SOCIEDAD
a 25 aos de la guerra de malvinas

Testimonio de un ex combatiente

No quiero ni me siento un héroe. No me sale reivindicarme como un guerrero que fue a dejar la vida por la patria. Lo lamento por los que me querían para la estampita.

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La primera noticia concreta de la existencia de un lugar llamado Malvinas la tuve el 2 de abril de 1982. En Ezeiza, mientras se agotaba mi resistencia en los últimos días como soldado, en plena instrucción de la clase “nueva”, la 63, un sacudón me despertó en aquel amanecer fresco y soleado. Era un compañero de guardia, Liguori, lo recuerdo perfectamente, que nos sacó poco menos que a las patadas de la carpa. “Todos arriba, que tomamos las Malvinas, chicos”. “¿Y, qué carajo me importa?”, creo recordar que le respondí.

Malhumorado y todavía dormido, pensé que era una joda más de las que nos hacíamos para soportar ese tiempo que faltaba hasta mayo, fecha en que supuestamente volveríamos a ser civiles.

Pero no era una joda de Liguori. No sólo porque en dos horas dieron la orden de levantar el campamento para volver al Regimiento, sino porque desde el televisor instalado en la carpa de oficiales aparecía un ensoberbecido Galtieri, envuelto en millones de gargantas en Plaza de Mayo, que le pedían valor para sostener su locura.

Ocho días después estaba desembarcando en Puerto Argentino, en pleno corazón de la Isla Soledad, un nombre nunca mejor elegido para describir ese lugar. Nada por aquí, nada por allá, un viento que cortaba la cara y miles de interrogantes a los que mis incipientes 19 años no le encontraban respuesta.

Así, sin comerla ni beberla, con un bolso al hombro que pesaba toneladas y sin más preparación que la de haber tirado un par de tiros en un polígono, me convertía sin proponérmelo en un protagonista de la historia, casi un héroe moderno. De esos que con el tiempo, por ejemplo a 25 años del hecho, se golpean el pecho para decir “yo estuve allí y la puedo contar”.

Pues bien, lo lamento por aquellos que me soñaron con llevarme a una estampita. No quiero ni me siento un héroe. No me sale reivindicarme como un guerrero que fue a dejar la vida por la patria, simplemente porque esa patria que me enseñaron en el servicio militar me lastimó más que las bombas que tiraban los ingleses sobre nuestras posiciones en los últimos días de combate, cuando Puerto Argentino ya era un infierno.

Y no me sale, sinceramente, porque me siento impotente de haber visto cómo para los generales, y para muchos oficiales, haber ido a Malvinas fue una prolongación de la colimba. Si la prioridad en una guerra es estar afeitado, desfilar bien el 25 de Mayo o estar firme como una estatua en un puesto de guardia, antes que garantizar que la tropa esté bien alimentada y protegida, no es mi guerra.

En los 64 días que estuve en Malvinas, tuve la suerte de que no me faltara comida (aunque fueran repugnantes guisos a punto de disecarse), de vivir casi la mitad del tiempo bajo techo, de no sufrir el horror de tener que empuñar mi fusil para dispararle a otro ser humano (fuera de la nacionalidad que fuera) y de contenerme junto a un grupo de amigos a los que lamentablemente nunca volví a ver, pero que los siento parte entrañable de mi vida. El ya citado Liguori, Alejandro Crudo, Sergio Botamedi, Edi Gueler, tipos con los que en las malas pude sentir en carne propia el valor de la solidaridad en situaciones límites. Ellos son una parte grande de esa historia.

Hay otra parte, mucho más ciega y oscura, que quisiera enterrar, pero no puedo. Ni debo. El ruido del primer bombardeo. El entierro de Jorge Soria, con quien compartí 10 meses en el viejo R3 de Tablada. El frío y el hambre de los que se bancaron dos meses a la intemperie, mientras la mayoría de sus jefes se hacían panzadas con la comida que se mandaba desde el continente. Ver estaqueado a un compañero por el “tremendo” pecado de sacar comida de un depósito. La miserable campaña de desinformación y presión psicológica a la que se nos sometía. No saber si podría estar junto a mi familia algún día.

Para los que volvimos a salvo y medianamente lúcidos y sanos, está en tratar de poner un poco de blanco sobre negro, para que mucho de lo que se tapó desde entonces salga definitivamente a la luz.

El Estado, a través de los sucesivos gobiernos democráticos desde el 83 hasta hoy, tiene una responsabilidad pendiente enorme. No sólo para evitar que muchos ex combatientes se sigan debatiendo entre la vida y la muerte por la falta de políticas concretas. También tiene la chance de reafirmar su compromiso de no olvidar y empezar a juzgar a los verdaderos responsables de la locura de un General, que desembocó en la pérdida de miles de inocentes. Cuando llegue ese día, nuestros muertos, los verdaderos héroes, los que dejaron su vida en combate, podrán descansar en paz. Y yo podré sentirme importante. Mientras tanto, es imposible que me olvide de ellos.

* Editor del diario Perfil. Conscripto clase 62. Combatió en Malvinas como parte del Regimiento de Infantería 3 General Belgrano, con asiente en Puerto Argentino.