Cuenta la historia que en 1656, mientras viajaba de Roma a París, la reina Cristina de Suecia y su corte se encontraron con una bella marquesa que se bañaba casi desnuda en un río. Sorprendida, la reina no pudo reprimirse y salió tras la joven: “la besó en todas partes, en el cuello, en los ojos, la frente, muy amorosamente, y quiso incluso besarle la boca y acostarse con ella...”.
De aquel flechazo queda una apasionada carta de Cristina a la marquesa, en la que, entre otras cosas, le escribió: “¡Ah! Si fuera hombre caería rendido a tus pies, languideciendo de amor, pasaría así el resto de mis días (…) mis noches, contemplando vuestros divinos encantos, ofreciéndote mi corazón apasionado y fiel. Dado que es imposible, conformémonos, marquesa inigualable, con la amistad más pura y más firme. (…) Confiando en que una agradable metamorfosis cambie mi sexo, quiero verte, adorarte y hablarte a cada instante...”
Culta, intelectual, mecenas y una experimentada amazona, Cristina (1626-1659) hablaba ocho idiomas, dominaba la filosofía y la retórica, la historia y la geografía, la astronomía y las matemáticas. Fue la monarca más ilustrada de su época, la que convirtió a Suecia en hogar de intelectuales. Pero los suecos la consideraron una mujer egoísta por su dedicación a las ciencias y las artes, su andar masculino, sus modales bruscos, su abdicación al trono y su posterior conversión al catolicismo… en pocas palabras, por dejarse llevar por la pasión.
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El varón que todos esperaban
Cristina fue la única hija sobreviviente del rey Gustavo IV Adolfo y la reina María Leonor, y la última monarca sueca de la dinastía Vasa. Sus padres se casaron en 1618 y hasta entonces habían visto morir a dos bebés, por lo que el nacimiento del tercer hijo mantuvo a todos en suspenso, expectantes, deseando que fuera un varón.
“Nací peinada desde la cabeza hasta las rodillas, no teniendo libre más que la cara, los brazos y las piernas”, relató la propia Cristina. “Era toda peluda. Tenía la voz grave y fuerte. Todo eso les hizo creer a las mujeres que me recibían que yo era un varón. Llenaron el palacio de una falsa alegría, que pone de buen humor al rey por unos momentos. La esperanza y el deseo ayudaron a engañar a todo el mundo”.
Al revisar mejor al fuerte y robusto bebé, las comadronas se dieron cuenta de que se habían equivocado y que el recién nacido era una niña. Toda la corte se sintió decepcionada porque la dinastía Vasa no tenía ningún heredero varón, pero al rey Gustavo Adolfo no le preocupó en lo más mínimo el error y comentó en tono eufórico: “Demos gracias a Dios (…) Será astuta, porque se ha burlado de todos nosotros”.
Víctima de su desquiciada madre
La reina María Leonor se mostró tan decepcionada que se sumió una depresión que alteró su salud mental. Según relata Úrsula de Allendesalazar en su libro sobre la reina Cristina, “tenía un carácter nervioso y volátil. Enamorada de Gustavo Adolfo, se mostraba deseosa de cumplir con su deber de dar a luz a un heredero varón. Al irse frustrando esta misión, se fue convirtiendo en un ser neurótico e imprevisible. La situación venía agravada por el rechazo que le provocaban tanto Suecia como sus habitantes y que no tenía la prudencia y el tacto de disimular (…) Los suecos le respondía con un trato cada día más duro y humillante.
Para María Leonor, dice esta autora, "Gustavo Adolfo se convertía en su único refugio y razón de vivir". Por esta razón, decepcionada por no poder cumplir el deseo de su marido de tener un hijo varón, la reina abandonó a su hija recién nacida al cuidado de una nodriza y se olvidó de ella, negándole durante años cualquier muestra de cariño. Su desinterés fue tal que ni siquiera quiso asistir al bautismo.
La propia Cristina diría en su autobiografía que su madre estaba "inconsolable". "No podía sufrirme porque decía que era niña y fea; y no le faltaba razón, porque yo era morena como un morito", escribió. María Leonor no podía explicar cómo siendo ella una mujer tan bella había traído al mundo un bebé tan espantoso. El rey, en tanto, estaba encantado: “Esta hija valdrá para mí como un varón”, sentenció.
