SOCIEDAD
Diario Perfil

Un libro cuenta la historia secreta de Hugo Moyano

"El hombre del camión" es un trabajo de investigación escrito por Emilia Delfino y Mariano Martín. Ofrecemos tres fragmentos textuales.

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Según cuenta uno de los pocos sindicalistas que frecuentaban a María Romilda Servini de Cubría, él pensó que a la jueza –o la “Chuchi” para sus colegas– no le iba a quedar otra que cagar a Moyano. Entre sus conocidos estaba Oscar Lescano, de Luz y Fuerza, que para 1989 alternaba la Secretaría General de la CGT con otros cuatro dirigentes, producto de uno de los tantos acuerdos entre sectores internos para unificar la central obrera. Sorprendido por el aviso, Lescano atinó a decir que no conocía bien al Negro pero sí a Ricardo Pérez. Corporativo al fin, se comprometió a transmitir el recado. La advertencia de la Chuchi se refería a una causa por tenencia de cocaína contra Moyano que había caído en su juzgado. La jueza ponía sobre aviso del inminente procesamiento del dirigente que aspiraba a liderar a los camioneros de todo el país. La dama peronista de la Justicia hacía entonces sus primeros palotes como jueza en lo criminal y correccional federal. Un año después, Servini tendría a cargo una causa con mayor trascendencia mediática: el Yomagate, con las valijas voladoras de Amira Yoma en Ezeiza. El peronismo fortalecido en el Congreso le evitó un juicio político entonces.

Miguel Angel Zitto Soria era un abogado penalista, de los tantos que pululaban por el edificio de Tribunales, con un plus que le daba una ventaja respecto de sus colegas cuando moría la década de 1980: era un militante del PJ. Tenía un estudio en Lavalle y Montevideo, hasta que la varita menemista lo tocó. A instancias de los senadores Vicente Saadi y Julio Amoedo se lo ubicó en un juzgado federal vacante, el de Mercedes. Entusiasmado, Zitto Soria trasladó a su familia a esa localidad bonaerense y se puso a ordenar la pila de expedientes que encontró en su despacho.

Un día a fines de 1989, cuando todavía no se había acostumbrado al ritmo cansino del pueblo, habría recibido un llamado que lo llenó de excitación. Una fuente muy cercana al fallecido juez Zitto Soria confirma la existencia de esta comunicación, en la que Juan Bautista “Tata” Yofre, primer jefe de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) de Carlos Menem, le habría contado que un tipo del sindicato de camioneros andaba en la pesada y guardaba la merca en la oficina del gremio en Capital. Zitto Soria quiso desentenderse del asunto, pero Yofre habría insistido diciéndole que si mandaba un exhorto, la Chuchi lo gestionaba, y él se convertía en Gardel. Esta versión fue absolutamente desmentida por Yofre.

Hacía pocos meses que Menem había asumido la presidencia y la sociedad ya tenía claro que el rumbo prometido en la campaña electoral había quedado muy atrás. Al Gobierno le servía desviar la atención de la inflación y el dólar, que no lograban detener su alza. Y nada mejor que apuntar contra un sindicalista poco conocido pero con su estrella en ascenso, integrante de los grupos más refractarios al menemismo. El sindicalismo siempre fue un objeto codiciado por el periodismo de alto impacto, y más cuando todavía estaba fresca en la mente de los argentinos la denuncia de Alfonsín acerca de un “pacto militar-sindical”.

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El verano estaba cerca y hacía estragos en las oficinas porteñas. Ese 14 de noviembre, a eso de las cinco de la tarde, los dirigentes hablaban en tono pausado, abombados por el calor. La charla fue interrumpida por la secretaria de Moyano, que entró a la oficina con la cara blanca como un papel para avisarle a Hugo:

—Vino un juez y dice que tiene una orden de allanamiento.

“Yo tenía una oficinita donde ahora están los consultorios externos de la obra social. Pensé que venían a buscar armas, por la fama que tenemos”, recuerda Hugo.

La puerta entreabierta dejó ver al magistrado, acompañado por una decena de policías que exhibían sus armas. Parecía un copamiento. El juez entró sin pedir permiso y sólo anunció que iba a encabezar el allanamiento. Los hombres de azul se desplegaron por la oficina y comenzaron a revolver todos los rincones. Los minutos pasaban y la tensión crecía, hasta que el magistrado pidió un teléfono. Los presentes apenas pudieron escuchar el murmullo del juez, que inmediatamente después de colgar el teléfono miró a los efectivos y señaló:

—Busquen acá.

