Hasta hace menos de dos semanas pocos conocían los detalles de la vida privada de la empresaria Nora Dalmasso y su marido, el prestigioso traumatólogo Marcelo Macarrón. No sabían quiénes eran “las congresistas” ni en qué consistían sus “viernes de solteras”. Pero desde que el 25 de noviembre pasado ella apareció muerta en su casona del barrio semicerrado de Villa Golf, en Córdoba, sus secretos y su vida íntima son tema principal en todos los diarios y revistas de actualidad.
Su muerte, al igual que ocurrió con el asesinato de María Marta García Belsunce el 27 de octubre de 2002 en el exclusivo country El Carmel, pone en cuestionamiento esas comunidades ideales, amuralladas contra el riesgo y los peligros que corre cualquiera de los mortales.
“Las clases media y alta encontraron los medios para crear barreras materiales contra el miedo. Pero pese a la extrema sofisticación que suponen dichas barreras, el miedo jamás se extingue completamente, se traslada a otros espacios físicos. La gente se desplaza a esos paraísos cerrados lejos del centro para rehuir al peligro y lo único que hace es cambiarse de sitio, porque la amenaza está siempre latente”, explica María Carman, antropóloga social y becaria del Conicet.
Vivir con candado. Según el sociólogo italiano Giandoménico Améndola, la etimología del vocablo paraíso significa “jardín cerrado”. Esto permitiría pensar que el paraíso fue “el primer barrio cerrado en la historia del hombre”. Hoy los barrios con candado –cuya principal característica es el cerramiento y la seguridad privada– son un fenómeno que crece en la Argentina y que se consolida en otras ciudades como San Pablo, México D. F. y Caracas. En nuestro país, las urbanizaciones cerradas abarcan desde los minibarrios hasta los megaemprendimientos que aspiran a convertirse en verdaderas ciudades pueblo autosuficientes. De los barrios cerrados que crecieron en forma indiscutida en los 90 a los tradicionales countries con socios de apellido ilustre.
Según datos de la Federación Argentina de Clubes de Campo, las urbanizaciones cerradas cuadruplicaron su número en los últimos 15 años. Mientras que en 1990 se contaba con 140 urbanizaciones, se pasó a 600 en 2004. El número de casas construidas se elevó de 11.000 a 50.000 y las familias que se instalaron en forma permanente aumentaron de 1.000 a 35.000.
Después de la gran crisis de 2001, empezó a crecer con fuerza una nueva modalidad de reclusión más urbana: las torres country, con servicios de seguridad, pileta, gimnasio y hasta salón de fiestas. Durante 2005, el 45% de los emprendimientos inmobiliarios residenciales en Buenos Aires fueron estas torres premium.
Las cifras son contundentes y demuestran que cada vez más argentinos eligen esta forma de vida, amurallada. “La mayoría de estos emprendimientos son promocionados como una vuelta al estilo comunitario. Se plantea una idealización de las relaciones cara a cara donde prima la confianza en el otro, el conocimiento absoluto de la vida cotidiana. En estas construcciones no hay diferencia entre el adentro y el afuera, la intimidad está puesta en escena”, explica Ana Wortman, titular de la cátedra Individuo y Sociedad de Consumo en la Facultad de Sociología de la UBA.
Sin embargo, la vida en estos espacios está muchas veces lejos de esa aldea ideal. “El sentido de comunidad de vecinos unidos por lazos de solidaridad e integración se presenta como una aspiración, más que como una experiencia, como un anhelo constantemente quebrantado por los conflictos y disputas que se generan dentro de esta modalidad del habitar”, explica la antropóloga María Florencia Girola, docente de la UBA y becaria doctoral del Conicet.
Falso paraíso. “Los countries y barrios cerrados funcionan como una ‘cajita feliz’ donde nunca pasa nada. Todos somos buenas personas, que debemos ser felices y vivir en un ambiente seguro, sano y de amor. En esa estructura el distinto es rechazado, y lo que está fuera de esta aparente normalidad, se niega o se esconde”, confiesa un vecino de un country de zona norte del conurbano bonaerense que pide el anonimato.
En gran parte de las urbanizaciones cerradas, especialmente en las más tradicionales, se busca una homogeneidad que solo acepta mínimas diferencias. Para reforzar la idea de un “nosotros” se busca compartir desde criterios estéticos y arquitectónicos hasta cierto “estilo de vida”. “El sociólogo Pierre Bourdieu en su libro La miseria del mundo explica que los que tienen mayor capital pueden mantener a distancia, física y simbólica, a las personas y cosas indeseables”, comenta Carman. Esto explica por qué muchas veces no alcanza con tener el dinero para convertirse en propietario. Las comisiones de admisión, con su polémica bolilla negra, se encargan de asegurarse el ingreso de quienes merezcan ser considerados vecinos.