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Durmiendo con un rey muerto
Cuando Cristina tenía seis años, en 1632, su padre murió en batalla y se formó una regencia en torno a la niña, aclamada reina. “Era yo tan niña”, escribió Cristina, “que apenas comprendía ni mi infortunio ni mi fortuna. Recuerdo, sin embargo, que estaba encantada de ver a mis pies a todas aquellas gentes que me besaban la mano”.
La muerte del rey entristeció a sus súbditos y sumió en una profunda depresión a la viuda, quien tomó a su hija como objetivo de su venganza hacia el gobierno por no haberla nombrado regente. “Aquellos fueron días terribles para Cristina, que se vio arrastrada por la histeria de su madre a compartir un duelo interminable y cruel”, escribe Cristina Morató.
“La viuda había hecho tapizar de negro las paredes de todas sus habitaciones, incluso el suelo se cubrió de telas negras en señal de luto. Cada vez más perturbada, obligaba a su hija a dormir con ella en una cama incómoda y espartana, y a compartir sus ritos macabros. Durante un tiempo la viuda conservó en sus propios aposentos el sarcófago del rey y hacía besar a la niña las frías mejillas de su padre antes de acostarse (…).
“La joven recordaría con horror la tristeza de aquellas habitaciones enlutadas, el olor de los cirios y el maltrato —físico y psicológico— de su posesiva madre (…). Tras años ignorando a su hija, María Leonor ahora no podía vivir sin su compañía. La obligaba a dormir con ella en la misma cama y no permitía que se alejara de su vista ni un instante".
El "comportamiento neurótico" de María Leonor resultaba "insoportable" para su hija, escribe la autora. Cristina, por su parte, recordó en sus memorias que su madre la "ahogaba en sus lágrimas y casi me asfixiaba con su abrazo. Lloraba casi incesantemente, y algunos días su dolor aumentaba de forma tan singular que no era posible contemplarla sin sentir la más mínima compasión".
Yo sentía por ella una gran veneración y un amor verdaderamente tierno. Pero esa veneración me intimidaba y me agobiaba, en especial cuando, contra la voluntad de mi tutor, ella quería encerrarse conmigo en sus habitaciones". Y no fue hasta dos años después en que la corte obligó a María Leonor a sepultar de una vez por todas a su marido. Loca de desesperación, María Leonor abandonó Suecia, país que detestó desde el principio, y a su hija, a la que nunca quiso.
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Una mujer que "nació libre y quiere morir libre"
En 1647, a los veintiún años de edad, Cristina fue instada por el Consejo del Reino a pensar en un matrimonio que asegurara la continuidad dinástica. Existía preocupación sobre el destino del linaje real, sobre todo porque Cristina no tenía muchos parientes. Pero ella, como había hecho Isabel de Inglaterra un siglo antes, se negó a entregarse al matrimonio.
Una extensa lista de pretendientes –entre ellos su primo Federico Guillermo de Brandeburgo, el rey Fernando IV de Hungría, el rey Juan de Portugal, el rey de Polonia, el gobernador de los Países Bajos y el rey Felipe IV de España-, intentaron, en vano, pedir la mano de la reina más poderosa de su tiempo, quien siempre les dijo “no”.
Cuando la reina madre le imploró, desde el exilio, que se tomara en serio su deber y se casara con un hombre de sangre azul, Cristina le respondió “que abordara otros temas y no se inmiscuyera en asuntos privados”. Sin ser totalmente indiferente al romanticismo, Cristina no veía felicidad en el matrimonio, cosa que consideraba algo útil para las mujeres comunes, pero no para ella. Según el capellán real Charles Alexandre de Manderscheydt, Cristina “No puede oír hablar de casarse ni jamás se lo ha podido persuadir, diciendo a este propósito que nació libre y quiere morir libre".
"No se parecía en nada a una mujer"
En 1650, después de su coronación, Cristina ya estaba segura de que jamás se casaría y reconoció a su primo Carlos Gustavo, como heredero. La reina sabía que la mayoría de quienes pretendían su mano lo harían por interés político y no por amor, ya que seguía siendo tan fea y tan masculina como cuando había nacido.
