Julio Camba había nacido en 1884 en la localidad gallega de Vilanova de Arousa y a los trece años (hay quien dice que fue a sus dieciséis) se subió de polizón a un barco que lo trajo a la Argentina. En Buenos Aires se hizo ácrata y se transformó en un verdadero agitador social dedicado a las proclamas y los artículos de barricada, algunos de los cuales fueron editados en el volumen “¡Oh, justo, sutil y poderoso veneno!”, publicado en el 2014 por Pepitas de Calabaza. Algunas luces sobre sus aventuras rioplatenses se encendieron hace unos pocos años cuando se descubrió su ficha policial, que era parte de una investigación de las fuerzas de seguridad porteñas sobre unos cincuenta anarquistas llegados al país desde Europa y que terminaron siendo expulsados gracias a la Ley de Residencia de 1902. La deportación, por cierto, pareció haber comenzado a apagar, lentamente, el espíritu revolucionario de Camba y activado su camino hacia el conservadurismo: reinstalado en Madrid, se transformó en un sofisticado humorista y reportero que escribió, entre otras cosas, varias colecciones de aguafuertes de viajes. Su periplo lo llevó de las páginas de diarios como El Rebelde y El Porvenir del Obrero a crónicas favorables al franquismo en el ABC de Sevilla. Camba, quien mantuvo su residencia en el Palace desde 1949 hasta su muerte, falleció en la capital española el 28 de febrero de 1962. ¿Un confundido ideológico? ¿Un oportunista?
Todo puede ser. Lo cierto es que sus postales de viaje y sus acuarelas españolas son deliciosas, como estas que compartimos tomadas de la colección de relatos “La rana viajera”, publicada por Espasa-Calpe en 1920.
Introducción: Mi nombre de charca...
Hará siete u ocho años. El director de un periódico donde yo trabajaba me metió algunos billetes en el bolsillo y me mandó a París. Mis artículos de entonces, como los que más tarde escribí desde otras capitales, tenían la pretensión de estudiar experimentalmente el carácter nacional, pero el único sujeto de experimentación que había en ellos era yo mismo. Yo estoy en mis colecciones de crónicas extranjeras como una rana que estuviese en un frasco de alcohol. El lector puede verme girar los ojos y estirar o encoger las patas a cada momento. Lo que parecen críticas o comentarios no son más que reacciones contra el ambiente extraño y hostil. Yo he ido a París, y a Londres, y a Berlín, y a Nueva York con una ingenuidad y una buena fe de verdadero batracio. Y si lo que quería mi director era observar el efecto directo de la civilización europea sobre un español de nuestros días, ahí tiene el resultado: una serie constante de movimientos absurdos y de actitudes grotescas.
“He tenido un punto de referencia para juzgar los hombres y las cosas: España”
Ahora el poeta vuelve a su tierra, es decir, la rana torna a la charca. Pero, y sin que haya llegado a criar pelo, ya no es la misma rana de antes. Con un poco de imaginación nos la podríamos representar menos ingenua y algo más instruida -que no en balde se ha pasado tanto tiempo en los laboratorios-, muy tiesa sobre sus zancas y hasta provista de gafas. ¿Qué efecto le producirán las otras ranas a esta rana que está transformada de tal modo? ¿Cómo encontrará su charca la rana viajera, después de una ausencia de tantos años?
Mientras he estado en el extranjero, yo he tenido un punto de referencia para juzgar los hombres y las cosas: España. Pero esto era únicamente porque yo soy español y no porque España me parezca la medida ideal de todos los valores. Ahora, y para hablar de España, me falta este punto de referencia.
Forzosamente haré comparaciones con otros países. Y no sólo resultará que España no puede ser un modelo para las otras gentes, sino que no sirve apenas para los mismos españoles. La rana encontrará su charca muy poco confortable.
***
Una nueva teoría del clima
Qué tal le va a usted -me preguntan desde el extranjero- en ese hermoso país del sol y del cielo azul? Pues en este hermoso país del sol y del cielo azul nos pasamos la vida tomando bromo-quinina para luchar contra el constipado. Madrid es uno de los pueblos más fríos de Europa, y lo es por una razón muy sencilla: la de que carece de aparatos de calefacción. En París, como en Berlín, y en Londres como San Petersburgo, ha habido una época en que el clima era sumamente frío; pero, poco a poco, ha ido transformándose artificialmente el clima natural de esas ciudades. Claro que no se ha calentado la atmósfera; ello ofrecía, de momento, dificultades insuperables aun para la misma química alemana. Se han calentado, en cambio, las viviendas, los establecimientos públicos, los tranvías y coches, etc., etc.
