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El profesor de yoga

La literatura de Carrère es menos controversial que el mismo Carrère, y quizás esto sea síntoma del éxito de sus libros. Gracias a un proyecto que une la autonarración con la crónica, la investigación y la biografía de personajes inciertos, este francés nacido en 1957 logró construir un espacio particular. Aquí un repaso de su obra, y de la personalidad que la acompaña.

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La literatura de Carrère | George Kantartzis

En épocas en que la literatura no habilita grandes pasiones y parece cómoda en su lugar de religiosidad minoritaria para consumo puertas adentro, lejos de la conversación pública, podría decirse que Emmanuel Carrère intenta, a su manera, retomar la tradición de la radicalidad. Gracias a un proyecto que une la autonarración con la crónica, la investigación y la biografía de personajes inciertos, este francés nacido en 1957 logró construir un espacio particular. Junto con el noruego Karl Ove Knausgård y con la peruana Gabriela Wiener, por dar dos ejemplos también centrados en narrarse a sí mismos, Carrère acaso no logre revivir las controversias literarias que supieron producir el siglo XIX y hasta el siglo XX pero en lugar de eso convoca una devoción particular basada en un pacto de lectura donde la vida del escritor es el prisma desde el cual se puede entender el juego de fuerzas, tensiones y contradicciones que cifra lo contemporáneo. Como podría suceder en Sheila Heti, Jhumpa Lahiri o Miranda July del lado norteamericano, sus preguntas tienen eje en la cuestión de qué es una persona hoy, frente a un mundo opaco donde las claves identitarias de antaño se deforman.

La literatura de Carrère es menos controversial que el mismo Carrère, y quizás esto sea síntoma del éxito de su empresa. Carrère no escribe “en guerra con el lenguaje”, tal como exigiría la crítica formalista del siglo XX. Su propuesta es hacerlo en guerra contra sí mismo, en un ejercicio donde la honestidad artística es la droga que el lector va a buscar a sus libros. Mientras tanto se va enterando de temas diversos, que pueden ir desde un tsunami en Sri Lanka (en la notable novela “De vidas ajenas”), una historia del cristianismo primitivo bastante poco informada (“El reino”, libro que todos los ateos amaron leer) o la práctica del yoga y del tai chi (en “Yoga”, la última novela). Carrère escribe con la prolijidad propia de un alumno aventajado de un MFA (Master of Fine Arts) norteamericano, con escenas bien desarrolladas, construyendo clima poético al final de los capítulos, sin automisericordia y con una prosa amable y al mismo tiempo refinada. Digamos que para todos aquellos que consideran que un buen escritor es alguien capaz de desplegar ciertas piruetas, Carrère es un buen escritor. Lo considero un mérito.

Un camino del héroe. Una hipótesis: Carrère logra una anagnórisis -aquel proceso que los griegos cifraban como un destello de verdad en la trayectoria del personaje- estética en sus libros, ya que su propuesta crece y se abre en forma generosa, pero no una anagnórisis personal, ya que su posicionamiento ético-político es imperturbable, y este desfase lo hace, sin embargo, interesante. Leídas en forma cronológica, sus novelas ofrecen una lectura que, más allá de lo que Carrère diga sobre Carrère, permite ver un camino artístico y una desesperación por el reconocimiento que, al superponerse, generan esos destellos de verdad que pueden leerse en sus procedimientos, pero no tanto en su evolución como persona.

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El autor no escribe “en contra del lenguaje” sino con prolijidad propia

Para seguir esto, recomendaría empezar por el fallido “El bigote” (1986), donde Emmanuel aún intenta una literatura “representacional”, y seguir con “El adversario” (2000), una pequeña obra maestra que es un tratado sobre el mal además de una genial clase de crónica policial. Tras esta primera etapa, el héroe comprende que debe poner el cuerpo, y así llegamos a “Una novela rusa” (2007), donde Carrère realiza el primer giro autobiográfico fuerte narrando parte de su ominosa historia familiar. De ahí vamos a “De vidas ajenas” (2009), donde esta tendencia se profundiza con gracia y enfocada en uno de los grandes temas pendientes de occidente moderno: los derechos del consumidor. Luego el viajero llegará a la que a mi juicio es la obra cumbre de Carrère, el momento en que el artista entiende desde dónde viene y hacia dónde va, ayudado por un personaje inmenso que además da título a la novela: Eduard Limónov.

