En su lecho de muerte, el Generalísimo quería que Dios le perdonara sus pecados y que sus súbditos mantuvieran “unidas las tierras españolas”. Francisco Franco cerró el país a la revolución de 1968 y a la concepción de la Unión Europea, a la vez que mantenía un yugo brutal sobre sus múltiples identidades. Luego de que susurrara su último deseo en el otoño de 1975, España se apresuró a compensar el tiempo perdido.
Esta joven democracia pasó de ser una dictadura Católica Romana a aceptar el matrimonio gay en solo una generación, y su economía principalmente agrícola se convirtió en una potencia europea que se hundió durante la crisis financiera y luego salió de ella.
Sin embargo, no estaba preparada para manejar el agobiante ritmo del cambio. En alguna parte, el sistema político español se rompió, y las fuerzas separatistas que Franco reprimió corren desbocadas. El domingo, los votantes desilusionados se dirigirán a las urnas por cuarta vez en cuatro años, con la esperanza de poner fin al impasse.
Los españoles a menudo resienten que los periodistas extranjeros achaquen los problemas de su país a la Guerra Civil y al posterior régimen de Franco, el cual cooperó con el alemán Adolfo Hitler durante la Segunda Guerra Mundial. Dicen que todo es parte del pasado. Pero Franco está en todas partes en estas elecciones.
El mes pasado, los medios cubrieron sin cesar mientras sus restos eran desenterrados de un mausoleo en una montaña a las afueras de Madrid y trasladados en helicóptero a un lugar más discreto en la capital. Se convirtió en leña instantánea para una campaña electoral que empezaba a arder.
Para muchos socialistas, la exhumación del dictador es el mayor logro del primer ministro en funciones, Pedro Sánchez, quien ha tenido dificultades por más de un año para ejercer el control sobre una legislatura fragmentada.
“La España actual es fruto del perdón, pero no puede ser producto del olvido”, dijo Sánchez. “Con esta decisión se pone fin a una afrenta moral como es el enaltecimiento de la figura de un dictador en un espacio público”.
Sin embargo, los nacionalistas de Vox, envueltos en la bandera española, sienten nostalgia de las tradiciones de la era Franco. Se benefician del rechazo público al movimiento independentista catalán. Las encuestas sugieren que pueden duplicar sus 24 escaños en apenas su segunda votación nacional. Su líder, Santiago Abascal, acusa a Sánchez de buscar una excusa para reescribir la historia y ser indulgente con los separatistas catalanes por necesidad política.
Para los separatistas catalanes, quienes intentaron dividir el país en 2017, el caos actual es terreno fértil para presionar por el carácter de Estado. Franco aniquiló el asunto por una generación cuando ejecutó al hombre que proclamó un Estado catalán en 1934.
Durante la mayor parte de la era Franco, España tuvo el clásico sistema bipartidista común entre las democracias occidentales. El Partido Popular defendía los valores tradicionales, mientras que los Socialistas reclamaban la agenda del cambio social. Sin embargo, como resultado de la crisis catalana, ahora hay cinco partidos importantes, lo que dificulta considerablemente la creación de una coalición.
Sánchez logró aislar a su rival de centro derecha mediante una breve alianza con los separatistas catalanes. Ahora le incomoda depender de ellos. Cuando se disparó la violencia por la condena de sus líderes bajo cargos de sedición, prometió una reacción firme, pero no cumplió.
Eso le habría costado votos en Cataluña, un tradicional bastión para los Socialistas. En el resto del país, se arriesga a perder votos por parecer muy suave. Es una situación muy diferente a la de los tiempos de Franco, cuando el catalán y el euskera estaban prohibidos por ley.
Con el trascurso de las décadas, los partidos catalanes se convirtieron en piezas claves para llegar al poder, ya que lograban acuerdos con cualquier partido, negociando la transferencia de poder y dinero a su región a cambio de votos en el Parlamento nacional.
A corto plazo, tenía sentido desde el punto de vista político, pero el Estado español empezó a quedar vacío. Además, las demandas de los separatistas seguían creciendo. La caída lenta pero segura hacia el fundamentalismo ha hecho que el país sea, en esencia, imposible de gobernar.
Los catalanes se unieron a las mayorías de bloqueo contra la izquierda y la derecha en los últimos 18 meses, mientras que las divisiones históricas entre el PP y los Socialistas han descartado una gran coalición al estilo alemán.
En todo esto, el PP ha purgado su legado de corrupción, una revolución catalana ha ido y venido y un partido de centristas a favor del mercado llamado Ciudadanos se levantó de la nada para casi ganar el poder, y luego explotó. Podemos, un movimiento antiestablecimiento que surgió como resultado de la crisis financiera, también está perdiendo fuerza.
Y, sin embargo, la pregunta sigue siendo: ¿en qué tipo de país quieren vivir los votantes? Sánchez ofrece una visión de una sociedad plural, inclusiva, al estilo escandinavo, sin decir cómo piensa pagarla. Con Pablo Casado, el PP ha esbozado un renacimiento al estilo Thatcher. En el aquí y el ahora, las tribus políticas de España todavía se están enfrentando mientras el mundo avanza sin ellas.
Para Sebastian Balfour, profesor de historia en London School of Economics, la retórica vacía sobre Franco es pura distracción de una clase política que no sabe cómo abordar cuestiones como el desempleo juvenil crónico y la seguridad laboral. “No se ve mucho esfuerzo para abordar las preocupaciones reales que tienen las personas”, dice. “Hay muchas quejas nuevas, especialmente entre las generaciones más jóvenes”.
Pero para los políticos en pie de elección permanente, es más fácil hablar sobre el muerto.
(*) El autor es editor de política europea para Bloomberg News.