La cajonera del escritorio de Moyano salió eyectada hacia fuera, y de ella, a la vista, blanca y radiante, surgió una bolsa plástica cerrada con cinta negra.

—Van a tener que acompañarme —dijo Zitto Soria en un tono grave que apenas disimulaba su excitación.

La empresaria

Liliana Esther Zulet esperaba la hora indicada en Viamonte 1574, a dos cuadras del Palacio de Justicia. Era pleno julio de 1993, un invierno crudo, y el bolsillo de Liliana la asfixiaba. No habría primavera por un tiempo. La rubia, alta, delgada, tenía 38 y se desquitaba clavando los tacos entre las baldosas. Debía acelerar los tiempos y adelantar el reloj. Decidió aguardar dentro de la sucursal Tribunales del Banco Roberts, a pesar de que la hora de atención al público había finalizado hacía horas, y ella ni siquiera era cliente. Era amiga de la casa. En esa sucursal del Roberts, todos sabían quién era Liliana Zulet. Entraba y salía sin dar explicaciones.

Le gustaba esperar a sus invitados en el hall, cuando él no estaba, y de lo contrario, hacía tiempo en el despacho de su amigo, el gerente de la sucursal: Jorge Mario Orozco.

María Alejandra Risimini había sido hasta mayo de 1992 coordinadora de la Obra Social del Sindicato de Choferes y Afines. Nada tuvo que ver el azar con que terminara trabajando para Zulet en su empresa prestadora de servicios médicos y odontológicos en Promoción y Ventas, AMEL Medicina Integral SRL, en la sucusal de Martínez. Esa compañía era a su vez contratada por el gremio de Moyano para brindar asistencia en los sanatorios de la obra social en servicios de ambulancias, entre otros.

Sí fue el azar, o el descaro del destino, lo que unió a Liliana y Hugo Moyano. Fue un cociente romántico de una cadena de asfixias políticas y económicas. Por su parte, ella lo asfixió a primera vista: Liliana era el vivo y criollo retrato de la mujer de Jimmy Hoffa, con una sutil diferencia: no era esa ama de casa de pocas palabras que acompañó incondicionalmente al sindicalista estadounidense hasta sus últimos días. Liliana era una leona sin domar. La rubia debilidad, que llegó a convertirse en la mayor influencia sobre Hugo Moyano, y que según los más íntimos del pope sindical “le maneja todo y lo maneja bien”, nació el 13 de abril de 1959 en la localidad bonaerense de Lomas de Zamora. Su familia se radicó más tarde en Glew, donde el Conurbano linda con el campo y las líneas telefónicas empiezan a marcar la característica de larga distancia, hacia el sur del área metropolitana. No terminó la escuela secundaria y fue empleada de la Obra Social del Sindicato de Mecánicos (SMATA) hasta fines de 1980, y trabajó en MAS Sanatorial entre 1985 y 1986. Se casó con el ambulanciero Alfredo Salerno y tuvo a Valeria. Años más tarde, renunció a la clase trabajadora y emprendió su propio negocio en asistencia médica. Dicen los íntimos que tras conocer a Moyano lo enamoró perdidamente y desencadenó el divorcio con Elvira tras un romance en la clandestinidad. Hugo dice que se separó de su segunda ex esposa en 1996. “Nadie se separa porque le dan un mate frío”, justifica el Negro a los amigos. Su matrimonio no tenía salvación. Zulet y Moyano se conocieron en una conciliación extrajudicial.

La obra social de camioneros le debía a AMEL 500 mil dólares por el atraso del pago de los servicios brindados por la empresaria. Liliana le inició una demanda y Jorge González, encargado en el gremio de las negociaciones con los empresarios, intentó llegar a un arreglo, pero la rubia doblegaba cada negociación hasta que Hugo se vio obligado a intervenir para amortiguar el pago de la deuda.

González hizo de intermediario entre las partes. Acordaron la hora y el lugar donde se verían por primera vez. El objetivo de Moyano era ablandarla. Ella entró con la frente en alto, su abogado y el pelo suelto. Su único objetivo, hasta el momento, era pelear por su dinero.

Zulet consiguió su dinero y jamás volvió a separarse de Hugo.

El crimen de Beroiz

“Yo tenía que entrar al estacionamiento. Yo lo tenía que liquidar a Beroiz, y ahí mismo, la seguridad me tenía que matar a mí. Esa era la jugada de ellos y les salió re mal, ¿entendés? Yo tenía que ir, darle un par de balazos e irme. Y cuando yo apretara el botón del ascensor, ahí la misma custodia del estacionamiento me daba un par de tiros en la cabeza. Estaba todo planeado ya, quedaba como un intento de robo.”

