Días extraños fueron aquellos en los que recorrí la City porteña sumida en el silencio de la cuarentena. Hombres y mujeres casi siempre solitarios, con barbijos tapando la mitad de sus rostros parecían sombras, fantasmas errantes, furtivos, lanzados a la tarea de recorrer las calles en busca de provisiones o medicamentos.
Algunos pocos obligados a la rutina del cajero automático o del kiosco nocturno en procura de algún dinero o golosinas y cigarrillos para matar las horas angustiantes del encierro. Pobladores, no los viandantes de siempre que recorren a paso vivo Florida y los alrededores en busca de algo, llegar pronto a la oficina, un papel que les salve el día, un café o un bocado al paso, divisas y bonos, o un contacto para el negocio que les salvará la vida.
Habitantes de los enormes departamentos antiguos de Diagonal Norte, porteños de raza y estirpe con pequeños perritos y lujosos Mercedes negros. Pasajeros varados o simplemente viviendo en hoteles de dudosa higiene y reputación. Encargados de edificios cerrados a cal y canto. Personal de limpieza, vestidos como para una guerra bacteriológica.
Taxistas, matando el tiempo y tratando de entenderse en una charla sofocada por la tela de los barbijos. Pibes a toda velocidad en sus bicis por poco más que unas monedas. O los pobres desahuciados de siempre, que habitan las noches en las veredas, abrigados con sus trapos y cartones.
Sin los miles de automóviles y colectivos que transitan la zona, el silencio hace que parezcamos estar sumergidos en el fondo de una enorme piscina. Y la gente de la City en cuarentena se asemeja a sombras, fantasmas, habitantes de algún sueño ornamentado de grandes paredes de cristal y de piedra.
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NG / EA