Si hace un año Alberto Fernández hizo, al inaugurar el año legislativo, un discurso dirigido a toda la nación política, con la pretensión de inscribirse en la genealogía de los pocos presidentes que tuvieron la altura necesaria para mirar por encima de las mezquindades de partido, de aquel impulso de estadista hoy solo quedaron las cenizas.
Autocomplaciente, negador, confrontativo y, sobre todo, tan punteado por los lugares comunes como falto de ideas, el hombre que hoy habló ante la asamblea legislativa no solo careció de la estatura del hombre de estado sino, incluso, de la dignidad del presidente: sus palabras no estuvieron dirigidas a una sociedad angustiada por el triple desafío sanitario, económico y social que se interpuso en las vidas cotidianas y en los proyectos de una ciudadanía que acumulaba, hace ya mucho tiempo, frustraciones e incertidumbres que se vieron, por la pandemia, potenciadas exponencialmente.
Fernández le habló a los propios y a los enemigos, no a la sociedad. Buscó el aplauso de quienes solo necesitan el gesto retórico que enciende la ovación, y recurrió a la confrontación con la oposición para justificar cada una de las imposibilidades de su propio gobierno. Para quien solo existen los propios y los contrarios no hay sociedad. Y la sociedad fue, hoy, la gran ausente del discurso de un presidente, incapaz de entender qué significa la crisis para quienes, alejados de los privilegios del poder, necesitan que la política produzca visiones del futuro que sean a la vez movilizadoras, estimulantes y esperanzadoras.
Lenguaje no verbal: todos los detalles de los gestos de Alberto Fernández
Era, quizá, una pretensión excesiva esperar visiones atractivas de quien ha demostrado que no tiene ni la imaginación ni la inteligencia necesarias para despegarse de las pastosas rutinas discursivas de las que se ha ido impregnando a lo largo de décadas de una acción política a la vez mediocre y mezquina. Por ello, como quizá resultaba esperable, los problemas que identificó en su discurso y las soluciones que propuso para enfrentarlos parecen salidos de un antiguo repertorio de respuestas simples a problemas complejos, procesados por una mentalidad dicotómica, para la cual solo existen oposiciones que, de a pares, todo lo explican: variaciones sobre el tema elemental de los buenos y los malos, que parece organizar el universo mental del presidente.
Los buenos políticos saben que no deben desaprovecharse las grandes crisis para producir grandes transformaciones. Alberto Fernández demostró, con el discurso que pronunció ante la Asamblea Legislativa, que lo suyo no es la grandeza. Y, en momentos como el presente, eso es una grave falta a la vez política y moral.
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