“Insistís con debatir con un gobierno que termina el 10 de diciembre. Debatí conmigo”. El candidato a presidente por el Frente para la Victoria, Daniel Scioli, lo hizo bien: llegó al debate y aguantó hasta el final. Si el objetivo del oficialismo era ése, cumplió la misión. Si esperaba convencer indecisos, lo único que logró fue generar más incertidumbre en torno al resultado de las elecciones del próximo domingo.
El candidato sobrellevó el debate que rechazó con tanta holgura semanas atrás, cuando las encuestas prometían ganar en primera vuelta y asegurar la continuidad de un modelo que ahora no es tan nuestro ni continúa después de diciembre. Aquella vez, eligió ausentarse del primer debate presidencial de la historia argentina para asistir a un evento musical en Lomas de Zamora. Esta vez no pudo ser: más allá de que el intendente Martín Insaurralde tiene inconvenientes familiares más acuciantes que la visita del Gobernador, es Scioli el del problema. O a la inversa: es Scioli el problema. Y su círculo no logra disimular el malestar.
El hombre del FpV llegó golpeado al debate, desorientado entre las inacabables pruebas de fidelidad que le exige el partido y los volantazos que debiera dar si pretende ganar la segunda vuelta. La campaña del miedo instrumentada por el oficialismo terminó por asustarlo a él mismo.
Párrafo aparte para Karina Rabolini, la Claire Underwood de las Pampas. Su activismo político previo a la campaña, que tanto la diferenciaba de Malena Massa y Juliana Awada, le ha hecho cometer gestos tan extremos como ineficaces. De copar largas páginas de revistas con su florecer político y el resabio de sus años de modelo, robarse la atención de a cuanta gala solidaria asiste, descansar de lo más vistoso de su look (su self-made rodete) acabó por gritar “¡Aguante la cumbia!” en TV en una impostura inesperada. Irreal. Fría. Forzada. Como los compungidos gestos del ahora excandidato Sergio Massa en su propia campaña, los abrazos llenos de barro de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner en una inundación cualquiera, o los discursos del candidato a jefe de Gobierno Mauricio Macri en 2007 en una villa, incómodamente parado sobre un pallet, acompañado de una nena más incómoda aún. Karina, que genera más empatía que su esposo, cae en la desesperación de quien se ahoga e intenta dar un manotazo furioso, con la rabia del que teme no llegar. Anoche, en la previa del debate, no pudo ocultar el fastidio que la afecta desde hace días, mucho antes del cruce con la española Pilar Rahola.
El panorama de la derrota espanta a los laderos de Scioli. En diálogo con Perfil.com, el vicegobernador Gabriel Mariotto auguró una “tragedia para la Patria” si el 10 de diciembre Cristina entrega la banda presidencial a Mauricio. El jefe de Gabinete bonaerense, Alberto Pérez, prefiere deshacerse del lastre K y promete que “el 10 de diciembre se termina este gobierno”. No aclara si ese fin los incluye a ellos o no. La eventual ministra de Economía de la Nación, Silvina Batakis, cae en la trampa de los fakes y compra, sin pruebas ni dudas, el engaño de que María Eugenia Vidal hará destrozos en la Provincia que acaba de ganar. La que el kirchnerismo viene de perder.
“Debatí conmigo”, ordenó anoche Scioli a Macri en, al menos, tres oportunidades. Nunca lo logró. Pese a haber ensayado hasta en la cinta de correr el modo de exposición, como lo relató Diario Perfil, el candidato del modelo no pudo adaptarse a las exigencias ni los tiempos del debate, que demostró ser necesario para los electores aunque fracasara en exponer con claridad las propuestas de cada candidato.
Pudo hacer frente con relativa capacidad discursiva algunas acusaciones de Macri pero no pudo neutralizar las réplicas ni las chicanas del líder de Cambiemos, tan carentes de contenido como plagadas de gracia. Tampoco encontró el momento justo de consultarle sobre su situación judicial. Después de todo, si gana Macri se convertiría en el primer presidente procesado de la historia argentina (y esto no un argumento de la Campaña Bu).