Se cuenta que estuvo un poco enamorada de Pierre-Hector Chanut, embajador francés en Suecia. Gran orador y políglota, Chanut había viajado extensamente y acumulado muchos conocimientos y experiencias, estaba muy interesado en la lectura y la cultura, por lo que despertó la atención de la reina. El conde Magnus Gabriel de la Gardie escribió: “La estima que le profesa crece y se hace más evidente día a día”. Pero el diplomático no se mostró interesado porque, según confesó a alguien que lo interrogó sobre su relación, la reina no le parecía nada hermosa: “Si hubieras visto un solo día a la reina jamás creerías que un hombre, por generoso que fuera, osara enamorarse de ella”.
A pesar de su eterno rechazo hacia el matrimonio, la reina Cristina jamás se mostró renuente al romance y al sexo. Adoraba rodearse de hombres jóvenes, vanidosos, ricos y nobles, a los que trataba con gran condescendencia y colmaba de regalos y títulos. Aquellos se ilusionaban con la idea de convertirse en esposos de la reina, pero cuando esta se cansaba, los despedía. El apuesto conde Magnus (“el Bello Magnus”) fue uno de los favoritos y el embajador Chanut afirmó ser testigo de la “ardiente pasión” existente entre aquel y Cristina, que lo colmaba de honores, cargos y dinero.
El embajador agregaba en sus informes que Magnus, que se sentía incómodo ante el apasionamiento de la reina, tenía el cuidado de nunca sobrepasar los límites “del buen sentido y el decoro”. Poco delicada y más amante de las armas que del maquillaje, Cristina prestaba muy poca atención a su apariencia física y a su higiene, no le interesaba usar vestidos bonitos y tampoco le gustaban las joyas.
“No se parecía en nada a una mujer”, informó el escritor Françoise de Moteville. “Ni siquiera tenía la modestia necesaria. Se hacía servir por los hombres en las horas más insólitas y pretendía ser hombre en todas sus acciones”.
"Silbaba y blasfemaba como un soldado"
Cristina Morató hace una excelente descripción de la personalidad varonil de la reina Cristina: “Vestía como un muchacho y aborrecía la compañía de las damas de la corte, que tenían orden de espiarla y vigilar todos sus pasos. Ya entonces prefería el trato y la conversación con hombres. Solía burlarse en público de las ocupaciones y pasatiempos femeninos y guardaba cierto odio hacia las labores de aguja (…) Los testigos de su época la describen como una sabionda de aspecto desaliñado, poco aseada y mal vestida. Sin embargo, aunque carecía de encanto y belleza, su reputación había adquirido tales proporciones que en toda Europa se hablaba de ella con admiración y gran curiosidad (…)
"Al parecer podía cabalgar durante diez horas seguidas a caballo sin fatigarse cuando participaba en una cacería, o tumbar de un solo tiro a una liebre a la carrera. Podía dormir en cualquier sitio, incluso bajo las estrellas, y le encantaba la vida campestre. Ni el frío más gélido ni el calor más sofocante parecían molestarla. A la reina le gustaba la comida sencilla, dormía apenas cinco horas al día y no demostraba el más mínimo interés por su aspecto físico", escribió.
La autora describe, además: "No se preocupaba de su cutis y siempre llevaba la cara expuesta a la lluvia y al viento, sin una pizca de maquillaje. Si a esto añadimos que se reía de manera estruendosa, que silbaba y blasfemaba como un soldado raso, es comprensible el desconcierto que provocaba. Cuando pasaba a galope, libre e intrépida, con sombrero de hombre y jubón, los cabellos al viento y el rostro bronceado, sus súbditos no sabían muy bien si tenían un rey o una reina”.
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Era consciente de las habladurías: "No soy un hombre ni un hermafrodita"
Las maneras y aficiones de la reina, consideradas masculinas en su época, sorprendían a cuantos se acercaban a ella, y las historias sobre su apariencia física desataron un sinfín de rumores sobre su identidad sexual. Algunos médicos que la conocieron hablaron de ciertos “defectos físicos” que impedían a Cristina consumar un matrimonio, mientras que muchos cortesanos hicieron circular rumores maliciosos sobre la reina.
