El martes estábamos en Rosario, a 330 kilómetros de nuestra casa en La Plata. “Juan Pablo dice que se le está inundando la casa. Mirá la foto”. Eran las seis de la tarde y mi esposa –periodista de Tiempo Argentino–comenzó a leer tuits de amigos que hablaban de una tormenta. El tono desesperado de los comentarios anunciaba el principio de la “tormenta perfecta”. A diferencia de otros, nosotros decidimos volver.
Hicimos una parada en la Shell. Estábamos a 15 kilómetros de la ciudad. Había gente durmiendo en los autos. Las noticias no eran alentadoras. Cerca de las 4.30 llegó una ambulancia. “Es un desastre”, me dijo. “Si no tienen adónde ir, quédense”. Le conté que teníamos que llegar a Islas Malvinas. “Imposible”, me respondió. Le pregunté entonces si podíamos llegar a Berisso. “Vayan con cuidado”. Cerca de las cinco llegamos a Berisso. Sentimos que estábamos a salvo. Un viaje que normalmente dura cuatro horas nos llevó diez.
Día II. ¿Dormimos? A la mañana temprano llegamos al barrio, esquivando autos que habían quedado abandonados, señal inequívoca de desastre y desesperación. A seis cuadras de la Catedral el agua había superado el metro de altura. La cochera subterránea donde siempre guardamos el auto era una pileta de agua turbia.
Sin señal de celular comenzamos a buscar amigos del barrio más crítico: Tolosa. La hermana de nuestra amiga Vicky, Belén, que está embarazada de ocho meses y medio, estaba desaparecida. No se sabía nada de ella desde la noche anterior. Ni de su marido. Ni de su hijo de cuatro años.
En la rotonda de 7 y 32 había bomberos de los cuarteles de San Pedro, Tres de Febrero y Zárate. Conté un bote, dos gomones, dos móviles policiales, una ambulancia y tres autobombas. Parecía un stand de La Rural.
Tenían pánico. “No conocemos la zona”, se justificó uno de ellos. Pero sabían dónde estaba el supermercado más cercano. En el “chino” de calle 7, entre 32 y 33, hacían cola para comprar yerba y bizcochitos de grasa. Lo vimos cuando fuimos a comprar un secador, un trapo de piso y una botella de agua para una familia amiga que había perdido casi todo.
Sin saber con qué podíamos encontrarnos decidimos avanzar por la avenida 7, en dirección a 523 bis. Eramos seis (ningún rescatista ni nada parecido): cinco periodistas y un diseñador gráfico. La tensión aumentaba a medida que nos acercábamos a la casa de Belén. A paso lento, y con el agua en la rodilla, pudimos llegar. Estaban bien.
En medio de la oscuridad habían conseguido trepar al techo y pasar a la casa de un vecino. La escalera tobogán del nene fue clave para que pudieran subir y salvar sus vidas. Cuando salieron tenían el agua por la cintura. Cuando regresaron, una línea negra superaba el marco de las puertas. El agua alcanzó los dos metros de altura. Perdieron todo lo que estaba dentro de la casa, incluidos los dos autos.
Belén –que tiene el parto programado para el próximo viernes– y su hijo dejaron la casa en el kayak de dos vecinos que hacían el verdadero “puerta a puerta”. El de las horas más críticas. Estaban sedientos. Desde las nueve de la noche que estaban en la habitación del vecino. Empapados. Sin nada.
Llegamos a tierra firme (la avenida 7). La hermana de Belén corrió cincuenta metros desesperada hasta fundirse en un abrazo con ella. Parecía el final de una película. “Perdimos todo, perdimos todo”, decía. No paraba de llorar. Su hijo nunca lloró. Miraba cómo se alejaba el kayak. Yo lo tenía en brazos. En pijama, descalzo pero con las medias secas.
Estaba contento por el “paseo en bote”, un paseo que nunca olvidará. Belén necesitaba agua. En la puerta del Club San Lorenzo vimos el primer y único móvil policial. Diego –el novio de Vicky– le contó la dramática situación. “Está embarazada de ocho meses”, le explicó a uno de los policías; no hacía falta: la panza estaba a la vista. No la quisieron llevar.
No había tiempo ni ganas para discutir. Aprendimos que ante una catástrofe semejante la rabia desaparece. Seguimos camino. Paramos a cuatro camiones del Ejército. “No la podemos llevar”, respondió el chofer del primer vehículo. “Por lo menos danos agua”, rogamos. No tenían. Ni ellos. Ni los otros cuatro móviles.
Por suerte, el último conductor del pelotón se apiadó y recordó que llevaba una botella de Coca con agua detrás del asiento, que había sido llenado por si el camión sufría un desperfecto. La tomó antes para saber cómo estaba y la cedió. Era oro en el desierto.
Caminamos dos cuadras más hasta que pasó un móvil de rescate de bomberos. No sé a qué cuartel pertenecía, pero sí que la subieron junto a su hermana y su hijito, en medio de ataques de angustia. Estaban a salvo.
Había mucho para hacer. Visitamos a otra pareja de periodistas amigos que había perdido casi todo. Cuando el agua finalmente bajó regresamos a la casa de Belén. El piso era una alfombra de papeles mojados. Los juguetes del nene, la ropita de la beba que viene, las prendas de ellos, los televisores. Todo bajo el agua. Todo. Lo único que pudieron salvar fue el aire acondicionado que está amurado a la pared. A la noche llegamos a la casa de otro amigo.
Vive solo a cuatro cuadras. La casa de sus tíos, su departamento, el domicilio de sus padres en el barrio San Carlos y hasta el de su hermano, su mujer y su hija habían tenido más de un metro y medio de agua. Siete autos de la familia quedaron a la deriva.
“La podemos contar”, fue lo primero que me dijo antes de invitarnos a pasar. Ya había sacado casi toda el agua. No tenían para comer. Salimos con el auto a recorrer la zona. No encontramos nada abierto. Hicimos cuarenta cuadras hasta encontrar una pizzería. El regreso fue a oscuras. Esquivando los mismos coches que estaban desparramados. No había semáforos ni agentes de tránsito. Esa noche conocimos lo que es el caos. Era el día después de mañana.
*Subeditor de Policiales de PERFIL. Platense.