Es la ópera moderna que más escándalo suscitó, es el Duque de Orsini el personaje más temido de los tenores por las dificultades vocales e interpretativas, es una de las orquestaciones más exigentes por jugar con lo tradicional y las innovaciones vanguardistas, es la narración dramática que revela al hombre con sus miedos, conflictos y su afán de eternidad. Dos geniales argentinos: el escritor Manuel Mujica Laínez y el músico Alberto Ginastera dieron vida a este “Bello monstruo” operístico que no deja de asombrar y que se estrena, por primera vez, en el Teatro Real de Madrid dentro del marco del Bicentenario teatral.
La ópera Bomarzo, con un equipo excepcional, el tenor inglés John Daszak, la soprano Nicola Beller Carbone, la contralto Hilary Summers, la mezzosoprano Millijana Nikolic y los barítonos hispanos Germán Olvera y Damián del Castillo en una nueva producción del Teatro Real y De Nationale Opera de Amsterdam, con dirección musical de David Afkham y la dirección escénica de uno de los más prestigiosos regisseur actuales, Pierre Audi, se presenta en el Teatro Real el 24 y 28 de abril, 2,5 y 7 de mayo acompañada de una veintena de eventos especiales: exposiciones, conciertos, recitales de tango y conferencias, relacionados con Bomarzo.
Aun recuerdo a Manuel Mujica Laínez, “Manucho”, como le decíamos los amigos, en su casa de Belgrano, convaleciente de hepatitis, rodeado de libros y cuadernos, escribiendo “Bomarzo”, la novela que lo absorbió durante más de dos años y que fue inspirada en un viaje realizado con sus amigos: el poeta Guillermo Whitelow y el pintor Miguel Ocampo, a los jardines de Bomarzo, a 70 kilómetros de Roma, en las tierras del Duque Orsini. Fueron aquellos monstruos esculpidos en piedra los que despertaron la curiosidad de Manucho por saber sobre la vida del Duque Orsini, miembro de una de las familias más importantes de la Italia del Renacimiento. Manucho nos leía fragmentos, comentaba datos históricos, o nos contaba probables capítulos a escribir.
Aquel delirio toma forma de novela y se convierte en el comienzo de un viaje artístico, porque al leerla, el músico Alberto Ginastera, crea la Cantata Bomarzo y ante un encargo de la Sociedad de la Opera de Washington se decide a componer una ópera junto con Manuel Mujica Laínez que escribe el libreto. Ambos vuelcan su experiencia y su visión del arte, creando una ópera revolucionaria, vanguardista, transgresora que le valió prohibiciones pero también grandes éxitos, con un texto poético, narrativo y filosófico y con una música sugestiva, un lenguaje sonoro donde la percusión se luce creando un ambiente trágico, incluyendo instrumentos exóticos como la mandolina que rememoran el Renacimiento o empleando el coro en forma tradicional griega y otras con un sentido moderno de voces que acompañan el tormento del protagonista.
El director musical David Afkham que conoce y admira la obra de Ginastera ha interpretado cabalmente los colores del lenguaje ginasteriano, y como Afkham me dijo en conversación: “es un bello monstruo, es una música fantástica y audaz”. Esa “llama musical” se proyecta desde el foso, que contiene también al coro, resaltando los distintos aspectos dramáticos, los recursos vanguardistas de la obra pero también dejando surgir la ternura y la melodía.
La noche del ensayo general, la sala lucía colmada y expectante, con prensa extranjera, invitados especiales y muchos nervios. Se abre el telón con el Duque de Bomarzo en el centro, interpretado con angustia y concentración por el tenor John Daszak, se mueven a su alrededor los danzantes que representan los fantasmas que lo acosan en la agonía de su muerte. El ballet con una coreografía moderna proyecta lo amorfo y siniestro que acecha al protagonista.