De hecho, el padre jesuita Manderscheydt, que la conoció, la describió de esta manera: “Es pequeña de cuerpo, tiene la frente muy abierta, los ojos grandes y bellos de todo punto amables, la nariz aguda, la boca pequeña y hermosa; no tiene nada de mujer sino el sexo. Su voz parece de hombre, como también el gesto (…) a no verla muy de cerca, se dijera ser un caballero (…) y por sólo su pollera se echa de ver que es mujer”.
Consciente de esto, ella solía bromear en público sobre este asunto, como aquella vez que el viento le levantó la falda: “Que se me haya visto como me creó la naturaleza, porque así las gentes sabrán que no soy ni un hombre ni un hermafrodita, como se ha querido difundir acerca de mí”. Por si aquello fuera poco, la parte superior de su cuerpo estaba mal formada, con un hombro más alto que el otro (producto de una caída “accidental” cuando era un bebé) y un pecho comprimido de forma anormal.
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Como si permanecer soltera no fuera suficiente, Cristina escandalizó a sus súbditos con una serie de relaciones “demasiado cercanas” con mujeres hermosas de su corte, alimentó (o, mejor dicho, confirmó) los rumores sobre sus tendencias lésbicas. Durante un viaje a Francia, por ejemplo, Cristina mostró una repentina pasión por Madame de Thianges, hermana de una de las favoritas de Luis XIV de Francia. Se cuenta que “se esforzó con ardor en persuadirla de separarse de su marido para seguirla a Italia”, aunque Thianges permaneció fiel a su marido.
“En 1654, cuando Cristina acababa de llegar a Hamburgo, conoció en casa de un rico judío portugués a su hermosa sobrina”, relata Morató. “La joven se llamaba Raquel y la soberana, atraída por sus encantos, la invitó a almorzar y pronto intimaron. Se las veía pasear juntas en carroza descubierta, cogerse de la mano y besarse ante la mirada atónita de los curiosos. Cuando la reina abandonó la ciudad, Raquel se vio obligada a comparecer ante un consejo de familia para dar explicaciones. La muchacha no sólo no negó las acusaciones sino que se defendió con estas palabras: «Los actos practicados con una de las soberanas más gloriosas de Europa dejan más honor que vergüenza»"
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Aunque sus amores femeninos eran más platónicos que carnales, hubo alguien a quien Cristina amó de verdad. Se trata de la condesa Ebba Sparre (1629-1662), una dama de la corte de la reina que era apodada la “Belle Comtesse” (la bella condesa). Durante más de una década, Belle fue su amiga íntima, amante y consejera de Cristina.
Desde el día que la conoció, Cristina quedó encantada con “Belle”. A pesar del rechazo que solía mostrar hacia las mujeres, Cristina cayó rendida ante los encantos de esta dócil joven por la que llegó a sentir, según sus palabras, una “violenta pasión”. Cuando el embajador inglés Whitelocke viajó al palacio para una audiencia con la reina, Cristina le presentó a su amiga con estas palabras: “Señor, le presento a mi compañera de lecho y dígame si su interior no es tan hermoso como su exterior”.
Después de abdicar al trono, Cristina le pidió a Belle que la siguiera a Roma, donde se instaló con su corte, pero Ebba prefirió quedarse al lado de su marido. Aún así, la reina siguió escribiéndole cartas de amor, en las que revela el grado de intimidad existente entre ambas: “Qué feliz sería si me fuera posible verte, Belle, pero estoy condenada a quererte y estimarte sin poder verte nunca y la envidia que los astros tienen a la felicidad humana me impide ser enteramente feliz, porque no lo puedo ser estando lejos de ti”, le escribió desde Roma en 1656.
Un año más tarde, Cristina le destinó una de sus cartas más apasionadas a la mujer que amó durante doce años: “Después de haber visto el país más bello y civilizado del mundo y las más dulces y bellas mujeres, me atrevo a asegurar que no existe ninguna comparable a ti (…)”. En la última carta que recibió Belle antes de morir, la reina le confesaba su amor eterno: “Tuve la dicha entonces de ser amada por ti, en pocas palabras, de pertenecerte de una forma que te hace imposible abandonarme. Sólo con la muerte dejaré de amarte”.