Justo en la entrada de la Gran Pescadería El Dorado, el rebe de Lubavitch recibe a los clientes. Su foto da la bienvenida a muchas casas de la colectividad judía. Su nombre es Menajem Mendel Schneerson, fue el séptimo líder de la dinastía jasídica Jabad Lubavitch y es considerado una de las personalidades más destacadas del siglo XX. La misma fotografía del rabino está en este comercio, cuyo dueño, Luis Di Leva, profesa la religión católica.
Para dar paso a los salmones y las merluzas, otra cara conocida se asoma; el rabino no es el único que protege el local. Sosteniendo una paloma blanca también está, sonriente, el Papa, con una inscripción que reza “Santo Padre Francisco”. Ambas fotos conviven, así como también se relacionan religiones y una valiosa multiculturalidad tanto en el comercio como en el barrio de Once.
Con Di Leva atienden sus dos hijos. Es una pescadería familiar que continúa su propia dinastía: años atrás, su padre manejaba el negocio, junto a él cuando era pequeño, en el que en un futuro seguirán trabajando sus nietos. “Desde chico estoy en la zona, ya sé cómo tiene que ser”, dice el dueño del comercio ubicado en San Luis 2507, en el barrio porteño de la colectividad judía por excelencia. Allí, Di Leva se hizo su lugar. Aprendió desde pequeño las reglas del kashrut (procedimiento para que una comida sea considerada kosher) y las lleva a cabo desde hace cincuenta años. Es muy curioso: a pesar de abrazar la fe católica, Di Leva cumple en su pescadería los preceptos de la ley judía, y tiene la confianza de la comunidad.
Junto a la foto de El Gran Rabino se pueden leer “Las 7 leyes universales”. La número 6 dice: “No ser cruel con los animales. No comer carne de un animal que todavía está vivo”. Filetea enfrente de los clientes, mientras otros van llegando. Se va formando la fila. Eso sí, los consumidores encontrarán aquí solamente pescados que tengan escamas y aletas, los únicos que pueden ser consumidos por quienes cumplen el kashrut que, entre sus lineamientos, tiene técnicas específicas para que el animal sufra lo menos posible. “Todo pescado que no sea entero, con escamas y aletas, no lo traigo. Para que no se mezclen”, sentencia Di Leva. Y los mariscos, que vende al público general, los guarda en un congelador diferente.
La amabilidad de los Di Leva se muestra en los diversos carteles con mensajes de cariño que atesoran distribuidos en su local. “Al Sr. Luis: le agradecemos por recibirnos en su pescadería. Estamos aprendiendo a decir ‘pescado’ en hebreo”, firma un jardín de la comunidad.
De lunes a sábados, de 7.30 a 15, los Di Leva trabajan sin descanso. Luego de cerrar para los clientes, tienen que limpiar y organizar el inventario. Hacen envíos a domicilio y distribuyen en restaurantes, hoteles y geriátricos. “Yo tengo una máquina picadora para hacer gefilte fish. Hice la promesa de que no iba a picar otros tipos de pescados. Por eso me tienen confianza”.