La mayor edad era, para las sociedades antiguas, signo de mayor experiencia. Y el anciano recibía el respeto y consideración correspondientes a su función social. Lo mismo ocurre aún en sociedades tradicionales como las del sureste asiático o del África Central. Entre los persas, los hombres mayores de 50 años, en cada ciudad, juzgaban los asuntos públicos y privados, distribuían los cargos y podían pronunciar condenas a muerte. La institución de atribuciones legislativas y judiciales a los ancianos apareció con muy pocas diferencias entre los fenicios, asirios y babilónicos, entre otros.
En la Biblia, vemos que entre los israelitas, al menos hasta el episodio del exilio a Babilonia, los ancianos desempeñaban un papel fundamental. Eran considerados los patriarcas y jefes naturales del pueblo. “El Señor dijo a Moisés: reúneme a setenta ancianos de Israel entre los que sabes que son ancianos y magistrados del pueblo. Los llevarás a la tienda de reunión, y que estén allí contigo. Yo bajaré y hablaré contigo; tomaré parte del espíritu que hay en ti y lo pondré en ellos para que lleven contigo la carga del pueblo y no tengas que llevarla tú solo” (Num, 11, 16-17).
En los textos más antiguamente redactados de la Biblia se reconocen las debilidades y los límites físicos de la vejez, pero sin pesadumbre ni amargura. El libro de Josué presenta, por ejemplo, a Caleb afirmando tener a sus 85 años el vigor de un joven. En el Génesis leemos que Abraham “murió en buena ancianidad, viejo y lleno de días”. De Gedeón se dice que “murió después de una dichosa vejez” (Jc, 8, 32). Pero ya el libro de Samuel es menos optimista: Barzil- Lai, el galaadita, se queja: “Ochenta años tengo. ¿Puedo hoy distinguir entre lo bueno y lo malo? Tu siervo no llega ya a saborear lo que come o bebe, ni alcanza ya a oír la voz de los cantores y cantoras” (2S, 90,10).