Hoy puede afirmarse que, mientras los madrileños tiritan, los berlineses y los londinenses pasan sus inviernos a una temperatura media de 17 grados. En la Friedrichstrasse y en Oxford Street hará ahora, seguramente, más frío que en la calle de Alcalá; pero no así en las casas de Oxford Street ni de la Friedrichstrasse.
Y como no es en la calle, sino en las casas, donde realmente se vive, resulta que los madrileños son habitantes de un país frío, mientras que los londinenses y los berlineses lo son de países cálidos.
“El juerguista madrileño tenía que atrincherarse con la elegida de su corazón”
Con estos datos como base, se podría fundar una teoría en contra de aquella que estudia la influencia del medio natural sobre los hombres: la teoría del medio artificial. Esta nueva teoría demostraría que el carácter de cada país depende de sus aparatos de calefacción, y semejante demostración tendría una gran importancia porque nos llevaría a la conclusión siguiente: para acabar con las diferencias raciales que separan a unos pueblos de otros, y que tanto han contribuido al origen de la guerra europea, bastará que todo el mundo se caliente con el mismo procedimiento de calefacción y que ponga sus casas a una idéntica temperatura...
No tengo representación bastante para fundar la teoría que queda esbozada, ni dispongo tampoco del tiempo necesario para ocuparme en un asunto tan trascendental y tan poco lucrativo; pero que no me digan a mí que España, por razón de su clima, será siempre lo que es ahora.
Que no me digan que en este país del sol y del cielo azul los hombres tendrán, por los siglos de los siglos, una naturaleza perezosa, violenta e incapaz de disciplina. Que no me digan, en fin, que el teatro de Ibsen no será comprendido nunca aquí porque es el teatro de un país brumoso, y que las leyes inglesas son tan inadaptables al carácter español como lo son los impermeables ingleses al clima de España.
Porque España no es un país cálido nada más que durante unos cuantos meses al año, y porque, desde que se han inventado los ventiladores eléctricos y la calefacción central, no hay países cálidos ni países fríos. El clima no existe ya como una determinante del carácter de los hombres. Son, al contrario, los hombres quienes influyen sobre el clima. Reconozcamos que, afortunadamente, Madrid comienza ya a preocuparse de mejorar el suyo.
***
La juerga heroica
Antes de la guerra europea no había cabarets en Madrid ni parecía que pudiese nunca llegar a haberlos. Cuando varios hombres coincidían de madrugada en un mismo restaurant, solían lanzarse unos contra otros en batallas más o menos descomunales. La juerga tenía entonces entre nosotros un sentido heroico que la ennoblecía. Para tomarse una ración de calamares pasadas las doce de la noche, hacía falta un ánimo sereno, a más de un estómago excelente, y aunque algunos fisiólogos sostienen que estas dos cosas van juntas y que el valor se deriva del buen funcionamiento gástrico, yo sé de muchísimas personas que se han acostado con hambre en Madrid, no por carecer de dinero, sino por carecer de arrojo. Los dueños de restaurants nocturnos veíanse obligados a dividir sus establecimientos en una especie de compartimientos estancos a fin de contener el ímpetu de los comensales. Cada uno de aquellos compartimientos era algo así como una pequeña fortaleza en donde el trasnochador se encontraba relativamente a salvo de agresiones. El juerguista madrileño tenía que atrincherarse con la elegida de su corazón. ¿Cómo concebir, en aquellos tiempos belicosos, que llegase un día en el que los madrileños pudieran mezclarse en una sala bien iluminada donde hubiese weine, weibe und gesang, esto es, vino, mujeres y canciones?
