Palabras finales
En su último libro, Matías Serra Bradford recupera veinte obituarios de artistas y escritores como Salinger, Berger y Harold Bloom, entre otros.
De acuerdo a la premisa de Matías Serra Bradford, el obituario pone a prueba la escala y el calado verdadero de lo que dejó un escritor. Por eso, en su elaboración o escritura, muere tanto quien firma la nota como el retratado. Entre estas últimas sombras que se destilan y forcejean en la memoria y los sentimientos (todos estos trabajos reunidos fueron publicados en medios como Revista Ñ, Diario Perfil y La Nación), la capacidad que tienen estos textos es la de perderse y desaparecer en la literatura (y por la literatura). Comprendemos este exilio, y que por supuesto diluye las fronteras entre realidad y ficción, ya con el primer retratado: J. D. Salinger. Serra Bradford, al igual que el autor de The Catcher in the Rye, recurre a la la clausura transitiva en primera persona, marca deíctica sobreexplotada por Salinger en Seymour: An Introduction.
Otra de las vías de escape resulta exclusivamente metaliteraria: textos que dan luz a otros textos. Así, muchos detalles (huellas detectivescas), parecen retratar mejor que nadie a un escritor en cuestión. De Philip Roth, rememora: “No por nada durante años le pagó veinticinco centavos adicionales a su diariero para que le arrancara las páginas culturales del New York Times. La ilusión no era lo suyo”; de John Berger, anota: “La velocidad de su moto adorada le exigía una concentración absoluta en el presente, efecto que, admitía, lo calmaba”; de Eric Hobsbawm, señala: “Este trilingüe fanático de la bicicleta y la bossa nova, que se aburría con facilidad y que alguna vez vacacionó en Angra dos Reis, nunca usó jeans y portó sin alarde o incomodidad un título que para cualquier otro habría resultado un peso inmanejable: ser un marxista best seller”.
La lista de despedidas es muy diversa, e incluye a autores como Harold Bloom, Harry Mathews, Michel Butor, Rubem Fonseca, Sergio Pitol, Oliver Sacks, John Calder, Diana Athill y Muriel Spark, entre otros. En uno de los últimos apartados, dedicado al poeta Nicanor Parra, el energúmeno parriano parece desplegarse y multiplicarse, como si se tratara de un efecto de sentido dictado al mismo margen de su poesía: “De allí tal vez la risa nerviosa, de falso tímido, de no pocas de sus diatribas, o su tentación por bufonadas de una puerilidad sorprendente en quien ha escrito «Tomé un trozo de piedra que encontré en un río / Y empecé a trabajar con ella / Empecé a pulirla / De ella hice una parte de mi propia vida». Ya le había pasado el plumero de acero a varios de los salones más polvorientos del museo de la poesía, y despiojado a más de una bestia turbia y engreída”. Todos estos obituarios, en definitiva, parecieran haber sido desprendidos del núcleo central de la literatura. “Quizás no nos interese”, concluye Serra Bradford en el prólogo, “saber exactamente quiénes somos, sino quiénes somos para los demás (una forma de tortura de apariencia más benigna, aunque no siempre)”.
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