Muchas tuvimos una relación tóxica alguna vez. Tóxica en el sentido del gusto que deja una relación con sabor a enfermiza, dañina y desvalorizante. La clase de sinergia con un otro con saldo negativo.
La relación tóxica puede venir en varias formas y colores.
El psicópata, la sometida, la culposa, el dios. Por nombrar solo algunos de ellos, bajo los criterios que el sentido común suele otorgarles, y circunscribiendo este post a las mujeres.
El psicópata, ese seductor nato que nos empalaga con su brillantez y carisma, que sabe perfectamente qué movimientos hacer, qué palabras usar, para captar a su presa; no por un interés real en ella sino por la potencialidad que ve en ella. Ese punto débil, ese talón de Aquiles, se convierte en su fortaleza. Sabe captar esa porción de la que se sirve, tejiendo una trama donde quedás atrapada y de dónde es difícil salir como todo circulo vicioso. Y cada vez que estás a punto de hacerlo, pareciera que algo que él hace te convence, y volvés a caer. Un punto en donde la alarma de peligro no funciona, y el goce autodestructivo propio pesa más.
La sometida prácticamente carece de autoestima: ella ES definida por el resto. Es siempre lo que dice la madre, el padre, la vecina, lo que dicen de ella en el trabajo; pero sobre todo, lo que dice él. Es así que se inunda de una ansiedad terrible y desbordante si el no la llama, si el no la registra. Porque de esa mirada depende el sentido de su existencia.
A la culposa siempre le falta algo para llegar a ser lo que él quiere. Ella siempre se manda las cagadas, el la reta, ella corrige, aspirando a ser; en un duelo infanto parental donde la dinámica se reproduce una y otra vez.
El dios. El tipo que encarna todos esos atributos que nosotras queríamos en nuestra pareja ideal. La idealización es tal que poco lugar queda para nosotras.