Las patatas están donde estaban, pero la peseta no puede ya adquirirlas
Pero estalló la guerra, y a medida que se cerraban cabarets en Europa, comenzaron a abrirse cabarets en Madrid. Es decir, que los españoles dejamos de pelearnos precisamente cuando empezaba a pelearse todo el resto de la Humanidad... Por aquel entonces llegué yo a Madrid, y una noche, en un restaurant, me quedé asombrado al ver que los hombres no se arrojaban unos a otros objetos de vidrio ni de porcelana. ¡Y eso que, indudablemente, todos estaban allí de buen humor y todo el mundo tenía ganas de divertirse!... Había en el restaurant unas cuantas francesas que, tratadas algo a fondo, resultaban ser de Zurich o de Rotterdam; había otras mujeres que se declaraban vienesas, pero sin darle a esta declaración un carácter irrevocable, porque si uno insistía, decían que habían salido muy chicas de Viena, y que, «en realidad», eran de Dresde o de Leipzig. Estas mujeres venían a constituir algo así como la resaca de Europa. La guerra las había arrojado a estas playas pintorescas, y aquí siguen, ya algo familiarizadas con las costumbres de los indígenas.
Y a estas mujeres -una docena escasa que forman la base de todos los cabarets que se inauguran en Madrid y que son siempre las mismas en el espacio, ya que no puedan serlo en el tiempo- es a las que se debe esta transformación radical que se ha operado en nuestras costumbres. Gracias a ellas, uno puede entrar hoy de noche en cualquier café sin revólver, llave inglesa ni bomba de mano. La menos parisiense, la menos vienesa, la menos joven y la menos elegante de todas ellas, ha hecho más para identificarnos con Europa que todos los profesores que han venido aquí en viaje de propaganda. Y yo creo firmemente que sería cosa de pensionarlas o, por lo menos, de darles una condecoración.
***
La peseta
¿Que ha subido el precio de los alquileres? ¿Que las patatas están por las nubes? ¿Que el calzado cuesta un ojo de la cara?... Nada de eso. Es que la peseta ha perdido su capacidad adquisitiva.
Teóricamente, las patatas están donde estaban; pero la peseta no puede ya adquirirlas con tanta facilidad como antes. Antes se reunían quince o veinte pesetas, se iba a una tienda y adquiríase en el acto un par de zapatos bastante aceptables. Ahora, para realizar la misma empresa, se necesitan sesenta pesetas, por lo menos. No es que el coste del calzado haya aumentado, aunque tal crean los profanos en cuestiones económicas. No. Es que la peseta ha perdido su capacidad adquisitiva.
Los profanos en cuestiones económicas pueden decir que esto es igual, y, en efecto, es igual. Es igual prácticamente; pero, ¿y la teoría?
Por mi parte, cuando yo creía que los alquileres estaban muy caros, me resignaba a vivir en un piso deficiente; pero desde que sé que los alquileres no han sufrido aumento alguno de precio, mi resignación es imposible. ¿Cómo voy a resignarme a pagar muy cara una casa que, teóricamente, es muy barata? ¿Cómo voy a resignarme a que mis pesetas hayan perdido su capacidad adquisitiva?
De cada mil gallegos puede decirse que han estado en Buenos Aires novecientos
El caso es que, con una peseta, yo sigo adquiriendo diez perras gordas siempre que quiero. La capacidad adquisitiva de las pesetas, con respecto a las perras gordas, es la misma de siempre, y, con respecto a las monedas extranjeras, es mucho mayor de lo que haya podido serlo nunca. Con una peseta se adquieren hoy numerosos marcos, abundantes coronas y liras a profusión. Patatas, en cambio, se adquieren poquísimas. La peseta ha perdido su capacidad adquisitiva, pero únicamente para las cosas, lo que equivale a afirmar que es todo el dinero el que ha perdido capacidad de adquirir.
¡Y el partido socialista protesta!... Indudablemente, no existe en nuestra política otro partido tan burgués. ¿De qué se trata, señores, más que de que el dinero pierda su capacidad adquisitiva? Antes, con las pesetas se compraban patatas. Ahora, con las patatas hay ya quien se dedica a acaparar pesetas. Y, dentro de poco, en vez de pesetas, los hombres utilizarán para sus transacciones patatas, chorizos, rodajas de salchichón y cigarrillos de cincuenta.
***
El viaje
De cada mil gallegos puede decirse que han estado en Buenos Aires lo menos novecientos. En cambio, apenas si dos o tres se habrán atrevido a llegar hasta Madrid. Hay muchas razones que expliquen este hecho; pero la principal es que, para ir a Buenos Aires, un gallego no necesita más que veintitantos días; y ¿qué son veintitantos días comparados con la eternidad? (Por eternidad, naturalmente, yo entiendo, en este caso, el viaje a la villa y corte.)