El sucesor del sueño de Néstor y Cristina aprovechó unos pocos momentos para incomodar a su oponente. Algunos ministros del gabinete porteño reconocieron la precisión de algunos carpetazos como el celebrado “No pudiste resolver el problema de los trapitos, ¿en serio creés que podés solucionar el problema del narcotráfico?”. Retruco risueño aunque demasiado localista. Ni a los que vivimos en el Gran Buenos Aires nos preocupan los trapitos porteños…
La tensión constante llevó a Scioli a darnos a los periodistas, tan ávidos de consumos irónicos, la escena risueña de la noche. En medio del chicaneo sin salida en que se convirtió el tópico de Fortalecimiento Democrático, el Gobernador repitió la frase que lanzó (con bastante más soltura) la ensayista Beatriz Sarlo al periodista Orlando Barone en 678 años atrás: “Conmigo no”. Molesto, aturdido. El latiguillo apropiado por Scioli se perdió en una réplica agotada, en la que mezcló críticas al PRO por el centenar de vetos contra leyes impulsadas por el kirchnerismo, una acalorada defensa del rol del Estado y la revelación del momento: el candidato asegura haber interpretado a los votantes de Rodríguez Sáa, Stolbizer, Del Caño y Massa. De ser así, ¿quién es Scioli? ¿Cómo interpreta y aglutina posiciones políticas tan contradictorias? ¿No le alcanza con lo que ya tiene?
El hombre que podría completar la tríada Néstor-Cristina-El Sucesor llega a la segunda vuelta sin hacer pie entre los reclamos internos y la sangría de votos que supuso la elección de octubre, sin saber qué representa y hasta dónde es creíble su pertenencia o independencia del armado político que lo acoge y para el que dedicó con obsecuencia sus últimos doce años. Nacido del semillero menemista, como tantos otros dirigentes actuales, reniega de su origen cuando cuestiona el neoliberalismo macrista. Asegura ser la continuidad del modelo pero aclara que, desde el 10 de diciembre, gobierna él, ni Cristina ni Zannini, su compañero de fórmula. Carga contra el macrismo en defensa de la educación pública, recién graduado de una universidad privada. Habla a viva voz del cepo cambiario cuando desde la ortodoxia K se niegan a reconocerlo. En su desorientada búsqueda de identidad, su campaña de balotaje lo emparenta con los spots de Menem y De la Rúa. Su culto a la superación personal ha perdido efecto, tanto que sus detractores dentro del kirchnerismo no se preocupan en ocultar los chistes sobre “El Manco”. Siquiera se pregunta dónde va el “voto lástima”, al “manco de Scioli” o la “lisiada de Michetti” (sí, también arrecian las burlas sobre ella).
Se presenta como el presidente de la unidad, buscando votos en cualquier lugar menos donde debe: en el nicho de su oponente. No puede hacerlo. Si quiere ganarse a los indecisos debe romper con la estructura que lo aleja de ese objetivo para el que, según él, “se preparó toda la vida”. Llegó a la Casa Rosada como vicepresidente, gracias a un balotaje que no fue. Años después, acumula desaires de “La Jefa”, que se niega a nombrarlo públicamente y a duras penas se muestra con él en los últimos actos de gobierno. El hombre que amenazaba con romper en 2007 y llevarse consigo a gobernadores e intendentes es hoy el candidato de un modelo que, ante el temor de una derrota, lo ve como el paria del final. Así lo confirma el documento dado a conocer hoy, que lleva la firma de todo el Gabinete nacional –a excepción de quien más disfruta su caída, el ministro Florencio Randazzo-, gobernadores y jefes municipales.
El kirchnerismo termina el 10 de diciembre, con Scioli o sin él. En caso de que el FpV continúe en el poder, estará forzado a dar una violenta vuelta de su modo de acción si tiene la inteligencia suficiente de interpretar el alerta de las últimas elecciones. Si debuta como oposición a nivel nacional, expondrá lo que insiste en negar: la guerra interna que acabó por corroer lo que podría haber sido el modelo político más contundente desde la vuelta de la democracia.
Cristina se va y no deja -ni quiere dejar- un sucesor para el cargo que desocupa. Scioli no lo es, ni tampoco lo dejan ser.
(*) Editora Ejecutiva de Perfil.com