Primavera
A la tardecita se elegía a la reina, la chica en cuestión ya con el pelo revuelto, el maquillaje corrido, un poco trastabillante, seguro con los zapatos en la mano.
El domingo empezó la primavera aunque, en Buenos Aires, parecía más bien un día de otoño. Había estado lloviendo, el mediodía gris, el tiempo amenazando volver a descomponerse. Siempre me gustó llamar “tiempo” al clima, y esos dos verbos ¿reflexivos o reflejos? que le adosamos: descomponerse y armarse. A su capricho. Las calles estaban vacías. Tomé un taxi y el tema fue el día feo. El taxista me contó que antes había llevado a un tipo que estaba contento con el clima: así los jóvenes no van a ensuciar los bosques de Palermo, el lago que en estas fechas queda todo sucio de botellas y bolsas. Qué tipo amargo, coincidimos. Le dije que no vivía acá cuando era joven así que no tenía idea de cómo se festejaba la primavera. Allá en mi pueblo íbamos de picnic al museo. La casa del fundador, en las afueras, con mucho parque y árboles. Creo que ese día cerraban las salas, seguramente pensando en los desmanes que adolescentes borrachos podían hacer con el patrimonio histórico local… hubiera sido gracioso ponerse los viejos vestidos que se exhibían en maniquíes de modista, las pieles de animales, sus cabezas disecadas, dar vueltas en los carros de los colonos tirados por los más forzudos del colegio. En vez de eso, había alguien pasando música (me acuerdo de mi hermano haciendo la coreo de Michael Jackson en Thriller, le salía bárbara), los chicos y las chicas se entreveraban en el baile, nacional y comercial todos juntos hasta que la cerveza calentaba el pico y siempre se armaba alguna pelea. Era el día de beber y de pitar los primeros cigarrillos, de besarse, de arrinconarse contra las paredes del museo. A la tardecita se elegía a la reina, la chica en cuestión ya con el pelo revuelto, el maquillaje corrido, un poco trastabillante, seguro con los zapatos en la mano.
El fin de semana siguiente o el anterior, no me acuerdo, se hacía el desfile de carrozas que con los años y la falta de plata, fines de los ochenta mediante, quedó reducido a un desfile de estandartes de plastillera pintada y adornada con flores de papel. Un corso bastante triste y desangelado, pero esas semanas previas la excusa perfecta para estar fuera de casa hasta tarde, en el garaje de algún padre piola, reuniéndonos para doblar papel crepé y mezclar engrudo, hacer guisos y choripanes.
Antes del secundario, el picnic se hacía el 20 de septiembre, en la escuela, en la última hora de clase, bajo los eucaliptos. Sacábamos tuppers con pizza fría, el queso duro parecía un plástico amarillento, las galletitas que nuestras madres habían untado la noche anterior con picadillo eran un mazacote húmedo que no querían comer ni las palomas, los sánguches de miga estaban secos y con las puntas dobladas como zapatos viejos, el jugo caliente. Las maestras tomaban mate y miraban desde lejos y si alguien les ofrecía alguno de esos manjares incomibles declinaban diciendo que estaban “a régimen”. Otra expresión muy de esa época. Mi madre era tan delgada que yo no comprendía esa fijación de las mujeres grandes con la comida: solo lechuga y churrasco, el chú-cker, las primeras milanesas de soja que traían en el supermercado, unos pedazos de cartón sin gusto a nada. A la tardecita una legión de mujeres caminaban arriba y abajo los bulevares del pueblo, en calzas y zapatillas las más jóvenes; y con esos equipos de una tela arrugadita y sintética que se llamaba de siré, las más cuarentonas.
Desde el taxi, en un semáforo, vimos a un chico con un ramo de flores. Las fresias multicolores destellaban en el día tan deslucido.
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