Al gallego, hombre de espíritu aventurero, no le arredra la incertidumbre de su porvenir en tierras de América, ni le atemorizan los peligros del inmenso Tártaro. Va a Buenos Aires por afán de ver mundo, aun suponiendo que, una vez allí, no se hará millonario ni nada, y que, al volver, no podrá darse el pisto de fundar un hospital, ni un grupo escolar, ni siquiera una modesta fábrica de conservas. Va a hacer de dependiente, de criado, de cochero, de lo que sea... En cambio, cuando un gallego se arriesga a ir a Madrid, es con el propósito firme de llegar a ministro. Cualquier otro cargo inferior a éste no le compensaría de las fatigas del viaje...
Los hombres usarán para sus transacciones chorizos y rodajas de salchichón
Yo no he sido ministro todavía; pero mis paisanos no desesperan de que llegue a serlo. Si yo me dedicara en Madrid a hacer sillas, mis paisanos creerían que las hacía para conseguir una cartera. Hago artículos, y no se imaginan que pueda hacerlos más que para trabajar mi nombramiento. En Galicia se admite el que uno sea original, pero no hasta el punto de ir a Madrid para no volver de ministro...
Y, probablemente, mis paisanos tienen razón. El viaje entre Madrid y Galicia no se debe hacer más que con un ideal muy grande. Cuando yo venía hacia acá, me encontré en el tren con mi compañero Domínguez Rodiño, quien se proponía tomar en Vigo un vapor hasta Ámsterdam para entrar luego en Alemania y ver si desde allí podía trasladarse a Moscou.
—Es un viaje penoso—me decía Rodiño.
—¡Bah!—le contestaba yo—. La dificultad está en llegar a Vigo. Lo demás es un paso.
Ya en Vigo, Rodiño parecía un poco arrepentido de su proyecto.
—Va a ser una lata—exclamaba—eso de atravesar ahora la frontera de Rusia. Al salir de Madrid yo estaba mucho más animado.
—Cosas de la edad. Entonces era usted bastante más joven.
¿Por qué marchará tan despacio el tren de Madrid a Galicia? Algunos hablan de falta de carbón; pero esto es inexacto. En los respaldos y en las almohadillas de los asientos hay carbón a toneladas. Este carbón, admirable depósito de calórico, mantiene los coches a una temperatura elevadísima. Yo creí que no lograría nunca sacarme de encima todo el carbón del viaje. Al llegar a Vigo me miraba al espejo y me costaba gran trabajo reconocerme como un individuo perteneciente, en relación más o menos directa, a la gran familia aria.
—¡Que un hombre del tronco indogermánico llegue a verse así!—exclamaba para mis adentros.
Y, blandiendo un áspero estropajo, yo pensaba que, para hacer de España un todo ordenado y armónico, puede haber varios procedimientos; pero que el primero debe consistir en unir materialmente unas regiones con otras construyendo caminos y ferrocarriles que anden.
***
El celta migratorio
La emigración? -me dice un amigo-. Pero, ¿usted cree que la emigración es un mal? Todo el dinero que ganan los gallegos en América viene luego aquí, a mover nuestra industria. Y no es sólo dinero lo que los indianos hacen circular entre nosotros, sino también espíritu de progreso y de tolerancia. Con su acento absurdo, diciendo San Jorge de Bolsas en vez de San Jorge de Sacos, y cosas por el estilo, los gallegos que vuelven de América están modernizando Galicia. Desengáñese usted. La emigración es un bien...
Yo estaba ya completamente desengañado. Creo que la emigración es un bien; pero en esto, precisamente, consiste el mal. Hay circunstancias en las que un hombre no tiene más recurso que ponerse al servicio de otro hombre si no quiere morirse: a ese hombre le conviene hacer de criado; pero, indudablemente, el estado de criado no constituye un estado envidiable. La emigración es un bien, y esto es lo malo. También es un bien salir de presidio; pero sería mucho mejor no haber entrado en él.
“Hay quien atribuye la emigración de los gallegos a su sangre celta”
Hay quien atribuye la emigración de los gallegos a su sangre celta, y apoya esta opinión con el dato de que Irlanda, uno de los pueblos donde la raza céltica se conserva más pura, es también pródiga en emigrantes. Yo no quiero negar el espíritu aventurero de la raza céltica, a la que, según parece, tengo el honor de pertenecer; pero, ¿por qué es tan aventurera esta raza? En 1845 la patata irlandesa fue agostada por no sé qué enfermedad, y desde entonces al 1850 más de un millón de irlandeses huyeron a los Estados Unidos.
