Durante años, el asalto a la cámara acorazada del Centro Mundial de Diamantes de Amberes fue considerado el crimen perfecto. Sin disparos, sin alarmas activadas y sin testigos. En febrero de 2003, una banda altamente especializada logró vaciar más de un centenar de cajas fuertes y desaparecer con un botín valuado en alrededor de 100 millones de dólares. Sin embargo, la sofisticación del plan terminó cayendo por detalles impensados, un palo de escoba, una comadrej y un sándwich de salame a medio comer.
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El caso, reconstruido años después en investigaciones periodísticas y recientemente llevado a la pantalla por un documental de Netflix, se convirtió en una lección inesperada sobre cómo incluso los delitos más meticulosamente diseñados pueden fracasar por descuidos mínimos.

Un robo ejecutado en silencio absoluto
El golpe ocurrió en el corazón del barrio de diamantes de Amberes, una zona de apenas tres calles que concentra una de las mayores transacciones de diamantes del mundo. Allí, en el subsuelo del Centro Mundial de Diamantes, se encontraba una bóveda considerada inexpugnable: una puerta de acero de 30 centímetros, sensores magnéticos, detectores de calor, movimiento, sonido, luz y alarmas sísmicas diseñadas para activarse ante el más mínimo intento de intrusión.
La mañana del 17 de febrero de 2003, el detective belga Patrick Peys recibió la llamada que marcaría su carrera. La cámara acorazada había sido violada. Más de cien cajas fuertes estaban abiertas y vacías. Diamantes, joyas, oro y dinero aparecían esparcidos en el suelo. Lo más desconcertante: ninguna alarma se había activado.

La escena revelaba un nivel de conocimiento técnico inusual. Los ladrones habían neutralizado sensores con métodos rudimentarios pero eficaces, como cubrir detectores de calor con materiales aislantes montados sobre un simple palo de escoba. También habían manipulado el sistema magnético de la puerta sin provocar señal alguna.
El crimen perfecto que dejó rastros
Durante días, la investigación avanzó sin pistas claras. Las cámaras de seguridad del edificio habían sido sustraídas y no había registros visuales del atraco. La sensación entre los investigadores era que se enfrentaban a delincuentes fuera de lo común.
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El quiebre del caso llegó desde un lugar inesperado: un bosque cercano a una autopista, utilizado habitualmente como basural ilegal. Allí, un jubilado llamado August Van Kamp, conocido por denunciar residuos abandonados, encontró bolsas con documentos triturados, restos de billetes y diminutos diamantes verdes. Van Kamp paseaba a diario por la zona junto a sus comadrejas y notó de inmediato que esa basura no era común.
La policía acudió de inmediato. Lo que parecía un hallazgo menor se transformó en la primera grieta del plan criminal.
El nombre que emergió de la basura
Entre los restos apareció un documento con un nombre clave: Leonardo Notarbartolo, un comerciante italiano de diamantes con oficina en el propio Centro Mundial de Diamantes. Al revisar la bóveda, los investigadores notaron un detalle inquietante: la caja fuerte de Notarbartolo era una de las pocas que no había sido forzada.
La investigación reveló que su oficina estaba vacía y que, pese a figurar como comerciante, nunca había realizado operaciones reales de compra o venta. Todo indicaba que su presencia en Amberes había sido parte de una larga etapa de reconocimiento.
La confirmación llegó cuando, tras localizarlo, la policía allanó su vivienda. Allí encontraron una alfombra enrollada con los mismos diminutos diamantes verdes hallados en el bosque y en la escena del robo.
El sándwich que selló la causa
Otro elemento decisivo surgió de la misma bolsa de basura: un bocadillo de salame a medio comer y el recibo de un supermercado cercano. Esa pista llevó a una cámara de seguridad externa —una de las pocas que no había sido robada— donde se identificó a Ferdinando Finotto, un delincuente con antecedentes.

Finotto formaba parte de un grupo conocido como la “Escuela de Turín”, una red de criminales especializados, cada uno experto en una técnica específica: alarmas, cerraduras, llaves falsificadas o logística de escape. Sus apodos —el Genio, el Monstruo, el Veloz y el Rey de Llaves— parecían sacados de una novela policial, pero detrás había años de experiencia en robos de alto nivel.
El análisis de ADN, registros telefónicos y movimientos previos al robo permitió reconstruir el funcionamiento de la banda y su jerarquía, con Notarbartolo como cerebro del operativo.
Condenas, misterio y un botín desaparecido
El juicio llegó recién en 2015. Tres miembros de la banda fueron condenados a cinco años de prisión y Notarbartolo recibió una pena de diez años como líder del grupo. El “Rey de Llaves”, encargado de falsificar la llave maestra de la bóveda, nunca fue capturado.
Los diamantes jamás aparecieron. Los investigadores creen que fueron llevados a Italia y reinsertados progresivamente en el mercado legal, una posibilidad conocida en el mundo del comercio de piedras preciosas.
LV / EM