jugó con una denodada obstinación, dando todo de sí, dejándolo todo. Sin embargo, vale la pena preguntarse si esas reglas engendran actores semejantes a lo que la ciudadanía porteña espera de la política, o individuos cada vez más parecidos a sí mismos y por lo tanto diferentes de los representados.

Son reglas dentro de las cuales es admitido intentar un plebiscito para permanecer y reforzar el poder (a contramano de la voluntad de la Constitución local), sin que el chirrido institucional sea suficiente como para despertar al estratega. Reglas que autorizan a compararse en la persecución con un judío en tiempos del nazismo (revelando la retirada desde la realidad), sin advertir que el exabrupto de la comparación sólo puede ocasionar más tirria que indulgencia. Reglas que anestesian a punto tal que no suscite perplejidad decir que el mejor homenaje que se podía rendir a los chicos muertos era no politizar la cuestión, horas antes de convocar a una concentración... política.

Ibarra jugó el juego según las reglas, denodado, resuelto, raudo. Las reglas, como parte de todo sistema, tienen un conjunto de lugares comunes: lo público pasa a ser inmediatamente correcto si es adecuadamente publicitado; el que está en el centro del círculo es el que arbitra en los encontronazos entre quienes están en los extremos de cada radio, por lo que el secreto del Gobierno es no perder nunca esa centralidad; no existe diferencia entre que la ciudadanía no desee que el gobernante se vaya y que la ciudadanía esté dispuesta a hacer algo para que se quede, porque las encuestas no la establecen. Los lugares comunes encierran siempre alguna especie de saber primitivo, pero sólo sirven para salir del paso.

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Ibarra jugó el juego según las reglas. Y las reglas tienen un conjunto de lugares comunes

Ibarra, dueño de un talante poco afecto a la áspera gimnasia de ponerse en el lugar del otro, al menos en un aspecto se salteó las reglas: no valoró lo suficiente la existencia de un aparato de partido. No recuerdo el caso de ningún gobernador que en una elección de medio término no haya presentado sus propias listas, como no lo hizo el ex jefe de Gobierno porteño en octubre. En un sistema donde las reglas permiten disciplinar a una Legislatura con transacciones, siempre tuvo las leyes que necesitó. Pero un juicio político es una excepción a la regla.

El grupo de familiares que lo enfrentó también jugó el juego según las reglas, con la única diferencia de que se encontraron frente al tablero luego de que los sentara de prepo la desgarradora pérdida de sus seres queridos. De otro modo, no hubieran necesitado hacerlo, y no cabe duda de que habrían preferido mil veces no necesitarlo. Se organizaron, representaron cabalmente al otro, fueron inflexibles, determinados, arrojados, confiscatorios. Aprendieron rápido, exigieron el máximo uso posible de la densidad de las instituciones, la presencia estremecedora de las vidas perdidas no les consintió situar la culpa detrás de la infinidad de mediaciones en que se desglosa la estructura política del Estado. El dolor suele exhibir la estatura de quienes sufren, según el modo como lidien con él. Las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo lo hicieron de un modo, los familiares de otro. Sólo ellos pueden explicar el porqué de su elección: sólo ellos están cara a cara con su dolor.

Su poder de veto crece y crecerá en relación directamente proporcional con la ausencia de capital social y de autoridad moral de quienes son elegidos por el voto, esto es, se agigantará mientras no se morigere la crisis de representación política. En el grupo de familiares los lugares comunes son: “estamos tranquilos en nuestra locura”; “después de haber pisado Cromañón no se puede votar en contra de la destitución”; “todos los responsables deben pagar con sus vidas civiles la muerte física de nuestros muertos”. También se volverán inútiles, porque en algún recodo de la fiebre hiperactiva espera agazapado el dolor ineludible, pero aún son muy nuevos.

Los familiares se fueron con algo entre las manos, lo más parecido que vieron a la Justicia

Nada hay, entonces, que celebrar. El final de la obra se ha escrito con materiales de memoria y desgarramiento. Poco hay que lamentar: aquí no ha habido golpe institucional alguno. El Estatuto de la Ciudad impide que una mayoría circunstancial separe de su cargo en forma antojadiza a los elegidos por la voluntad popular. Dos de cada tres legisladores (elegidos con un sistema de representación proporcional) coincidieron en su decisión más allá de los alineamientos partidarios. El juicio tuvo una publicidad que achicó el margen de las manipulaciones, fue presidido con ejemplaridad, no se retaceó el derecho de defensa. Quien está a cargo del Ejecutivo es el compañero de fórmula del desplazado. Ni la algarabía conveniente de Carrió, ni la afonía con deleite de Macri.

Mucho hay, por consiguiente, que madurar. La sociedad porteña tiene otra oportunidad de escuchar el débil llamado de los latidos de la historia a no permitir que otra vez se escurra la oportunidad de sacar algo colectivamente bueno de todo lo sucedido. Seguramente, aflorará la malsana tentación de ubicar a Ibarra en el lugar del derrotado (la derrota, esa estación en la que maníacamente tememos que se estacione el tren en el que viajamos), y por lo tanto del culpable monstruoso, para a continuación pensar en todas las cosas que hizo que nosotros no hubiéramos hecho y jamás haríamos, sólo a cambio de la sórdida libra de carne de sentirnos a salvo por un rato.

Seguramente, alguien pensará que, ido Ibarra, los familiares ya no irán a la Plaza de Mayo, esa clase de razonamiento carroñero que se alimenta de lo malo porque no sucedió lo peor para él. Seguramente, otro pensará que mientras la cabeza de Ibarra esté rodando, podrá postergar el inevitable momento de tener que mirarse en su propio espejo. Cotillón de una sociedad de pobres corazones, nuestra sociedad política, que barre las cintas de colores pensando en lo linda que es la fiesta, sin reparar en que junta lo que irá a parar a la basura.

Pero hay una oportunidad más. Los familiares se fueron a dormir con algo entre las manos, lo más parecido que han visto hasta ahora a la Justicia. Ibarra sin el poder, lo más parecido a la verdad que ha visto hasta ahora. Forzando y alterando una frase más que conocida, podríamos decir que todo es ilusión, menos los que ya no están.