Una de los grandes aciertos de esta ópera es haber revertido el comienzo, ya que la escena de apertura es el momento de agonía del duque que recuerda, en flashback, los distintos aspectos de su vida: su infancia, la burla de sus hermanos, su coronación como Duque, su casamiento, la infidelidad de su mujer Julia Farnese, delicadamente interpretada por la Beller Carbone, el asesinato de su hermano, el apoyo de su abuela, en un viaje circular que se cierra con su muerte, en la búsqueda de su identidad y de la inmortalidad.
La puesta en escena de Pierre Audi nos enfrenta a un mundo más onírico que real, un mundo psicológico que ahonda los pensamientos del duque y sus fantasmas. Donde la joroba física es también una deformación psicológica y mental. Enfatizando el clima onírico, se acentúa la ambigüedad (tanto en los movimientos de los personajes como en las imágenes visuales), entre el bien y el mal, entre lo deseado y el deber, entre la fortaleza y la debilidad.
Aprovechando los recursos extraordinarios del escenario del Teatro Real (que se destaca por su tecnología y se considera el mejor equipado de Europa), mueve las plataformas creando perspectivas y distancias, proyecta imágenes-video en la pantalla frontal, intensifica, en coordinación con el escenógrafo e iluminador Urs Schonebaum, la atmósfera de opresión, a través de barras de neón que bajan y suben en una estructura cerrada semejante a una celda virtual y deja al protagonista en el eje escénico, ya que éste nunca sale de escenario durante la ópera; podríamos decir que es una ópera en primera persona, egocéntrica, cuyo tema es el “hombre”. Un hombre atemporal, que supera las épocas para proyectarse en su esencia, en su condición humana. Audi, resalta la atemporalidad mezclando imágenes del pasado renacentista con un vestuario, realizado por el figurinista Wojciech Dziedzic, que marca la ambigüedad temporal con toques de modernidad.
El maestro Ginastera solía decirle a su hija que Bomarzo era un hombre de su época, del pasado y del presente, porque en todas las épocas el hombre se enfrenta a sí mismo. Audi, por eso, mueve los personajes en situaciones simultáneas o escenas paralelas y aunque mueran en la narración, los deja deambular formando una especie de corte de fantasmas que circunda al protagonista. Los desnudos exaltan la belleza física en contraste con la deformación del Duque, y la presencia de la piedra, tanto en los videos como en las mamparas pétreas, enlaza, como un extraño cordón umbilical, a los personajes, con la tierra ancestral. La piedra simboliza el aislamiento, la dureza, lo impenetrable y el misterio de nuestra existencia pero al convertirse en esculturas trascienden al plano del arte, en el jardín de Bomarzo.
Georgina Ginastera en la rueda de prensa comentó que a su criterio: “Bomarzo somos todos, porque todos podemos identificarnos con algún aspecto de la personalidad del duque, todos padecemos conflictos amorosos, miedos, inseguridades, envidia, celos, deseos de logros y de inmortalidad”.
Bomarzo enlaza los siglos, haciendo desaparece el tiempo, dejándonos con el espejo de nuestro ser. El amor, no logra salvar al protagonista, el amor es esquivo, misterioso, solo el arte transportara al hombre a la inmortalidad. Extrañamente, el duque Orsini que murió persiguiendo la inmortalidad, revive, muchos siglos después, por un escritor que lo refleja en su novela y por un músico que expresa su profundo sentir, sin saberlo, el duque de Orsini ha alcanzado la eternidad a través del arte. Esta maravillosa producción operística destaca la universalidad de los temas del hombre desde la perspectiva de la contemporaneidad.
La ópera Bomarzo guarda un concepto filosófico que supera lo anecdótico, el hombre en la búsqueda de sí mismo y en el deseo de trascenderse se pierde por laberintos de ambición y pasiones, los autores parecen conocer el secreto de esta búsqueda infructuosa.
Manucho y Ginastera comprendieron que el arte nos lleva a la inmortalidad y es el arte lo que puede expresar y liberar al hombre, ayudarlo a superar su condición humana, en un viaje hacia la luz y la libertad.