Lo que pocos reconocen es que esa vida encapsulada a veces puede ser muy asfixiante y restrictiva. “Más allá de sus amplios espacios verdes los countries y barrios cerrados pueden transformarse en una isla en la que la gente se encierra en sí misma. Desde los 10 a los 20 años pasé todos los meses de verano en un country y, a pesar de que era un lugar al aire libre, con mucha gente, yo lo vivía con una sensación de sofocamiento y encierro. Me sentía que no encajaba, que no había lugar donde pudiera estar cómodo”, confiesa Ariel Winograd, director de Cara de queso, una película que retrata con sarcasmo e ironía la vida de una familia en un country judío en la década del 90.
Los especialistas coinciden en que los vínculos interpersonales y sociales en estas comunidades cerradas no son diferentes a los que se pueden dar en una gran ciudad. Lo que ocurre es que el “encierro” hace que tomen un aspecto más acentuado y muchas veces más conflictivo. Al manejarse en un círculo de relaciones acotadas, las personas viven una sociabilidad voluntaria y otra padecida, forzada.
“A partir del caso de Córdoba parece que la infidelidad es una realidad exclusiva de los countries. Lo que pasa es que acá se vive mucho más pendiente del otro y los rumores y comentarios están a la orden del día. Hubo un caso de un socio que dejó a su mujer y se fue a vivir con la vecina. Dentro del country se armó un escándalo y a la nueva pareja no la consideraban socia. Tuvieron que iniciar una batalla legal para que ella dejara de figurar como invitada”, comenta una mujer de la zona de Pilar.
Secretos amurallados. Uno de los temas que más estudian los especialistas son las consecuencias, a futuro, que pueden generarse en los chicos que han pasado su infancia y adolescencia en estos reductos con guardias en las puertas. Los primeros resultados no son demasiado alentadores. Al crecer aislados de la diversidad de la vida urbana, dentro de un círculo social limitado, muchos manifiestan problemas de límites y de comunicación con quien perciben como “distinto”.
Sin embargo, los problemas de estos adolescentes no surgen sólo cuando deben enfrentarse con el “mundo exterior”. Cada vez son más frecuentes los actos de vandalismo de patotas juveniles dentro de los propios barrios. “Cuando faltaba menos de un mes para que termináramos la casa y pudiéramos mudarnos al country, me encuentro con todos los vidrios rotos y las paredes baleadas. Los de la comisión directiva me dijeron que iban a hacerse cargo, pero me pidieron que no hiciera la denuncia. Después me enteré de que ésa era una modalidad habitual de algunos hijos de socios que se divertían preparando ´bienvenidas´ a los nuevos vecinos”, cuenta un abogado que vivió durante más de diez años en el tradicional Lagartos.
Uno de lo episodios que más trascendieron las fronteras amuralladas fue protagonizado por un grupo de adolescentes de una exclusiva urbanización del Gran Buenos Aires, quienes robaron aparatos electrónicos de varias casas vacías y los tiraron a una bañadera llena de agua. “Hechos como éstos son un claro mensaje simbólico de malestar; sin embargo ninguno de los padres se preocupó por analizar esto en profundidad y menos realizar la denuncia policial”, señala Carman.
Es casi una regla tácita que los episodios que se producen paredón adentro se resuelven con los reglamentos internos. Se evita hasta último momento llamar a la Policía. Se manejan con el hermetismo más absoluto y si hay alguien que lo denuncia afuera, es visto como un traidor.
“La regla número uno que aprendés no bien formás parte de estas comunidades es que los trapitos los lavamos entre nosotros. Como en toda sociedad cerrada se manejan mucho las influencias, el amiguismo es muy fuerte. Fue muy conocido el caso de un propietario de un country de zona norte que en desacuerdo con una medida de la comisión directiva decidió enviar una carta de lectores a La Nación. Se armó un escándalo tan grande que tuvo que pedir disculpas y reconocer públicamente que se había equivocado”, comenta una countrista que pide mantener su nombre en reserva. Sólo una tragedia, como la que ocurrió en Villa Golf, logra resquebrajar la apacible y supuesta armonía y tranquilidad.