“Limónov” (2011) consolida el género Carrère. Todo lo que no había sido bien resuelto en su anterior biografía sobre Philip K. Dick, que pese a todo tiene un gran título -Yo estoy vivo y ustedes están muertos (1993)-, estalla en Limónov. Carrère hace un uso virtuoso de la digresión, encabalga su experiencia personal y su historia familiar con la de su némesis ruso, entra y sale en los momentos exactos, construye climas inolvidables, teoriza cuando debe teorizar y da paso a otras voces, incrusta pequeñas viñetas ficcionadas y muestra su procedimiento de escritura en dosis justas.

El descenso de Carrère desde esa cima es decoroso, y lo que se pone en juego con menor éxito en “Yoga” (2020) o en “El reino” (2014) es una paleta de estrategias narrativas donde su biografía va adquiriendo cada vez más importancia de una forma sin embargo armónica -o quizás no tan armónica en “Yoga”, un libro diezmado por la censura de su exmujer tras el divorcio. Uno disfruta, sin embargo, de leer a un escritor consciente de sus logros y de sus limitaciones, ejercitando el virtuosismo e imponiéndose desafíos. Cada novela de Carrère es un espacio de experimentación con su propio narcisismo pero donde los materiales y las condiciones de producción de su arte están expuestos.

Y a eso yo lo llamo honestidad. Hablo del mencionado pacto de lectura donde Carrère se compromete a contar todo lo que puede, incluso quedando a veces mal parado, exhibiendo la falla y el borde sinuoso de sus creencias -uno se ve tentado a decir de su vida- de una forma muchísimo más arriesgada que la que permiten, por ejemplo, los protocolos de falsa espontaneidad que ofrecen las redes sociales. Justamente esta honestidad virtuosa, que se suma a la exhibición casi museística de los materiales con los que trabaja, es lo que hace que Carrère haga literatura del yo, pero que no todas las literaturas del yo sean las que hace Carrère.

Una moral de las formas, preguntas sobre   vanguardias y una voz vulnerable

Ahora bien: que uno pueda disfrutar de la buena factura de sus libros, preferirlo a los bodrios sentimentaloides de la mitteleuropa que la necrofagia literaria vernácula adora fotografiar, e incluso regodearse tanáticamente en el ejercicio voyeurista de conocer los padecimientos de un burgués francés que, con todo el capital social, económico y familiar a su favor quería ser un escritor famoso y lo logró pero aún así es infeliz, no implica que deba descartar que existan o puedan existir cosas mejores, ni que la literatura puede dar mucho más que eso. Y como escribir sobre literatura sin jerarquizar además de ser aburridísimo no tiene ningún tipo de sentido creo que puedo considerarlo un autor interesante y al mismo tiempo argumentar algunos motivos por los cuales la devoción que provoca su honestidad, incluso en mí, me parece, por decirlo de alguna forma, problemática.

La world fiction y sus sentimientos. Voy a empezar esta última parte con una nota al pie: cuando un amigo psiquiatra se enteró de que Emmanuel Carrère descubría, ya bastante avanzado en su aventura autobiográfica, que era bipolar y que además, a causa de una profunda depresión, había sido sometido a tratamiento de electroshock, se consideró afortunado de pertenecer al sistema de salud mental argentino. Más allá de la anécdota, el primer problema que me genera la devoción por la honestidad de Carrère es que, más allá de que, como vengo diciendo, es un gran escritor, todo su pathos es tan pero tan francés que si estuviésemos un poco menos colonizados a lo sumo debería provocarnos la misma mueca entre sorprendida y distanciada que su tratamiento provocó en mi amigo psiquiatra.

