SOCIEDAD

Aprender a soltar y dejar ir

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Dar, donar, ceder, soltar. ¿Cómo será? ¿Qué se sentirá? Aquellos que, por costumbre o por temperamento, tendemos a lo retentivo, deberíamos apreciar a aquellos que, por el contrario, son capaces de practicar la ofrenda.
Están los dispendiosos de libros: los dejan en lugares públicos, para que otros los encuentren, se los lleven, los lean, los aprovechen. La lectura, que de por sí es individual, cobra de esta forma un carácter comunitario (pero no sólo comunitario, como lo sería en cualquier biblioteca pública, sino también de cofradía, incluso de complotados).

Yo no ejerzo el atesoramiento de libros, como hacen los bibliófilos, los coleccionistas, los vanidosos de estante. Y sin embargo admito que, con los libros, tengo un marcado reflejo prensil: los aferro a mí o me aferro a ellos. No me imagino dejándolos por ahí, para que cualquiera pase y se los lleve (o me imagino siguiendo luego a ese alguien hasta saber adónde va, dónde vive, a qué sitio se lleva mis libros).
Pero no son los libros, por sí mismos, lo que preciso conservar conmigo: son las huellas de mis lecturas, que en ellos han quedado trazadas. ¿Cómo podría desprenderme de eso, que es mi historia de lector, que es mi memoria de lo leído? Porque yo leo y al instante me olvido; mis recuerdos son los subrayados, los forjo con mi lápiz negro, los acomodo en los márgenes.
Dichosos los que saben compartir. Los solitarios del libro, los ensimismados del leer, tomamos nota de estas iniciativas con sincera simpatía, y también un poco intrigados.

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*Escritor.