Los irlandeses se sintieron en aquellos años más celtas que nunca. Después desapareció la enfermedad de la patata, y la emigración irlandesa disminuyó en un 80 por 100. Amigo lector; cuando vea usted a un celta migratorio, ofrézcale una patata y, acto continuo, lo convertirá usted en un europeo sedentario. Las razas aventureras lo son por falta de patatas, por falta de pan, por falta de libertad. Se echa de sus casas a los judíos, a los polacos y a los armenios, y una vez que se les ha echado, al verlos correr el mundo, se dice que tienen un espíritu muy aventurero. Si, en efecto, lo tienen, que Dios se lo conserve, porque buena falta les hace...
La emigración es un bien para Galicia y para España; pero, sobre todo, lo es para América. Por cada mil pesetas en dinero que los emigrantes mandan aquí, ¿cuántas no se dejarán allí en trabajo? Desgraciadamente, aquí el trabajo no les produciría nada, y la emigración sigue. En Galicia no se ven apenas más que mujeres, viejos que ya han vuelto de América, niños que esperan a ir, caciques y curas. Por cada revista madrileña que llega a Galicia, hay cinco o seis revistas argentinas. No falta en Galicia quien tome su mate por las tardes leyendo Caras y Caretas o El Mundo Argentino. Y a mí el separatismo político no me asusta; pero este separatismo práctico me parece una cosa muy seria.
***
Los proletarios de levita
Yo soy lo que se llama un proletario de levita. No es que yo tenga una levita. No es que yo sea un proletario. Ni los hombres que tienen levita son, en rigor, proletarios, ni los verdaderos proletarios tienen levita. Yo no tengo una levita ni soy un proletario, y, sin embargo, cuando veo que en un periódico conservador se habla de los proletarios de levita, no puedo dejar de darme por aludido.
Indudablemente, la frase “proletario de levita” representa un concepto teórico, y aunque para los usos prácticos de la vida yo no tenga levita ninguna, teóricamente sí la tengo. Yo tengo, como quien dice, una levita teórica. Es una levita que no se puede empeñar; pero, en teoría, esto carece de importancia.
En realidad, el proletario de levita viste casi siempre de americana. A veces, tiene un smocking para conquistar, en los hoteles de moda, ricas herederas o políticos influyentes. A veces, tiene un frac, y en algunos casos excepcionales, puede presentar hasta un chaquet; pero, desde luego, no tiene nunca levita. Y es verdaderamente absurdo esto de pertenecer a una clase que se caracteriza tan sólo por el uso de una prenda que no usa jamás. Es absurdo y es grotesco el ser un proletario de levita...
Hace varios años, el dueño de un periódico donde yo solía colaborar desde París, me envió una carta diciéndome: “El periódico marcha muy bien. Tenemos un gran prestigio. Nuestras opiniones son acogidas con respeto en las altas esferas. Hemos conquistado al público de levita; pero esto no basta. Ahora hay que conquistar la blusa, y yo cuento con usted...” Aquel hombre no me daba arriba de dos o tres duros por artículo, y yo le contesté sin gran entusiasmo: “El termómetro -le decía- marca quince grados bajo cero.
El Sena comienza a helarse, y en vez de la blusa, yo quisiera conquistar un buen gabán de abrigo.” Mi ideal consistía entonces en ser un proletario de gabán, y creo que lo realicé ya algo entrado el verano...
Pero volvamos a los proletarios de levita. “Todo el mundo piensa en los obreros -escribe un periódico conservador-. Todo el mundo se ocupa de los proletarios de blusa. De los proletarios de levita, en cambio, no se acuerda nadie...” Yo no creo que nadie se ocupe de los proletarios de blusa más que ellos mismos. En cuanto a los proletarios de levita, ¿cómo no vamos a pasar inadvertidos, si no se nos conoce? ¿Cómo van a fijarse los gobiernos en el proletario de levita si el proletario de levita viste de americana?
Yo propongo que nos enlevitemos todos y que constituyamos un gran sindicato con sus diferentes secciones. Luego, un día haríamos, por ejemplo, la huelga de la literatura, y desde la hora convenida no saldría a la calle ni un solo adjetivo. ¡Qué conflicto para el régimen!... Pero ya verán ustedes cómo no hacemos nada. Los proletarios de levita no tenemos instinto de conservación, además de no tener levita.