Los dramas de los escritores parisinos, el turismo francés, la añoranza pueril de Carrère por lograr reconocimiento en el mercado estadounidense y su evidente desprecio por el de habla hispana, la burocracia del oenegismo, la diplomacia europea y el periodismo bien pago que constituyen su hábitat social, su cruzada farisea por los refugiados árabes que intentan ingresar a Europa, su vehemencia para señalar que no tiene problemas de dinero, su casa de vacaciones en las islas griegas. Podría seguir, pero no me interesa nada de eso. Considero que estos tópicos son curiosos e incluso entretenidos, pero al mismo tiempo frívolos para el contexto latinoamericano, donde a mi humilde juicio pasan cosas mucho más intensas. Como buen argentino, entiendo y hasta cierto punto participo del amor por lo francés, y me identifica la búsqueda francesa de proponer un modelo de desarrollo cultural y occidental alternativo a la contraposición entre los valores del pragmatismo liberal anglosajón y sus némesis orientales. Pero a pesar de todo esto no puedo dejar de sentir que el universo simbólico que me presenta Carrère es bastante banal.

A esto se le suma una serie de problemas de orden ético que, al ser profundizados, devienen políticos. Lo más suave y hasta cierto punto risueño es que Carrère quiere ser bueno y se pregunta por la dimensión ética de sus acciones. Admite sus errores, lucha por ser mejor y esto nos conmueve e identifica. Y además tiene la valentía de aceptar que es malo. La vida, la muerte, la enfermedad y el bienestar como temas universales de la literatura están bien desarrollados o al menos interrogados en su obra. Pero además de esto Emmanuel hace algo que me resulta insufrible: es incapaz de admitir el talento ajeno, y en especial incapaz de reconocer que hay personas más talentosas que él, con opciones políticas más valiosas que él. Propongo que la envidia es una clave de lectura bastante productiva para su obra: en “El adversario” envidia a Claude Romand por haber tenido las agallas de eliminar a su familia, envidia a Michel Houellebecq, a Philip K. Dick y a Werner Herzog porque son mucho mejores artistas que él, envidia a Limónov porque tiene una vida con mucho más sentido que la suya… incluso envidia a Martha Argerich, a quien luego de elogiar tilda de mala madre en base a un documental hecho nada más y nada menos que por su hija. Quizás no envidie a San Pablo de Tarso, pero estoy casi seguro de que también envidia a San Pedro.

Lo bueno, lo malo, lo feo. Si esta propuesta con un fuerte anclaje en la envidia está además a favor de todo lo que el consenso de la socialdemocracia neoliberal europea considera correcto, esquiva los temas espinosos como el feminismo -temas en los que Carrère, y esta es una hipótesis de trabajo, podría quedar realmente expuesto- y esquiva también y minuciosamente cuestiones vinculadas a la economía o a la política de su país; cuando sí desarrolla otros temas domésticos mucho menos trascendentes, la sensación que termina quedando es que, mucho menos que los recortes personales o impulsados por el marco legal que el propio autor admite como límites a su búsqueda de la verdad, estos son los límites de la honestidad que el proyecto literario de Carrère persigue. La buena moral de la World Fiction, el consenso no dicho sobre lo que está bien y sobre lo que está mal, sobre lo que es conveniente hablar y sobre lo que todos deberíamos estar de acuerdo. Es el mismo regusto que despiden, en otro género literario no tan diferente, los textos de Harari, otro excelso representante de la socialdemocracia neoliberal.

Como vengo diciendo, esto no me parece grave y de hecho disfruto al leer y comparar mis pensamientos con los de estos autores, que muchas veces me nutren y me hacen reenfocar ciertas cuestiones. Pero hay algo incómodo en un proyecto literario que se propone como honesto pero jamás llega a lo que yo considero más valioso cuando pensamos en la estética y sus bordes con la política, que es la sinceridad. Cuando un texto literario es sincero, la honestidad se construye como plataforma de discusiones estético políticas. Hay una moral de las formas que entra en tensión con la discursividad política imperante y el cambio social. Hay una tensión entre la pregunta por la vanguardia política y la pregunta por la vanguardia estética. Hay una anagnórisis estética que ilumina un proceso trunco de anagnórisis personal, de donde la voz que narra sale transformada y al mismo tiempo es vulnerable, y no se blinda en el colchón de la buena conciencia que ofrecen las temáticas de moda en el progresismo. Hay un deseo de renovación que no debe confundirse con el malditismo vacío, pero es más importante que el deseo de reconocimiento. Emmanuel Carrère desea que su persona y su literatura sean cada vez más buenas, y podemos identificarnos por eso, pero jamás se pregunta por cómo pueden ser mejores.

Publicado originalmente en la revista Crisis