Raúl Flores, 23 años y antecedentes de robo y drogas, debía asesinar a Abel Horacio Beroiz, tesorero de la Federación Nacional de Trabajadores Camioneros y líder del gremio de Moyano en la provincia de Santa Fe, a primera hora del martes 27 de noviembre de 2007.

Beroiz había nacido en 1936 en Aarón Castellanos, en la punta de la bota santafesina. Era el segundo de once hermanos. Se enamoró de María Inés, le pidió matrimonio y se mudaron a Venado Tuerto, donde trabajó desde joven como camionero en las empresas Conte y Vidal. No llegó a la secretaría general de la seccional Santa Fe hasta el año 2000 cuando, ya veterano, fue elegido por primera vez en ese cargo. En 1988, cuatro años antes de que Ricardo Pérez perdiera la Federación en manos de Moyano, Beroiz fue elegido como tesorero. Tras la ida de Pérez, Moyano mantuvo al santafesino en el puesto. Con los años, Beroiz se convitió en una pieza fundamental del imperio camionero: tenía un hábil y cuidadoso control de los fondos, y como supo explicar un cercano asesor de Moyano: “Beroiz le contaba al Negro las costillas de todos los dirigentes”. Manejaba, con el beneplácito del líder nacional, una caja de 250 millones de pesos.

Abel Beroiz vivía en la ciudad de Venado Tuerto y viajaba 150 kilómetros hasta Rosario todos los martes, se hospeda siempre en el Hotel Plaza, estacionaba su Volkswagen Passat azul en el garage del Automóvil Club Argentino (ACA) y regresaba a casa el miércoles. Esa semana, sin explicar por qué a su familia, adelantó un día su viaje rutinario. En la ciudad de Rosario almorzó con su hijo Abel, un abogado laboralista que trabaja como asesor del moyanista Juan Rinaldi en la APE de la Superintendencia de Salud.

Lo notó tranquilo. Su padre estaba contento por la reciente adquisición del sanatorio Casay de Venado Tuerto, por el que el gremio había pagado 250 mil pesos. Al hijo del sindicalista le sorprendió el cambio de agenda de su padre, alguien bien acostumbrado a las acciones rutinarias.

Beroiz, un hombre robusto, de ojos grandes y cansados, el pelo canoso y escaso, las cejas gruesas y blancas, y algunas arrugas, durmió esa noche en el Plaza. A la mañana siguiente amaneció antes que el sol. A las 5.30 recibió dos llamadas en su teléfono celular, pero no atendió. Obvió otra acción de su inamovible rutina: no desayunó. Se calzó los lentes, tomó su maletín, se despidió del conserje hasta la próxima semana y emprendió el camino hacia su auto. Llegó al estacionamiento del ACA, pagó la estadía a las 6.30 y cuando llegó a la puerta de su vehículo, Raúl Flores apuró el paso. Lo estaba esperando desde temprano, junto al asustado “Juancito”, un menor de edad a quien convenció para ayudarlo con el trabajo a cambio de dinero. Flores apuró al chico para que se aproximara al anciano y lo acuchillara, mientras él le disparaba con el revólver calibre 38.

El lugar estaba demasiado custodiado y Juancito comenzó a mostrarse arrepentido. Flores presionó. El chico se lanzó sobre Beroiz, quien resistió a las trompadas, llegó a sacar su puñal de hoja corva para devolver el ataque y gritó por ayuda. Juancito le perforó el pulmón, el hígado y los intestinos. Le dio siete veces. Flores le descerrajó tres disparos. Los agentes de seguridad privada activaron la alarma sonora ante el primer grito y comenzaron una balacera con los atacantes que duró casi 25 minutos. Flores se acercó al menor e intercedió en la riña, en algún momento dejó caer una carpeta celeste con la foto que había utilizado para identificar al camionero. Beroiz se desplomó sobre el suelo. Juancito escapó corriendo. Flores intentó apretar el botón del ascensor cuando un guardia le atinó un balazo en una costilla. El sicario se buscó la herida en su camisa blanca. Había recibido el impacto de una bala de punta hueca que llenó la zona de aire evitando que brotara la sangre. Herido, corrió hacia la escalera y subió, llegó a la calle, paró un taxi y lo recogió a Juancito, que estaba corriendo por la calle Mitre. El maletín, el celular, los lentes y el cuchillo que portaba Beroiz quedaron junto a su cuerpo.

 

(Fragmentos textuales de "El hombre del camión", de Emilia Delfino y Mariano Martín)