En las últimas semanas, Graciela Ocaña pensó varias veces en renunciar. "No sé hasta dónde puede llegar todo esto. Tengo miedo".
A los colaboradores que escucharon la confesión de la ministra se les erizó la piel. La funcionaria se refería a su rol de denunciante de los escandalosos negocios que se camuflan en el sector de la salud y en los aportes fantasmales a la campaña del kirchnerismo. Nunca se había sentido así. Dedicó gran parte de su vida política a investigar la corrupción, posó su lupa sobre los grupos Yoma y Gualtieri durante el menemismo, y supo ser fiel ladera de Elisa Carrió. Y en todos esos largos años, nunca tuvo miedo. Es paradójico: el miedo que nunca tuvo como diputada, lo siente ahora que encabeza el Ministerio de Salud, donde debería estar resguardada por el poderío del Estado.
Desde que estalló el triple crimen de General Rodríguez –aunque ya lo venía haciendo desde mucho antes–, Ocaña se dedicó a hurgar en la escandalosa connivencia entre el Estado y las obras sociales, entre funcionarios y empresarios de la salud. Nunca pensó en las consecuencias: desde que puso el ojo en el negocio de las droguerías, la ministra fue víctima de operaciones de desgaste que se originaban en otros despachos oficiales, pero también de amenazas anónimas y aprietes dentro del propio Ministerio de Salud.
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